La revolución científica no ha sido una revolución de conocimiento sino de ignorancia
Después de varios siglos, en donde la ciencia ha transformado radicalmente nuestro mundo y ha expandido la visión de la Humanidad hasta límites insospechados, cualquiera podría afirmar sin temor a equivocarse que en la actualidad vivimos en la era del conocimiento. Sin embargo, analizada desde un punto de vista más profundo, la realidad es que la revolución científica es más bien la revolución de la ignonancia.
El historiador Yuval Harari explica muy didácticamente esta aparente paradoja en un capítulo de su más que interesante libro “Sapiens”:
La revolución científica no ha sido una revolución del conocimiento. Ha sido, sobre todo, una revolución de la ignorancia. El gran descubrimiento que puso en marcha la revolución científica fue el descubrimiento que los humanos no saben todas las respuestas a sus preguntas más importantes.
Las tradiciones premodernas del conocimiento, como el islamismo, el cristianismo, el budismo y el confucianismo, afirmaban que todo lo que era importante saber acerca del mundo ya era conocido.
Los grandes dioses, o el único Dios todopoderoso, o los sabios del pasado, poseían la sabiduría que lo abarca todo, que nos revelaban en escrituras y tradiciones orales. Los mortales comunes y corrientes obtenían el saber al profundizar en estos textos y tradiciones antiguos y comprenderlos adecuadamente. Era inconcebible que la Biblia, el Corán o los Vedas fallaran en un secreto crucial del universo, y que este pudiera ser descubierto por criaturas de carne y hueso.
Las antiguas tradiciones del conocimiento solo admitían dos tipos de ignorancia. Primero, un individuo podía ignorar algo importante. Para obtener el conocimiento necesario, todo lo que tenía que hacer era preguntar a alguien más sabio. No había ninguna necesidad de descubrir algo que nadie sabía todavía. Por ejemplo, si un campesino de alguna aldea de la Castilla del siglo XIII quería saber cómo se originó la raza humana, suponía que la tradición cristiana poseía la respuesta definitiva. Todo lo que tenía que hacer era preguntarle al sacerdote local.
Segundo, toda una tradición podía ser ignorante de cosas sin importancia. Por definición, todo lo que los grandes dioses o los sabios del pasado no se preocuparon de decirnos carecía de importancia. Por ejemplo, si nuestro campesino castellano quería saber de qué manera las arañas tejen sus telarañas, no tenía sentido preguntarlo al sacerdote, porque no había ninguna respuesta a esta pregunta en ninguna de las Escrituras cristianas. Esto no significaba, sin embargo, que el cristianismo fuera deficiente. Significaba más bien que comprender de qué manera las arañas tejen sus telarañas no era importante. Después de todo, Dios sabía perfectamente bien la manera en que las arañas lo hacen. Si esta fuera una información vital, necesaria para la prosperidad y la salvación humanas, Dios hubiera incluido una amplia explicación en la Biblia. El cristianismo no prohibía que la gente estudiara las arañas. Pero los estudiosos de las arañas (si acaso había alguno en la Europa medieval) tenían que aceptar su papel periférico en la sociedad y la irrelevancia de sus hallazgos para las verdades eternas del cristianismo. Con independencia de lo que un estudioso pudiera descubrir acerca de las arañas, o las mariposas, o los pinzones de las Galápagos, este conocimiento era trivial, sin relación con las verdades fundamentales de la sociedad, la política y la economía.
En realidad, las cosas no eran nunca tan sencillas. En cualquier época, incluso las más piadosas y conservadoras, hubo personas que argumentaron que había cosas importantes que toda su tradición ignoraba. Pero estas personas solían ser marginadas o perseguidas, o bien fundaron una nueva tradición y empezaron a afirmar que ellos sabían todo lo que hay que saber. Por ejemplo, el profeta Mahoma inició su carrera religiosa condenando a sus conciudadanos árabes por vivir en la ignorancia de la divina verdad. Pero el propio Mahoma muy pronto empezó a decir que él conocía toda la verdad, y sus seguidores empezaron a llamarle «el sello de los profetas». A partir de ahí, no había necesidad de revelaciones más allá de las que se habían dado a Mahoma.
La ciencia moderna es una tradición única de conocimiento, por cuanto admite abiertamente ignorancia colectiva en relación con las cuestiones más importantes. Darwin no dijo nunca que fuera «El sello de los biólogos», ni que resolviera el enigma de la vida de una vez por todas. Después de siglos de extensa investigación científica, los biólogos admiten que todavía no tienen una buena explicación para la manera en que el cerebro produce la conciencia. Los físicos admiten que no saben qué causó el Big Bang, o cómo reconciliar la mecánica cuántica con la teoría de la relatividad general.
En otros casos, teorías científicas en competencia son debatidas ruidosamente sobre la base de nuevas pruebas que aparecen constantemente. Un ejemplo básico son los debates acerca de cómo gestionar mejor la economía. Aunque individualmente los economistas pueden afirmar que su método es el mejor, la ortodoxia cambia con cada crisis financiera y con cada burbuja del mercado de valores, y se acepta de manera general que todavía tiene que decirse la última palabra en economía.
En otros casos, las teorías concretas son respaldadas de manera tan consistente por las pruebas de que se dispone que hace tiempo ya que todas las alternativas han sido descartadas. Dichas teorías se aceptan como ciertas, pero todo el mundo está de acuerdo en que, si aparecieran nuevas pruebas que contradijeran la teoría, esta tendría que revisarse o desestimarse. Un ejemplo de ello son las teorías de la tectónica de placas y de la evolución.
La buena disposición a admitir ignorancia ha hecho que la ciencia moderna sea más dinámica, adaptable e inquisitiva que cualquier otra tradición previa de conocimiento. Esto ha expandido enormemente nuestra capacidad de comprender cómo funciona el mundo y nuestra capacidad de inventar nuevas tecnologías.