No sé qué quilombo hay ahora con los árboles de la 9 de Julio pero lo que escribió Forster ayer al respecto es lo más desopilante que leí en años: es el hombre vegetal. Toda una sarta de citas, adjetivos y boludeces para decir que le gustan los árboles. Cómo dijo un amigo kirchnerista “nuestros intelectuales más que orgánicos son trasgénicos”.
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En elogio y defensa de los árboles de Buenos Aires
› Por Ricardo Forster
Sepa disculparme el lector por estas líneas en las que, apabullado por la maldad que contempló en la avenida 9 de Julio cuando en noches infaustas brigadas vestidas de amarillo destruyen y dañan esas indefensas criaturas que nos ofrecen su belleza, su oxígeno purificado y su sombra a cambio de nada, de que simplemente los dejemos estar ahí, no puedo sino expresar mi indignación y mi tristeza ante lo irrecuperable.
1 No recuerdo desde cuándo los amo; tal vez desde aquellos días en que me regocijaba trepándome al viejo níspero para empacharme de sus frutos cuando el verano comenzaba a anunciarse; o quizá desde siempre me atrajeron las sombras tenebrosas que proyectaban al caer la tarde o contemplando la soberbia belleza y majestuosidad del gomero o recordando con nostalgia al jacarandá preñado de flores azules de las canciones de infancia. Algunas experiencias literarias me hicieron imborrable sus presencias (allí está, a mis dieciocho años, el viejo tilo en medio del patio de la casa de campo de los Leverkünh en esa novela inolvidable, Doktor Faustus, de Thomas Mann; allí están los frondosos árboles de la selva misionera narrados por la voz inigualable de Quiroga y también experimentados durante mi infancia cuando, durante veranos inolvidables, tuve la dicha de visitar a mis tíos en Alem, un pueblito a la vera de la selva; o imagino los bosques tan amados por Nietzsche en sus vagabundeos alpinos o esos otros pastores de árboles –los ents– soñados para la literatura por Tolkien en El señor de los anillos; y por qué no los ombúes de la estancia en la que creció William H. Hudson en la bravía pampa decimonónica y que dejaron grabados para siempre en el niño de 9 años que leía fascinado Allá lejos y hace tiempo los recuerdos de alguien que amó profundamente a la naturaleza). Robles y tilos, cedros y pinos, sauces y eucaliptos, fresnos y álamos, nogales y algarrobos, tipas y plátanos, palos borracho y jacarandás, nombres que me ofrecieron la oportunidad de enhebrar mis sensaciones con la idea de la eternidad en la naturaleza, como si desde siempre, desde tiempos inmemoriales hubieran estado allí, con paciencia infinita sabiendo de tantas ilusiones desbancadas, de tantas soberbias despojadas, de sueños de poder hechos polvo.
Veo en los árboles bondad y lealtad, dureza ante la intemperie y los sufrimientos; siento en ellos cómo brota lo esencial, lo que perdura, aquello que sortea la frivolidad de los portadores de falsa eternidad, como si pudieran dar cuenta de la multitud de imperios que se desvanecieron del seno de la historia mientras ellos siguieron allí, hundiendo sus raíces en el suelo, buscando, como siempre, la fuente de la vida. A veces me sorprende la intensidad del amor que siento por ellos, el odio que surge en mí cuando veo el maltrato al que los someten continuamente los seres humanos. Me fascinan su estoicismo, su insistencia, su dignidad, como si en ellos pudiéramos encontrar todos aquellos valores que tanto escasean entre nosotros. Será por eso que una caminata por el bosque encierra tantas enseñanzas y misterios, como si en sus senderos umbríos se escondiese aquello que se nos ha perdido, las huellas que muy de vez en cuando nos conducen hacia lo importante.
Desde siempre amé perderme entre los árboles, desde los días de mi infancia soñé con bosques encantados y con árboles secretos (imágenes de Lewis Carroll, de Mark Twain, de Julio Verne, de William H. Hudson, de Emilio Salgari, de Tolkien, de Jack London, de Horacio Quiroga, de Michael Ende, regresan permanentemente a mi memoria y juegan con ella para depararme, como diría Borges, la experiencia de la felicidad). Recuerdo un día, al final de los años ochenta, caminando con dos queridos amigos por un bosque pequeño pero espeso de las faldas próximas al Champaquí; era de tarde y casi sin darnos cuenta nos dejamos llevar por la conversación y la frescura que perduraba en lo profundo del bosque; íbamos hablando de experiencias místicas y de extravíos, nuestras palabras se remontaban a los mundos antiguos tratando de confrontar con las tradiciones filosóficas en las que nos habíamos formado. Lentamente, y mientras el crepúsculo se acercaba, nos dimos cuenta de que en medio de nuestra conversación sobre la significación del perderse nos habíamos efectivamente perdido en aquel bosque en el preciso instante en el que el cielo, sin avisarnos, se había puesto negro y el viento comenzaba a susurrar sus extraños sonidos entre las ramas bamboleantes de los árboles. Todo nos hablaba en un lenguaje indescifrable mientras la tormenta se acercaba a nosotros y el temor crecía en nuestros corazones, aunque una no menos extraña euforia también nos invadía. No entendíamos cómo había sucedido aquello, cómo habíamos podido extraviarnos en un bosque tan pequeño justo cuando hablábamos de pérdidas y de susurrantes follajes capaces de emitir un lenguaje indescifrable pero portador de misterios antiguos. El bosque había entrado en nosotros, sentíamos su presencia, y cuando la tormenta iniciaba su brusco descenso logramos, de repente, encontrar el sendero de salida, como si el bosque nos hubiera permitido alejarnos de él para guarecernos de lo que se avecinaba.
Todavía recuerdo haber leído que Turgueniev alcanzó a lograr que un poema suyo en el que escribía del bosque y del viento, al ser recitado en ruso, recuperara los sonidos nacidos en ese ámbito único. Privilegio del poeta alcanzar esa correspondencia entre el lenguaje y el mundo, cobijar con las palabras, para donarlas al lector, lo que dicen sus inolvidables criaturas. Mis amigos y yo tuvimos el raro privilegio de comprender, ese atardecer, que lo maravilloso estaba allí, a nuestro alrededor, ofreciéndonos la oportunidad de sentir de qué modo lo más antiguo, lo que da testimonio de un origen demasiado arcaico, habita en el interior de una naturaleza representada por aquel pequeño, pero secreto bosque cordobés.
2 Hacia el final de 1975, cuando la Argentina se deslizaba hacia el infierno dictatorial, leí con fervor Doktor Faustus, esa novela en la que el genio manniano nos ofrece una reflexión que cruza la música, la muerte del arte, la tragedia del artista y la brutal caída de Alemania en la barbarie nazi. De la mano entre ingenua y sabia de Serenus Zeitblom, el fiel amigo de Adrián Leverkhünn y biógrafo apasionado del artista fáustico, se va desplegando la extraña y extraordinaria vida del músico articulada con el camino alemán hacia su propia noche. Pero lo que en este momento se me hace presente, lo que recupero ahora de ese libro espléndidamente escrito y cargado de una nostálgica sabiduría, es la descripción que Thomas Mann-Serenus Zeitblom hace del viejo tilo que permanece delante de la entrada a la casa de campo de los Leverkhünn. El amigo nos relata que cada nueva generación se plantea qué hacer con ese ejemplar añoso que incomoda el paso de los carruajes; el hijo mayor se promete, alcanzada la heredad, talarlo y liberar el sendero, pero una vez que se vuelve el señor de la casa no hace sino dejar al viejo tilo en su lugar; y así generación tras generación.
Ese árbol me fascinó desde el primer momento y hoy, cuando me topo en las calles de Buenos Aires con algún ejemplar de su estirpe, regreso al libro de Mann como a la época en que lo leí. Recorrer en primavera las calles de La Plata, respirar el aroma embriagante de los tilos que las habitan con una dignidad y belleza maravillosas, resulta una experiencia inolvidable. Las palabras que le dedica Serenus Zeitblom me siguen emocionando, como si en la perseverancia de ese árbol y en el respeto que se le debe como antiguo guardián de la casa se encerrase la idea misma de la continuidad, la fidelidad con el pasado que se repite con cada vástago y, sobre todas las cosas, la potencia testimonial de aquel viejo tilo que representa, bajo la forma de la literatura que es, también, la de la vida, la resistencia ante las modernizaciones al uso, brutales y barbáricas que siempre se hacen en nombre del progreso”, y que le siguen haciendo un daño abrumador tanto a la naturaleza como a nuestra memoria. La brutal tala y “poda” que se viene llevando a cabo de manera indiscriminada y criminal en calles, avenidas y plazas de nuestra ciudad es testimonio de una barbarie que se disfraza de modernización y que prefiere entregarles nuestra cotidianidad a los automóviles en el mismo instante en que destruye la vida.
3 En el comienzo de esta confesión hablé de mi amor por los árboles, escribí sobre algunos que se me cruzaron realmente en el camino y de otros que me deparó, como diría Borges, la literatura. Y sin embargo no me detuve en uno que habitó el centro de mi niñez, que cada vez que vuelvo a contemplarlo tiene la capacidad de llevarme, inmediatamente, hacia aquellos años y, en especial, hacia las calles de La Lucila en los años ’60. Bajo su tenue sombra tejí algunas de las conversaciones más significativas de mi vida, aquellas que se tienen con un amigo entrañable en esa etapa en la que todo es nuevo y decisivo; con sus frutos jugué partidos de fútbol que convirtieron las calles del barrio en un gigantesco estadio; también los utilicé como fabulosas municiones en las batallas homéricas que enfrentaban a los chicos de una calle contra los de otra; ese árbol pequeño y con un tronco nudoso estuvo siempre ahí, como compañero silencioso custodiando mis azarosas caminatas por el barrio. Tal vez siga guardando como insustituible el intenso contraste del verde oscuro de sus hojas con el naranja de sus frutos, de unos frutos que poblaban sus ramas añosas cuando el frío del invierno se hacía sentir, pero que caían de los árboles con los primeros atisbos de la primavera. El naranjo silvestre es el árbol de mi infancia, el amargor de su fruta es apenas una disimulada excusa que esconde su entrañable presencia y su dulzura, pese a que siempre me preguntaba para qué servía un naranjo que daba frutos amargos. Alguna tía me respondió: “Para hacer las mejores mermeladas que te puedas imaginar”. Destino del naranjo silvestre: cautivar la imaginación de un niño dándole la posibilidad de inventar distintos juegos y, a su vez, ofrecerse, desde el corazón de su amargor, para transformarse en un apetitoso dulce. Pocas son las criaturas que guardan tales promesas sin siquiera infatuarse por ello. Los hombres seguramente que no.