Estigmatizando al soberano
Recuerdo que me anotaron tarde para entrar a la secundaria que quería. Recuerdo que preparé los exámenes en catorce días. Recuerdo que no pegué un ojo y que me cagué de calor estudiando. Recuerdo la minifalda de Gabriela Carli, la profesora que me tomó el ingreso. Recuerdo que aprobé el examen con 97 sobre 100. Recuerdo que me agrandé como petiso en desfile de enanos. Y, por sobre todas las cosas, recuerdo que primer año lo terminé llevándome cuatro materias. Por pelotudo.
Nunca en mi vida existió un sujeto al que le tuviera tanto miedo como el que le tuve a la Profesora Santamartina, “La Santa”. Durante los primeros años de la secundaria era prácticamente un mito urbano, una leyenda a la que, encima, cruzábamos en el recreo.
Luego de aprobar el segundo año, se corrió el rumor de que la Santa largaba el colegio. Al volver a clases con las defensas absolutamente bajas, nos dio la bienvenida al curso la Santa. No sólo no se fue sino que tuvimos que sobrevivir a la experiencia de sufrirla en tres materias.
Éramos un curso algo bardero y teníamos la mala -y bien ganada- fama de haber hecho renunciar a algún que otro docente -dos de filosofía en un trimestre, buen promedio- sin embargo, con la Santa no pudimos, no supimos, no nos animamos. Luego de un duelo de tres días, un alumno regresó a clase tras el fallecimiento de su abuelo y la Santa lo hizo pasar al frente. En su defensa el alumno explicó lo sucedido. La Santa fue escueta: “Mi más sentido pésame. Tiene un uno.”
Por si no queda claro, no me generaba sensación de odio, sino uno de los peores cagazos de la vida. Del julepe que le tenía terminé haciendo mi mejor esfuerzo. No lo hice por querer quedar bien, sino por supervivencia: un ataque de la Santa era letal, aniquilante. Así y todo, no pude: la sufrí en las mesas de verano y arrastré una previa por el resto de la secundaria. Sí, fui un alumno de mierda: cuatro en primer año, dos en segundo, seis en tercero, dos previas para cuarto que se sumaron a la única que me llevé aquel año glorioso, y tres en quinto que rendí en marzo, cuando ya laburaba. Curiosamente, las que no me llevaba, las aprobaba con las notas más altas. Sin embargo, sea en la cursada, en diciembre, marzo o previa, para aprobar cada materia tuve que saber, y para saber tuve que estudiar.
Este no es un texto de “la maestra que más odie es la que más quiero” ni por lejos. A la Santa no la recuerdo con cariño, sino con un cagazo que todavía me dura. Sin embargo, nadie me estigmatizó por burro o vago ni me sentí una víctima de la sociedad. Contrariamente a lo que ahora nos quieren hacer creer, los únicos estigmatizados en el colegio eran los garcas, los que tenían el concepto de compañerismo más anulado que el de empatía humana.
Tampoco la pasé mal porque la Santa era jodida, dado que me llevé literatura en tercer año, cuando tenía una relación privilegiada con Gabriela, la rubia de minifalda de mi examen de ingreso. La adoraba y el trato era mutuo. Sin embargo, eso no le impidió bocharme por hacerme el boludo con un trabajo práctico. Y así fue cómo me llevé literatura a diciembre con todo lo que leía y ya escribía: por hacerme el banana.
Todo va más allá del trato condescendiente docente-alumno. Segovia es una de las mujeres más buenas que conocí en mi vida y pretendía enseñarme Matemática. La visité en mesa de examen de primero a quinto año, inclusive. Salí aprendiendo contra mi voluntad. Con De Bonis tuve una relación que nadie se atrevería a calificar de amistosa y, a pesar de estar perdidamente enamorado de ella, la volví loca en todas y cada una de las clases de Historia. Promedio diez en todos los trimestres. Con Amado Cattaneo tuve una relación de amistad que se prolongó fuera de la secundaria, así y todo me exigía el doble en cada prueba. Si algún sentimiento perdura a nivel eficacia escolar de aquellos años, no es estigmatización, ni odio, ni desprecio: es el de bronca conmigo mismo por tener que arrastrar las carpetas en vacaciones.
Esto no pretende ser un análisis que busque generar polémica frente a la revancha de los nerds de Flacso que administra nuestra educación desde finales de los años ochenta, con los gloriosos resultados en los rankings internacionales a la vista de todos. Básicamente, porque tuve la fortuna de que mi viejo, a pesar de contribuir a la educación pública con sus impuestos, pudo hacer el esfuerzo de bancarme una escuela privada que, si bien debía obedecer a los lineamientos del Gobierno, podía darse el lujo de moverse entre ciertos márgenes.
Tampoco quisiera que me vengan a correr con que “los tiempos cambiaron, los pibes ahora tienen celulares”. No hay forma de justificar los atentados a la gramática y el tremendo empeño que le ponen a la tarea de asesinar la lengua castellana. Ya no hay justificación para la burrada y nunca la hubo: antes, un trabajo práctico nos obligaba a tomarnos un bondi, perder tardes enteras en bibliotecas y hemerotecas, visitar una veterinaria para un trabajo de biología o lo que fuera. Hoy cuentan con la Biblioteca de Alejandría en el bolsillo y el Estado pide tenerles piedad.
Los expertos en materia educativa afirman que los que apoyan el sistema numeral hacen una cuantificación bancaria de la educación. Increíblemente, no se dan cuenta que no jode el número, sino la causa, y que ellos planteen todo en concepto de teorías cuando los conejillos de indias son generaciones completas de personas que no volverán a la escuela una vez finalizada la cursada y que deberán arrastrar de por vida la enseñanza de mierda que recibieron. No es una cuestión de programas educativos, no más, es una cuestión cultural. Y eso, lamentablemente, no se puede enseñar con un libro, sino generando la curiosidad por el mundo que nos rodea. Una buena: al menos aprenderán de pequeños que se pueden conseguir mejoras por derecho sin cumplir con las obligaciones.
Si no aceptan la cultura del trabajo meritocrático, jamás podrán dimensionar lo que significa el sistema de premios y castigos individualista de un alumno, que se siente gratificado si aprobó, o como el orto si le fue mal. No son infradotados a los que hay que mantener en una nube de pedos, son seres humanos que el día de mañana deberán salir a la calle a enfrentar una realidad en la que no conservarán el empleo si hacen las cosas mal porque los jefes no creen en la estigmatización del inoperante. Salvo, claro, que consigan un puestito en el Estado.
Y a los que creen que habría que probar, no más, y que el resultado se verá más adelante, les cuento que el 100% de los adultos bonaerenses sub 28 son hijos de la reforma educativa provincial y nadie se ha atrevido, todavía, a cruzar los datos con las estadísticas de los jóvenes que no estudian ni trabajan.
No conseguí ninguno de mis trabajos por mis analíticos académicos, sino por lo más básico y elemental que me enseñaron todos y cada uno de mis profesores, los que adoré, los que odié y aquellos a los que les tuve el cagazo de mi vida: la meritocracia, esa noción, hoy utópica, de obtener lo que se quiere tener en base al esfuerzo.
En mi vida laboral, como en la de cualquiera de ustedes, me encontré con otra realidad que dicta que, en base a los contactos, podés conseguir incluso el laburo que no querés. Y ahí fue que mi absoluta carencia de contactos tuvo que ser suplida con el esfuerzo: porque frente al hijo del jefe, no te queda otra que partirte el lomo o renunciar.
Obviamente, esto es algo que cuesta dimensionar en un país en el que tenemos un presidente cuyo mérito es haberse casado con su predecesor, pero si esto no sirve para entender que todo gira en torno a una cuestión cultural, nada lo hará.
Y si alguno supone que no es tan grave y que todo da lo mismo, estaría bueno pensar por un segundo en la importancia de aprobar cualquier materia gracias a haberla aprendido. Nadie que tenga nociones mínimas de lengua diría que una persona que dice “interperie” y “la aula” es una gran oradora. Ningún egresado por mérito celebraría los acabados conocimientos de una mina que tira “hache dos cero” como fórmula química del agua. No existe un sujeto que haya aprobado Educación Cívica, Instrucción Cívica, Formación Ciudadana, ERSA o el nombre que le haya tocado en suerte, que celebre a un puñado de eunucos ideológicos que no tienen drama en confundir Gobierno con Estado, democratización con socialización, estatización con confiscación y pluralidad de voces con coro monocorde.
Cualquiera que haya tenido una educación medianamente decente tiene una comprensión crítica lo suficientemente desarrollada como para preguntarse por qué se festeja la construcción de un edificio delirante con un país en recesión y que se arrodilla para pedir a los chinos que tiren un hueso, como también se da cuenta de que es un delirio hablar de “Central Park” argentino en la desembocadura del Riachuelo. Cualquiera que tenga un mínimo de comprensión de su entorno se daría cuenta de que si la Presidenta presenta como éxito un plan para comprar en doce cuotas sólo por tres meses, es que estamos al horno y con el gas al palo.
Si implementaran una encuesta en todas las mesas de votación para preguntar a cada votante las funciones y obligaciones de un senador, un diputado, un gobernador, un intendente, un concejal, un vicepresidente y un presidente, se asustarían del resultado. Y son cosas que se aprenden en la escuela.
Nadie se atrevería a negar que la educación argentina viene en caída libre hace años cuando el ministro de Economía de la Comunidad del Anillo cree que el pretérito indefinido tercera persona plural de “reproducir” es “reproducieron”. A veces creo que Kicillof no usa corbata no de rebelde, sino porque no le sale el nudo, pero más allá de eso, egresó del Nacional Buenos Aires y tiene un doctorado en la UBA. O sea que el profesor que le enseñó a Kicillof hace 25 años, ya fallaba.
Si lo pensamos culturalmente, la escuela como institución inclusiva y de entrenamiento para la vida en sociedad del adulto, caducó. Los dirigentes de turno hicieron todo lo que tuvieron a su alcance para que esto suceda y hoy vemos, con total tranquilidad, cómo la ministra de Educación bonaerense defiende la nueva modalidad en que “en otros países también sucede”, cuando lo que no sucede en otros países es no encontrar un piso para el derrumbe de la calidad educativa.
Hoy, los defensores del “probemos con lo nuevo, que lo viejo fracasó” utilizan como argumentos la antigüedad de la Ley de Educación y se hacen bien los boludos con la cataratas de reformas que le metieron en las últimas décadas. Ahora afirman que es difícil fomentar el estudio con las distracciones de la tecnología, como si todos hubiéramos crecido en un páramo. Los sub 35 crecieron con videojuegos portátiles y sumaron esta distracción a la de los sub 40, que lidiaron con el flagelo de educarse con las consolas hogareñas, los walkman y los fichines a la vuelta de la esquina. Estos, a su vez, añadieron sus distracciones a las que ya habían padecido el resto de los mortales que conservan su vida: televisión y radio. Y el que no tenía luz, tenía la pelota, la hermana que lo jodía, el perro que se enfermó o una mosca que pasó volando. Así y todo, salieron ingenieros, premios Nobel, médicos, gigantes académicos, empresarios, todos los que nos hicieron mundialmente famosos -menos los futbolistas- e, increíblemente, los mismos tipos que dicen que el sistema de calificaciones estigmatiza a los chicos de ahora y no a todos los que pasaron por un aula desde los tiempos de Hernandarias.
Si tuvieran un cachito de dignidad, reconocerían que lo único que hacen es mantener y acrecentar el estigma de haber egresado de una escuela pública. Algo que ni Daniel Filmus, ex director de Flacso y personaje determinante en todos los experimentos educativos de las últimas décadas, eligió para sus hijos.
Entre tantos experimentos podrían volver a la idea de Spencer de que “educar es formar personas aptas para gobernarse a sí mismas, y no para ser gobernadas por otros”, pero claro, eso eliminaría en un par de generaciones la necesidad de seguir a un líder que nos proteja en vez de, sencillamente, votar a un administrador temporal del Estado.
Viernes. No se puede prohibir por ley que la mina que te gusta te rebote en un baile del Colegio, y sin embargo es la peor de las sensaciones.