Buena nota de Andres Burgo:
[spoiler]El Woodstock del River de Gallardo: el amor en medio de la guerra
20 / 12 / 2014 - Por Andrés Burgo
En la Centenario Alta fuimos testigos de cómo Maxi (otro de los amigos con los que vivimos los últimos cinco años de montaña rusa de River), le dijo a Manu, a su hijo adolescente de 16 años, como si por fin cumpliera el regalo tantas veces prometido: “¿Viste? Este es el River del que siempre te hablé”, y entonces Maxi gritó “Volvimos carajo”, y no lo estaba haciendo después de una vuelta olímpica sino de la octava fecha.
El 2014 que se va debería quedarse entre los mejores años de un argentino futbolero promedio y no sólo en gratitud a la selección subcampeona del mundo en Brasil, esa versión bicéfala entre la creatividad de Lionel Messi y la ingeniería de Alejandro Sabella, un técnico tan atípico para la biosfera del fútbol al que sospecho no le fuimos lo suficientemente agradecidos: un tipo humilde, que no lleva el odio en el cuerpo, no ve conspiraciones y no se queja de los árbitros.
Aclarada esa pleitesía, el 2014 regaló lo mejor que puede ofrecer el fútbol, y es la reivindicación. San Lorenzo campeón de la Libertadores por primera vez en la historia, Racing campeón por primera vez en los últimos 13 años y por segunda en medio siglo, Huracán sumándose una estrella por la Copa Argentina en un festejo que no repetía desde 1973 y River (mi equipo) haciendo cumbre en un doble Everest que hacía mucho no escalábamos: eliminar a Boca en un duelo de pistoleros, mano a mano, y levantar una copa internacional, la Sudamericana, una de esas que mirábamos por tele desde 1997. Ya suena tan lejano el título de River en el torneo Final, en mayo de este año y con Ramón Díaz como técnico, que injustamente (o no tanto, interpretarán otros) quedó ruborizado detrás de estos dos triunfos conseguidos en el segundo semestre de 2104.
Aun con el riesgo de pluralizar lo que son experiencias individuales, sospecho que varios de nosotros, los reivindicados por el fútbol este año, los de San Lorenzo, Racing, Huracán y River (y los de Temperley, Sarmiento y Aldosivi, los equipos ascendidos a Primera después de décadas; y por qué no los de Chacarita, con su primera vuelta olímpica tras dos descensos consecutivos), redescubrimos en 2014 una sensación olvidada: que el fútbol, tu equipo, un pedacito tuyo, también te puede hacer feliz, pero no esa palabra que de tan usada a veces pierde su fuerza y su belleza, sino feliz-feliz.
A lo que me refiero es a despertarte pensando en fútbol y darte cuenta que sí, que es real, que lo que pasó anoche en la cancha fue mejor que lo que habías imaginado, que al fin quedó atrás esa maldita nube de lluvia que te perseguía, y entonces te levantás y salís de tu casa a trabajar, a pasear, a pispear mujeres (u hombres), a vivir, a lo que sea, y en tu cabeza seguís jugando el partido del día anterior, y volvés a zambullirte en el gol que te abrió la sonrisa que llevás ahora, o en la atajada redentora, y mientras esperás el colectivo o andás en bicicleta otra vez apretás el puño y tarareás canciones y estás atento a si pasa otro hincha vestido con el escudo o con la remera de tu club para guiñarle el ojo, sin que nada más te interese porque todo lo importante que podía pasar ya pasó, y está adentro tuyo, y es que tu equipo te volvió a hacer todo lo feliz que el fútbol es capaz.
Lo otro que hace a la condición de un hincha (de cualquier equipo) lo sabíamos de sobra. La identificación más allá del resultado, el compromiso y la fidelidad para estar en las buenas y en las malas, la resiliencia o simplemente, y de esto se trata todo, la alegría de pertenecer a un equipo como parte indisociable de tu vida. Eso no había que repetirlo: estaba incorporado, ya sabíamos (o así debería ser) que no somos hinchas de un equipo para festejar victorias sino para identificarnos con una causa. De lo que nos habíamos olvidado era de los triunfos, y no de un triunfo de fin de semana o hasta de un campeonato pasajero, sino de uno fuerte, como en este caso, y más allá del valor que cada hincha le dio al título de su equipo, vivieron (vivimos) los de San Lorenzo, Huracán, Racing y River (y, claro que sí, los de Temperley, Sarmiento, Aldosivi, Chacarita y hasta Crucero del Norte –un caso muy peculiar al tratarse de un equipo con tan pocos años de historia-).
Lo interesante es que, dentro de esos grandes triunfos que actúan como una central nuclear de felicidad, se abren diferentes géneros. En el segundo semestre de 2014, y bajo la dirección técnica (y espiritual) de Marcelo Gallardo, River consiguió tres hitos. Dos fueron apuntados en el segundo párrafo de esta nota: la Copa Sudamericana y la eliminación a Boca en las semifinales de ese torneo, una alegría en particular que, muy lejos de ser una matrioska inferior dentro de la muñeca más grande (la Copa), también tiene vida propia. El tercer triunfo en el segundo semestre fue uno mucho más difícil de etiquetar, así que desde aquí escribiré en primera persona: River volvió a jugar al fútbol como hacía 15 o 20 años que no podía, al menos desde el ballet de 1996 y 1997, y créanme que también eso te hace feliz. No sé si más que un título, pero tampoco sé si menos.
Ser hincha es también intercambiar decenas (por no decir centenas) de mensajes por día (por no decir por hora) en grupos de WhatsApp. El temario en La Trezeguet, con Mencho, Esteban, Ernesto, Edu, Coco, Pato, Abel, Pollo y Mariano, varía desde la cronología de sponsors en la camiseta hasta jugadores de River con apellidos esdrújulos. En medio de esa anarquía roja y blanca, y en un rapto de solemnidad, Mencho escribió después del último partido del año: “El 2014 fue impresionante: ganamos un título local, una Supercopa contra San Lorenzo que nos clasificó a la Sudamericana, después ganamos esa Sudamericana eliminando a Boca en las semifinales, les ganamos también en la Bombonera y de los ocho clásicos del año no perdimos ninguno. Y además en 2015 vamos a jugar cinco copas”.
El listado de triunfos parecía completo sino fuera que Abel, el único de la Treze que bancó abiertamente a Gallardo antes de su presentación (eran días de Mundial y la mayoría lo recibimos con una bienvenida cautelosa, como si oliéramos un semestre de transición), le salió al cruce: “Te olvidaste de lo más importante: volvimos a jugar como nunca, volvimos a cantar ‘Este es el famoso River, el famoso River Plate, bájense…’”.
Si lo que decía Mencho era una verdad rigurosa, la cronología de títulos en el año, la réplica de Abel fue una verdad poética: la apología de fútbol que regaló River en seis o siete partidos de 2014, los primeros del segundo semestre, no la olvidaremos por varios años. Incluso muchos honraremos al comienzo del Transición con más afecto que algunos títulos del pasado, esos semestres alicaídos mientras en simultáneo perdíamos Copas Libertadores. Esta versión exprés de La Máquina en colores no le habrá sumado una estrella a la lista de títulos del club (porque de hecho Racing fue el campeón) pero no puede no considerarse como uno de los tres grandes triunfos de River a partir de agosto. Aunque ya entre noviembre y diciembre el campeón de la Sudamericana (y el que eliminó a Boca) terminó siendo un equipo bravo, de facón en la cintura (orbitando alrededor de la zurda de Pisculichi y las pillerías de Teo Gutiérrez, pero no menos del caudillaje reciclado de Ponzio, los goles de pelotas paradas y una defensa y un arquero incomparables en los últimos 10 años del club, en definitiva un grupo con carácter que no se habría ruborizado enfrente de Ruggeri, el Tano Gutiérrez, Gallego, Alonso, Enrique, el Búfalo Funes y los otros cuchilleros del 86), en realidad fue el comienzo del ciclo de Gallardo el que supuso un regreso a Tierra Santa. Agosto de 2014 fue un viaje a nuestra infancia o juventud, al River que había desaparecido hacía tanto tiempo que ya no lo esperábamos de vuelta, y que posiblemente haya llegado a la cumbre en el 4-1 a Independiente, el partido en el que se lesionó Matías Kranevitter, para después reciclarse en otro tipo de equipo (no menos competitivo, sí menos celestial).
Los dos primeros partidos de la Gallardeta, en verdad, uno por la Copa Argentina ante Ferro en Salta y otro por el debut en el torneo Transición contra Gimnasia en La Plata, no habían dejado demasiado señales para el entusiasmo. El cambio, que evidentemente ya germinaba en los entrenamientos, se reveló en la segunda fecha del torneo, ante Central en el Monumental. Recuerdo cómo en el entretiempo, después de 45 minutos (insospechadamente, por entonces) de altísimo nivel, y mientras el estadio ovacionaba por primera vez a Gallardo al grito de Muñeee Muñeee (era su debut oficial de local y ganábamos 1 a 0), les dije a mis amigos en la Centenario Alta:
-Que renuncie el Muñeco ya mismo así se va por la puerta grande…. Mejor que esto no vamos a jugar,- opiné medio en serio y medio en broma, asumiendo que el fútbol te puede tratar como a un perfecto idiota en cualquier momento, y que éste sería uno de esos casos.
Pero al 2-0 contra Central (golazo de Pisculichi y ya no de Piscuquién en el segundo tiempo) le siguió un 4-0 a Godoy Cruz en Mendoza y fue como un flash, un pellizco, que no esperábamos. Creíamos que ganar y jugar más o menos bien (dos o tres buenas jugadas por partido, cierta autoridad para manejar el trámite, no pasar sobresaltos, solidez, eso que se llama “inteligencia”, salir campeón) era lo máximo que se podía pedir, cuando de repente nos encontramos con un equipo que convertía un gol y quería otro y hacía el tercero y buscaba el cuarto, y al partido siguiente volvimos a jugar muy bien, y viste lo que fue el golazo de Sánchez, y viste cómo Rojas juega de primera con Piscu y Mora se asocia con Teo y Vangioni es un tren por la izquierda y Mercado por la derecha, y Sánchez (sí, Sánchez) que levanta la cabeza y hace pases al pie, y no extrañamos nada a Carbonero ni a Ledesma ni a Balanta, y Maidana y Funes Mori son dos caciques y Kranevitter es Mascheranito y en eso estábamos, enamorándonos del fútbol y no haciendo matrimonios forzados con los resultados, cuando a los pocos días jugamos contra Defensa y Justicia y otra vez ganamos fácil y ya empezamos a codearnos, parece que esto va en serio, si hasta cantamos “este es el famoso River, el famoso River Plate, bajénse…”, el himno ganador de los años 90 y un volver a gritarlo que fue la síntesis del año, y al domingo siguiente comenzamos perdiendo 1-0 con San Lorenzo en el Nuevo Gasómetro pero se lo dimos vuelta 3-1 y a la fecha siguiente, contra Tigre, alguien dijo “pero esto es como el equipo del 96” y algo de verdad habrá tenido porque nadie le dijo que estaba loco y en eso, después de un empate 1-1 con Arsenal, le ganamos 4-1 a Independiente y en medio de los minutos que otra vez le sobraban al partido, porque River liquidaba a sus rivales antes de tiempo, en la Centenario Alta fuimos testigos de cómo Maxi (otro de los amigos con los que vivimos los últimos cinco años de montaña rusa de River: agonía, descenso, regreso, títulos locales, internacionales y volver a jugar como ya no soñábamos), le dijo a Manu, a su hijo adolescente de 16 años, como si por fin cumpliera el regalo tantas veces prometido: “¿Viste? Este es el River del que siempre te hablé”, y entonces Maxi gritó “Volvimos carajo”, y no lo estaba haciendo después de una vuelta olímpica sino de la octava fecha.
Más o menos en medio de aquella borrachera, el 29 de agosto, y después del 3-0 a Defensa y Justicia (o sea un poco antes del 4-1 a Independiente de comienzos de septiembre), escribí aquí en Informe Escaleno: “En cierta forma, ir a ver a este River de Gallardo en el comienzo de este torneo Transición 2014 es totalmente diferente, no a toda la vida pero sí cómo mínimo a los últimos 15 años. Es muy pronto para hablar de revolución, y tres partidos no son medida de nada (corren el riesgo de quedarse en una burbuja en el tiempo). Sin embargo, el River de Gallardo consiguió algo que no habían podido los últimos equipos campeones, los de Manuel Pellegrini, Leonardo Astrada, Diego Simeone y Ramón Díaz en su tercer ciclo, y Matías Almeyda en el ascenso: pellizcarnos, emocionarnos, redescubrir que el fútbol puede hacerte feliz a cambio de nada y no sólo por ganar un partido o un título o por prender la tele para ver al Barcelona de Messi y Guardiola”.
Después River dejaría de ser la sinfonía del Bayer Muñe y se convertiría en un boxeador golpe por golpe (en los cuartos de final de la Sudamericana contra Estudiantes) y en un ajedrecista/karateca (en las semifinales contra Boca) para cumplir el objetivo central: ganar un título. Pero en aquellos días de ballet, y mientras estábamos embobados por el juego que creíamos olvidado, como periodista tuve que entrevistar a un futbolista de River. Una vez terminada la nota, le conté lo que ese equipo nos había trasladado a los hinchas: que ya no queríamos que los partidos se terminaran sino que duraran muchos minutos más, que valorábamos que el equipo hiciera un gol y que en vez de replegarse buscara convertir otro y después otro y después otro, y que nos encantaba cómo jugaba para atacar pero que además supiera defenderse sin encerrarse en la cueva.
-De cómo juega este equipo, de estos partidos, me voy a acordar mucho más que de varios títulos,- le dije.
-¿Sabés que a mí me pasa lo mismo? Yo salí campeón un par de veces (no sólo había ganado el reciente Final 2014 sino también había sumado títulos en clubes anteriores), pero esto es diferente a todo. No es sólo ganar. Y esto es más difícil- me respondió.
Hasta que, ya en el final de una charla que había sido amable, me despedí de una manera bastante tosca: “Sí, igual tienen que ganar algún título, ¿no? Si no ganan es como que va a faltar algo”.
Enseguida me arrepentí y aunque no volví a hablar con ese jugador y seguramente él habrá olvidado la charla, percibí que mi comentario no le había caído en gracia. Algo así como “dejame disfrutar, flaco”. Sin embargo, ya varios meses después, y con River campeón de la Sudamericana, creo que aquella frase, más allá de su torpeza, era cierta. Amé cómo jugó River en las seis o siete fechas de comienzos de semestre (a tal punto que escribo para reivindicar esos partidos en un podio junto a la Sudamericana y el triunfo en el superclásico) pero este texto no sería honesto si no reconociera que aquella borrachera de fútbol, por hermosa que haya sido, se habría quedado coja sin la Sudamericana.
El festejo del Monumental el 27 de noviembre, después del triunfo contra Boca en las semifinales, fue una de las dos o tres mayores catarsis que presencié en un estadio, una purga emocional que siguió en los días siguientes, con hinchas dejando el televisor encendido en Fox Sports durante una semana para captar las repeticiones del partido o entrando a internet para escuchar los relatos partidarios del penal de Barovero y Gigliotti. Las razones del festejo fueron muchas, desde las históricas, como lo mal que nos había ido contra Boca en los cruces internacionales anteriores, hasta las del presente, como que de repente la Gallardeta podía quedarse sin nada (a esa altura ya había declarado de segundo orden de interés al torneo de Transición) y justo contra Boca, todo potenciado por un fútbol que vive de la burla. De hecho, la pregunta más recurrente en las conferencias de prensa previas a la serie no había sido qué equipo tenía más para ganar sino qué equipo tenía más para perder.
De los tres triunfos de River en el semestre (título internacional, eliminar al clásico rival y jugar como no hacíamos hacía más de una década), el golpe de nocaut a Boca y la Sudamericana están emocionalmente un escalón por encima de aquel puñado de partidos de principio de semestre. Dicho eso, agosto de 2014 fue nuestro Woodstock: el amor por el fútbol en medio de la guerra.
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