Era una radiante mañana de sábado y un batallón de soldados argentinos marchaba por el playón al ritmo de una canción de Xuxa. Ese surrealismo blindado acontecía, durante los años noventa, en el mismo cuartel de Palermo Viejo donde parte de mi generación había hecho la conscripción, allá por las lejanas épocas de la dictadura militar y bajo el mando galvanizador del general Antonio Domingo Bussi. Nunca más habíamos traspuesto esos límites y veredas sombrías, y ahora lo hacíamos con nuestros hijos, de paseo y en calidad de curiosos visitantes. Menem había dispuesto que se realizara una muestra abierta al público para “reconciliar a la sociedad con el ejército”, y entonces el área del Comando del Primer Cuerpo y del Regimiento I de Patricios se había convertido en una gigantesca kermesse. Padres que hacían cola para que sus hijos se deslizaran por el aire con un arnés de paracaidista o para que treparan a los tanques y a los Unimogs. Oficiales que parecían relacionistas públicos y que mostraban en tiendas de campaña el uso de las armas y la cartografía. Cabos que le vendían a cualquier vecino chaquetas, birretes, borceguíes, bayonetas y otros souvenirs de aquel verdadero outlet bélico. Y un disc jockey que cambiaba de vez en cuando a Xuxa por los Rolling Stones.
Menem había decidido, por la vía del ahogo presupuestario, desmantelar los últimos vestigios del poder militar. Refiere Máximo Badaró, en su flamante ensayo “Historias del ejército argentino”, que ya en 1993 las Fuerzas Armadas “presentaban un cuadro de desmovilización y desarme de hecho que implicaba una fuerte reducción en su tamaño, la desactivación de su capacidad militar y la caída en el nivel de formación y adiestramiento de sus cuadros”. Recuerdo que cuando entré con mi hija en el antiguo Casino de Oficiales, durante aquella “fiesta de la alegría” noventista, observé que efectivos en traje de neoprene y snorkel subían a los chicos a pequeñas balsas de goma y los remolcaban con una cuerda marinera por la pileta de natación. Le pregunté a un sargento mayor si aquellos hombres rana eran soldados rasos. “No, señor, son un cuerpo de elite -me respondió con cansancio moral-. Son nuestros buzos tácticos”. Sonaba en ese momento una canción del capitán Piluso. Y tuve la certeza de que nuestro país no tenía destino. Había pasado sin escalas del militarismo a la caricatura, y de la omnipotencia militar a la humillación. Ahora renunciábamos, en nuestro frívolo péndulo de siempre, a lo que cualquier nación jamás renunciaría: a tener fuerzas armadas robustas y profesionalizadas. Lo contrario de una necedad puede ser una estupidez.
Desde entonces hasta hoy mismo los militares democráticos y honestos han hecho lo que podían: se adaptaron a las vacas flacas, lidiaron con el estigma y la indiferencia general y perfeccionaron sus conocimientos técnicos. Todo este período tuvo, a pesar de esos graves errores, la virtud de dinamitar el perfil de las Fuerzas Armadas como factor político. Hace varios lustros que dejaron de serlo. Nadie podía imaginar que el peronismo, que las había reducido a la modestia, las devolvería a la arena partidaria. Y mucho menos este peronismo que actúa en nombre de una cierta progresía. La llegada de César Milani al Estado Mayor General ha logrado que, tras años de sana profesionalidad, regresen los almuerzos y cenas políticas a los regimientos. En nombre de una idea que ya era vieja en los años cincuenta -el ejército nacionalista con operatividad social-, un jefe irradia la ideología de la facción que gobierna. Busca consolidar así un ejército que se guíe por la lógica del Frente para la Victoria.
En el cristinismo aseveran que a quienes cuestionan a este general por sus relaciones con la dictadura militar y con el espionaje interno, en verdad lo que más les preocupa es precisamente esta “repolitización”. Es cierto: el nuevo jefe militar puesto por la Presidenta podría no tener ningún antecedente represivo y podría incluso pertenecer al arma de Ingenieros, y aún así su gestión sería potencialmente peligrosa por muchas razones. Una sola: porque jugando con fuego tal vez el Gobierno logre, sin querer, resucitar con esta acción el desaparecido partido militar, que tantas jaquecas trajo a la democracia argentina.
Sería cruelmente irónico que fueran justo estos dirigentes quienes obtengan semejante resultado. Aunque esta clase de contrasentidos combinan perfectamente con el drama profundo de quienes gobiernan. El kirchnerismo se ha vuelto un cuento fantástico. Parece la alegoría borgeana de un hombre que decide luchar denodadamente contra otro, demoliendo sus valores e ideas. Hasta que diez años después se asoma de pronto a un espejo y descubre con horror que se ha transformado inopinadamente en su enemigo. A odia a B, le da batalla encarnizada durante una década, y al final se convierte en lo que combatía.
Es interesante pensar qué hubiera sucedido si el 25 de mayo de 2003 les hubieran dicho a los militantes que ese gobierno terminaría paradójicamente destruyendo el prestigio de Estela de Carlotto . Que anularía los organismos de control, toleraría la corrupción política, condicionaría a los jueces independientes, destrozaría la regla de los superávits gemelos, descuidaría las reservas, crearía un corralito para el dólar, alentaría la inflación, le metería mano a la caja de los jubilados para sostener el gasto corriente, conviviría con la convulsión social y practicaría una inédita gestión unitaria. Este último punto crucial es analizado por Juan Llach en su libro Federales & Unitarios en el Siglo XXI. Allí el sociólogo y economista explica que el kirchnerismo puso en marcha un insolente “federalismo de amigos”, que consiste en sacarles recursos a todos, para luego poner en fila a los gobernadores con el objetivo claro de premiar a los mansos y castigar a los díscolos. Si Menem hubiera tenido este instrumento de dominación habría podido extorsionar a Néstor Kirchner para que le pusiera un bozal a su esposa, que no se cansaba de lanzar rayos y centellas de última hora contra el riojano, su reciente ex jefe político.
La desgracia de emprender una guerra contra las creencias de un rival ideológico y luego, en el arqueo y balance, descubrir con sorpresa que se realizó lo que se odiaba, tiene dos ejemplos dolorosos.
El primero se relaciona con la desigualdad, que según un estudio bastante benigno de la UCA se incrementó en los últimos ocho años: hay por lo menos diez millones de pobres en la Argentina. Y es una pobreza severa, amasada durante una década de viento de cola y dispendio.
El segundo tema se vincula con el Estado, que el kirchnerismo vino a reivindicar. Tener una dialéctica favorable a la administración pública y bastardearla con una ineficacia manifiesta implica hacerles el peor de los favores a los ideales de origen. Es tan grande la orfandad que sienten los ciudadanos frente a un Estado bobo, ausente, gastador y sospechoso que el kirchnerismo acabará provocando una fobia antiestatal. Así como Menem con su mala praxis se cargó las bondades de lo privado, Cristina puede hundir para siempre las cualidades de lo público.
El peronismo, queriendo ser a la vez el veneno y el antídoto, no puede disculparse de estas demoliciones fluctuantes. La misma frivolidad inescrupulosa que antes mandó marchar a los soldados descafeinados bajo las canciones de Xuxa, hoy manda a los oficiales de alta graduación a aprenderse de memoria la apócrifa y triste lección del relato.
Jorge Fernández Díaz
El kirchnerismo se convirtió en lo que combatía - 29.12.2013 - lanacion.com *