Para los que les gusta leer y (muy especialmente) para los que NO les gusta leer, les dejo un cuento que escribí estos días, aclarando que todos mis cuentos están ambientados en la Quebrada de Humahuaca y la Puna Jujeña:
VELAS NEGRAS.
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Le doy diez mil pesos si lo hace [i]almita[/i] al [i]puta[/i] ese del Dionisio: cinco mil ahora y el resto cuando cague esa mierda.
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¿Y por qué querés hacerlo cagar, si se puede saber?
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Porque era mi mejor amigo y me ha [i]guampeao[/i]…
La verdad es que me importaban poco las razones y estaba pensando en la oferta, que era grande para ese tiempo.
Hasta ese momento, no había hecho trabajos, pero andaba sin un peso desde hacía rato, así que le seguí la corriente. Era cuestión de armar una buena escena para que largue la plata, porque con cinco mil pesos pagaba mis deudas y me quedaba algo en el bolsillo. Que el resto no lo cobrara nunca no me importaba.
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Venite un ratito antes de la medianoche y traete una foto de él.
Como no tenía velas negras, pinté una y busqué un cráneo de cordero que andaba tirado por el campo, viejo ya por el tiempo.
Volvió pasadas las once con la foto. Al llegar la medianoche, prendí la vela, dejé chorrear cera sobre el cráneo y la pegué encima. Quemé la foto, asegurándome que quede toda hecha cenizas.
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Listo. Ahora dame la plata y esperá, nomás.
Se fue contento en su inocencia y me quedé con los billetes, pensando que allí se terminaba este asunto.
Para mi asombro, a la semana el Dionisio se fue para el otro mundo. Pensé que era casualidad y no le quise dar más vueltas al tema, pero se corrió la noticia y no faltaron los que vinieron para lo mismo: una suegra jodida, un amigo traicionero, alguien que se quedó con plata ajena… Dicen que no hay que rechazar el trabajo que Dios nos manda, así que agarré los encargos, pero, eso sí, empecé a cobrar más caro, porque se morían toditos.
Había difuntiao a cuatro o cinco, cuando me cayó el cabo Gualampe, bastante asustau el pobre.
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Don Faustino, hay un comisario nuevo y quiere verlo.
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¿Y [i]pa'[/i] qué, si yo no he [i]hurgao[/i] en casa ajena?
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[i]Usté[/i] no diga nada, pero parece que alguien le dijo de un asunto de velas negras… Yo no tengo nada que ver, [i]usté[/i] lo sabe… Yo tengo que cumplir las órdenes, porque si no me joden la vida…
El comisario nuevo era uno de esos citadinos agrandaditos y palanganas que suelen caer por estos pagos.
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Me dijeron que vos andás jodiendo con velas y haciendo cosas raras – me dijo de entrada, sin siquiera saludar y tuteándome como si fuéramos viejos amigos.
No me gustaron ni la falta de saludo, ni el tuteo ni, mucho menos, que se ande metiendo con mis cosas; así que le pegué una encarada como de toro mañero:
- Sólo los ignorantes creen que prendiendo una vela le puede pasar algo a una persona.
De más está decir que no le hizo ninguna gracia mi respuesta: se puso hecho una furia y parecía que los ojos se le iban a salir de la cara de chancho bien alimentao que tenía. - ¡Lo que sea! ¡Te dejás de joder y listo! Y ahora ándate, carajo, que tengo mucho que hacer.
Cuando salía, le dije en voz bastante alta al cabo Gualampe: -
Ahorita mismito voy y le prendo una vela al puta este.
Fui a la biblioteca y busqué la página del Pregón donde había salido la noticia de la designación del comisario. Como lo suponía, había una foto del acto de asunción del cargo, así que corté ese pedazo y me lo llevé a casa. A la noche le prendí una vela: dos días después un accidente le dio la categoría de difunto.
Eso acrecentó mi fama y me ganó clientes de lugares lejanos. Un día llegó en el colectivo un forastero jovencito, con más remiendos que un franciscano y con cara de pocos amigos. Me puso una foto sobre la mesa. - Quiero que lo haga cagar al jodido de mi viejo.
- ¿Y por qué, si se puede saber?
- Porque tiene campo y está podrido en plata, pero me hace laburar como un perro y no me larga un mango ni para el baile.
Era una razón tan buena como cualquier otra. - ¿Y cuánta tierra tiene tu tata?
- Mil hectáreas en Monte Rico.
- Bueno: entonces cien son para mí.
- Es que tengo una hermana y reparto con ella la herencia…
- Serán cincuenta, entonces.
La vela funcionó y al mes me estaban llamando de una escribanía de Jujuy para firmar la escritura que me hacía propietario de cincuenta hectáreas en Monte Rico. Como no sirvo para productor agropecuario, las alquilé en una buena plata.
Habían pasado un par de meses cuando apareció una chinita, también forastera y de buena presencia. - Quiero que prenda una vela para el hombre que mató a mi papá.
- Bueno, pero me tenés que traer una foto del tipo, porque sin foto no puedo hacer nada.
- Usted la puede conseguir más fácil que yo: es la suya…
Recién ahí me di cuenta que tenía un parecido con el forasterito que me hizo propietario agrícola. No me gustó nada la cosa, así que, con una sonrisa, apelé a la frase que había usado con el comisario (Q.E.P.D): - Sólo los ignorantes creen que prendiendo una vela le puede pasar algo a una persona.
- Entonces no va a tener problema en prenderla ¿no?
La sonrisa no se me borró, pero reconocí por dentro que la chinita me había jodío. Sólo podía hacer una cosa (y rogar que me salga bien). - Si vos querés… Pero va a tener que ser un pago muy especial: vas a tener que pasar esta noche conmigo.
- Esta noche vengo, entonces, pero espero que cumpla…
- Yo siempre cumplo, ¡y en todo!
Volvió a la noche. Recién se había bañado y tenía las chaskas mojadas, goteando agua sobre los hombros. Después descubrí que se había puesto ropa interior roja, con más puntillas que las que había en toda la lencería de Doña Jova. - ¿Querés tomar algo?
- ¿Para qué perder tiempo? Vamos a lo nuestro, pues.
Fuimos a lo nuestro y, la verdad, es que lo pasé muy bien. Se notaba que era chinita de ciudad y tenía mañas que no tienen las del pueblo; mañas que solo había visto en las amuebladas, en las épocas en que solía frecuentarlas cuando era chango y me sentía un añacho.
Amanecía. Ya vestidos, busqué una vela, la prendí y la puse sobre el famoso cráneo de cordero. En el momento en que el sol entró por la ventana, quemé mi foto hasta que no quedó nada de ella.
Se despidió en la puerta con un beso. - Sería una lástima que funcionara, porque tenés “buena cama”.
La vi bajar por la calle Padilla, con ese zarandeo de mujer de ciudad, recordando su lencería roja y sintiendo todavía su perfume. Cuando dobló por la Belgrano, volví adentro. Busqué una botella de vino y un vaso.
Nunca había hecho el trabajo al amanecer, así que me senté ante la vela que se consumía, a esperar lo que sucediera…