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Viernes, 9 de Mayo 2014, 23.29
MARTIN CAPARROS @martin_caparros
Gashinas mundiales
Aquel día empezó el nombre de gashinas –o, por lo menos, fue entonces cuando empezó a hacerse popular. Todavía unas décadas atrás, los equipos argentinos se llamaban con sobrenombres que, de algún modo, los enaltecían: Boca era xeneize o pizzero, River el millonario, San Lorenzo los santos. Cómo y por qué fuimos aceptando llamarnos bosteros, gashinas, cuervos –cómo y por qué fuimos tomando las palabras con que nos insultaban– es algo que algún día habrá que estudiar. Pero lo cierto es que gashinas empezó a circular aquel día de 1966 cuando ■■■■■ –entonces River Plate– perdió en la prórroga por 4 a 2 una final de la Libertadores que había empezado ganando 2 a 0: con Peñarol, en Santiago de Chile.
Y el mote se afirmó porque, en aquellos días, el CARP completó 18 años, entre 1957 y 1975, sin salir campeón. De allí, entonces, su glorioso nombre –pero gashina es un concepto cuya definición supera el estrecho margen de un club con pretensiones. Son gashinas esos equipos que tienen todo para ser primeros y consiguen, con el mayor esfuerzo, ser segundos. Esos equipos que carecen de algo impreciso, indefinido que, a falta de mejor nombre, solemos llamar sangre, huevos, el instinto asesino. Si la ley de la selva fuera ley, si el fútbol la aceptara, se diría que quienes no están dispuestos a matar terminan muriendo en el altar de sus propias frustraciones.
Los Mundiales, con su definición acelerada, sus muertes tan súbitas, son el mejor laboratorio para estudiar cómo funcionan. Y hay muchos ejemplos, por supuesto, pero creo que ninguno como Holanda. Holanda es el mejor equipo del mundo que nunca ganó nada –y, para colmo, se topó, en su momento cumbre, con Alemania, de quien alguien dijo que eran los putos amos: que el fútbol es un deporte que juegan once contra once y Alemania gana. Entre esa impotencia de país bajo y esta prepotencia de panzer germano todo estuvo por darse vuelta aquella vez, 1974, cuando Cruyff y Neeskens y Johnny Rep armaron un equipo que revolucionó el fútbol mundial –e inventó ese juego que el Barcelona seguía jugando hasta unos días atrás. Todos aparecían por todas partes, corrían, rotaban, apretaban, manejaban la pelota al toque con elegancia y acelere; así avanzaron, sin despeinarse, por aquel torneo que era suyo hasta que, en la final, se engashinaron y perdieron 2 a 1.
No contentos con eso, en el Mundial siguiente volvieron a a la final. Era más complicado: el aparato militar local parecía dispuesto a cualquier cosa para quedarse con la copa –incluidos aquellos favores al Perú a cambio de los seis famosos goles–, pero en la cancha, para la final, no podían imponer la ley marcial, y los naranjas eran mejores. Una vez más, no lo mostraron; perdieron 3 a 1 y se consagraron como las gashinas más consecuentes de la historia.
No las únicas, por supuesto. Las primeras mostraron las plumas en el primer Mundial, Montevideo 1930: al final del primer tiempo de la final, Argentina le ganaba 2 a 1 a Uruguay, lo dominaba. Dicen que entonces una delegación local bajó al vestuario visitante para decirles que si apreciaban sus vidas no las perdieran por un triunfo que no disfrutarían. Los argentinos, en el segundo tiempo, desfallecían cual damiselas lelas –y se llevaron un 4 a 2 penoso.
Lo contrario pasó, también con Uruguay protagonista, veinte años más tarde en el Maracaná, cuando once botijas charrúas no tuvieron el miedo que habían tenido los porteños y produjeron la mayor ola de suicidios que conoció el Brasil antes de Xuxa, llevándose su copa.
En el Mundial siguiente, en cambio, no se hablaba de bravura sino de belleza. Dicen –pero cómo saberlo– que muy pocos equipos en la historia jugaron tan bonito como aquellos húngaros de 1954, que golearon a todos sus rivales hasta chocar, una vez más, con la consabida Alemania.
Son sólo ejemplos; hay otros, por supuesto. Más allá o más acá de cada caso, hablamos de lo que hace que el fútbol nos apasione tanto: que nunca se sabe de antemano quién es mejor que quién, que un equipo de diez millones le puede ganar a uno de mil, que alcanza con que once muchachos decidan que se van a jugar todo para que todo cambie y la lógica deje de ser lógica y el segundo pase a ser primero y el primero –el primero supuesto– un gran gashina.
Siempre dicen –lo diremos, incluso, si tenemos suerte, en unos días– que llegar a la final supone que la misión está cumplida, que no importa tanto cómo salga ese partido, que no podés definir años de trabajo por el azar de esos minutos. Pero, si nos llega a tocar estar ahí, espero que ganemos bien o que perdamos sin remedio. Porque, como muestra la historia, no hay nada peor que perder siendo el mejor.[/SPOILER]