TENIA 85 AÑOS
Murió el almirante Massera
No tendría sentido esbozar aquí una suerte de biografía en cifra del almirante Emilio Massera, fallecido ayer, a la edad de 85 años, en el Hospital Naval. No porque la figura en cuestión careciese de interés para legitimar un propósito semejante, sino porque no es éste el espacio y, mucho menos, la oportunidad. Llegará el día en que, si no acallados para siempre, cuando menos atemperados los odios y las pasiones que despertara en sus años de esplendor político --contemporáneos al así llamado Proceso de Reorganización Nacional del cual fue, por paradójico que resulte, uno de sus forjadores y, al propio tiempo, una de sus principales víctimas–, pueda acometerse dicha empresa con mesura e imparcialidad.
De lo que se trata y de lo que tratan estas líneas, escritas apenas conocida la noticia de su muerte, es de otra cosa. Por de pronto, de trazar siquiera sea a vuelo de pluma, una semblanza del personaje. Nacido en Paraná, el 19 de octubre de 1925, ingresó en la Armada, como cadete del Cuerpo General, en 1942 y tuvo una destacada carrera que lo llevaría a comandar distintas unidades de la Flota y la fragata “Libertad”, en 1966; a cumplir funciones de profesor en la Escuela Naval Militar y la Escuela de Guerra Naval; a cargos de relevancia en puestos de gabinete del Comando en Jefe y, entre 1971 y 1976, a cubrir los cargos de Secretario General Naval y Comandante de Operaciones Navales.
Antes de marzo de ese año, su carácter enérgico y acentuada vocación política --nada común en la Armada–, lo situaron en lugares de relevancia, razón por la cual a nadie sorprendió cuando el mismísimo Juan Domingo Perón reparó en él para asumir la conducción de la Marina. No desentonó entonces, a pesar de tener que sortear innumerables dificultades, fruto de la tradicional enemistad que, desde antes de septiembre del '55, había caracterizado las relaciones del peronismo y la fuerza naval. Fue durante esa época cuando sus dotes de negociador y conductor político se solaparon y hasta por momentos opacaron a las propias del Almirantazgo. Fue entonces, también, que su apellido comenzó a dividir aguas en la fuerza: había nacido el “masserismo” y, obviamente, su oposición, fenómeno harto inusual en un arma tan celosa de sus tradiciones y tan refractaria a los liderazgos carismáticos con proyecciones políticas.
Analizada su figura desde esta perspectiva, la suya fue una personalidad atípica, acaso única en la historia de los hombres de mar, sólo comparable --aun cuando todas las comparaciones, según reza el adagio clásico, sean odiosas-- a la de Isaac Francisco Rojas. No en virtud de una inexistente comunidad de ideas o de una misma forma de concebir la acción política. Sólo en razón de este dato decisivo: han sido los dos únicos almirantes que, por distintos motivos, despertaron pasiones encendidas a favor o en contra --poco importa-- en el curso del siglo XX en la Argentina.
Massera, más osado que Rojas a la hora de ejercer el poder, tuvo especial protagonismo a partir del pronunciamiento militar del 24 de marzo de 1976 y hasta septiembre de 1978, período en el cual integró la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas. En ese año pasó a situación de retiro por propia voluntad, con la secreta esperanza de vertebrar un movimiento político capaz de llevarlo a la presidencia de la República. Quizá haya sido ésta la mayor ambición de su vida que, con todo, no pasó de ser un sueño fugaz y trunco por el final patético --con pena y sin gloria-- del Proceso de Reorganización Nacional.
No fue, demás está decirlo, la mezcla de Maquiavelo y asesino serial que han pintado sus enemigos, tan feroces a la hora de enjuiciarlo con la pluma, como lo habían enfrentado antes en esa tremenda guerra civil en la cual ellos llevaron la peor parte. Tampoco fue, mirado a la distancia, el clásico almirante forjado en el molde de Brown. Tuvo la descomunal y trágica potestad, a la vez, de ser --junto a los otros miembros de la Junta de Comandantes-- dueño de la vida y de la muerte de las personas, algo que nadie, ni siquiera Rosas, en el siglo XIX, y tampoco Perón, en el siguiente, tuvieron en esa escala.
Como no podía haber sido de otra manera, el ejercicio de tamaño poder lo signó para siempre. Que a veces ese poder se usó mal, no es, a esta altura, ningún descubrimiento. Pero salvo en las conflagraciones de fantasía o en las que se desarrollan en mesas de arena, todas las formas de guerra irregular terminan de la misma manera: al terror se le opone el contraterror.
A los principales responsables del Proceso --y el almirante Massera fue uno de ellos-- les tocó en suerte la decisión más difícil que haya debido enfrentar militar alguno en el último siglo y medio de historia argentina: ¿cómo tratar a un enemigo que había adoptado características criminales en la consecución de la lucha política? Si hicieron bien o mal en aplicar los métodos antiterroristas por todos conocidos, es algo que seguirá siendo materia de discusión por espacio de décadas. Mientras tanto, el flagelo subversivo fue cortado de raíz, ahorrándole males inimaginables al país.
Como quiera que haya sido, en el plano político el Proceso de Reorganización Nacional resultó, a la postre, un fracaso tanto más ostensible cuanto que nunca antes se habían dado entre nosotros las condiciones para que un gobierno sentase las bases de una Argentina distinta. En cambio, las rencillas absurdas entre los miembros de la primera Junta de Comandantes y la incapacidad para acometer los cambios de fondo que la Nación pedía a gritos, hicieron que la empresa política epilogara de manera lastimosa. En ese terreno, no lo que hizo la Junta --cualquiera sea el juicio que nos merezca-- sino lo que, con el enorme poder del gobierno militar, dejó de hacer, signará para siempre a sus integrantes.
La muerte del almirante Massera ha despertado la ira de quienes no saben perdonar y el odio de los que no pueden olvidar. Unos y otros parecen no darse cuenta que prolongan así la pasada guerra civil. Massera, cargado de años y con la experiencia de su derrota política a cuestas, hacía ya tiempo que había dado por terminada dicha contienda. En ello demostró un espíritu abierto a la reconciliación y ajeno a todo sectarismo, que lo honra.
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