Filosofía: para Tomás Abraham, River descendió por no tener “calidad institucional”
Capital Federal (Agencia Paco Urondo, en perfil.com) Por Tomas Abraham
El fútbol no es un juego. Se juega a la pelota. A las bolitas. A las muñecas. A la play. Ni siquiera la ruleta es un juego. La presencia del azar no define a un juego. En el fútbol no hay espectadores, los hay en el teatro y en el circo, pero no en la cancha. El fútbol es la lengua nacional argentina. La hablan millones de personas. Llena el vacío de las mañanas en las oficinas, en los almuerzos y en los cafés. Manda a las calles una cantidad de gente que ningún político o jerarca religioso reúne jamás. El fútbol tampoco es una artimaña del poder para engañar al pequeño hombre desviándolo de los libros de educación democrática. El fútbol es la pasión de los futboleros y futboleros son todos los argentinos menos uno. El que lo encuentre que avise. Y ahora hablemos de River. Soy hincha de Vélez. Entre fútboleros se confiesa la identidad, es así, una contraseña que avala la honestidad de quien habla. Salimos campeones y la opinión pública nos considera el mejor club del país además del mejor equipo. Cronistas me preguntan si estoy contento o triste por el descenso de River. Soy filósofo y futbolero, me interesa el fútbol no sólo para emocionarme sino para pensar. De acuerdo con el dicho clásico de la filosofía: pienso, luego siento. El fútbol es un desafío para el pensamiento. Norma Morandini recordaba el otro día que luego de golpear todas las puertas en las vísperas del Mundial ‘78 buscando a sus hermanos desaparecidos sin recibir la mínima atención, habló con Alicia Moreau de Justo, quien le dijo: mire, querida, lamentablemente nuestro pueblo sólo conoce dos palabras: sí (a lo peor), y gol. En lo que me concierne, prefiero el “no” del disidente y no puedo desprenderme del gol del futbolero. Por eso no estoy triste ni contento, sino pasmado, estupefacto. Más absorto quedo si pienso que nos podemos llegar a acostumbrar a que River sea un club de la B Nacional como Aldosivi. Un oyente de radio decía que el futuro augura un “River de Buenos Aires”, club social y deportivo (RIBA), como GEBA, sin fútbol. A los futboleros nos ha caído un baldazo de agua fría.
Estamos helados. Que nadie diga que no hay que dramatizar. Que no hay que exagerar. Se hacen los piolas, los que están de vuelta. Están muertos en vida. Sólo les falta agregar que es peor que haya hambre en el mundo. Son los inquisidores que apuntan con el dedito para que los chicos tomen la sopa. Echemos a esos monjes negros políticamente correctos y hablemos de lo que pasó. Ni el 5 a 0 frente a Colombia, ni el desastre de Suecia del ‘58, ni el de Japón de 2002, ni el 4 a 0 contra los alemanes tienen la dimensión trágica del evento del domingo 26 de junio de 2011. River se fue a la B.
¿Qué significa todo esto? ¿Qué es esto?, preguntaba Aristóteles en el primer libro de su Metafísica antes de su reformulación en la modernidad en el temblor del “caigo al abismo” de Kierkegaard. Ahí está, encontré la palabra. Lo de River tiene dimensiones metafísicas y resonancias de la filosofía del absurdo. ¿Es bueno o malo para el fútbol? ¿Es un síntoma de una enfermedad cuyo diagnóstico hay que prescribir cuanto antes? O, por el contrario, ¿será un síntoma de salud? Intentaré responder a todas estas preguntas. Después de mucho pensarlo, creo que el descenso de River es una cagada, perdón si uso lenguaje técnico. Los encuestadores hasta el día de la fecha dicen que de cada diez futboleros, siete son de River o de Boca. Los otros tres son del resto. No hay fútbol sin hinchas, ya dije que no hay espectadores, no es el tenis. Digamos entonces que de los diez, ahora quedamos siete. Los últimos campeones argentinos han sido Banfield, Estudiantes, Lanús, Vélez. Clubes de barrio con hinchadas pequeñas comparadas con la de los clubes grandes, y una resonancia nacional casi nula. Identifiquen, si pueden, un hincha de Banfield en la Quiaca o uno de Mandiyú en Neuquén. Hasta hace unos años, los clubes grandes parasitaban el semillero de los chicos. Se llevaban a los pibes de Argentinos Juniors, los de Newell’s, etc. Ya no. Ahora a los del semillero y los juveniles se los lleva el Barça, el Inter, el Spartak, el Benfica, el América de México. Esto los mató a los grandes nacionales y los rejuveneció y enriqueció a los grandes de afuera. La crianza futbolera de Messi es el caso paradigmático. Se los llevan de niños. Mercaderes de todo tipo hacen el negocio de la venta de pequeños antes de que maduren y compran la voluntad de los padres. River se quedó sin el afluente de los clubes chicos. Pero además, no hay jugador argentino de talento que supere los veintidós años y siga en nuestro país. Por eso, el nivel de nuestro fútbol es bastante malo y el Seleccionado nacional se forma con jugadores del exterior. Acá queda el rezago. En el fútbol manda el dinero, pero por una gracia milagrosa, por una resistencia de la musa fútbolera, no todo se compra y no se sabe quién gana. El día en que se sepa, muere el fútbol y se convierte en Titanes en el ring. Que los grandes caigan hace subir a los chicos por el principio de Arquímedes, pero el nivel general baja. No hay que hacerse la ilusión de que el descenso de los millonarios jerarquiza a la B. Con jugadores mediocres y campeonatos cortos, el fútbol es malo y más emocionante a la vez. Cualquiera puede ganarle a cualquiera y todos se juegan la vida para campeonar, no descender o salvarse de la promoción. Hoy se sufre más porque el fútbol es malo y a la vez más imprevisible. La imprevisivilidad no es democracia, es decadencia. Hablando de democracia. Hay una interesante lección política en esto que pasa en el fútbol. Nadie entiende cuando se habla de “calidad institucional”. Se desprecia el término porque huele a republicanismo hipócrita, eticismo de coalición cívica, otra trampa de una presidenta y honestismo a bajo precio. Pero hoy ya se comienza a apreciar este fenómeno gracias al fútbol. Hasta los cínicos admiran en forma tácita la mentada “calidad”. Todos hablan maravillas de mi club, y lo toman de ejemplo como el de Estudiantes, Godoy Cruz o el de Lanús, de su dirigencia, de su responsabilidad, de su mesura y seriedad, de su capacidad de pensamiento colectivo, de su previsión, de su transparencia, del espíritu participativo, de su atención educativa respecto de sus juveniles. Estos clubes no son megalómanos, circenses, corruptos, habitados por estrellitas y gritones, caudillos políticos y mafias de todo tipo. Quien con plata hiere, sin plata muere. Los últimos campeones son medianos y discretos. ¿Se entiende ahora que la calidad institucional no es palabra hueca y asunto burgués de abogados cesantes? ¿Se entiende ahora que el estilo pendenciero y bravucón no es el único sentido común que nos caracteriza?, ¿que es un pretexto de conformismo y una mentira porque también las cosas pueden ser de otra manera? Si a esta rara calidad la extendiéramos a otras instituciones, la batalla cultural que a tantos obnubila al confundirla con un programa de sorteos y premios de la tele puede llegar a ser un acontecimiento en donde se decida algo importante. Ahora, todos se acuerdan de que la dirigencia votada varias veces se llevó todo. Que hay coimas, cajas negras, negocios sucios, entramados entre política y fútbol, que un presidente millonario era la ficha progre apostada por el gobierno para combatir a otro bostero, de tantos artilugios que no sirven para nada porque sólo nutren prensa amarilla. El fútbol sin River está más solo. Sin don Angel, Amadeo, Pipo, el Cabezón, el Pato, el Beto, el Príncipe, el Pájaro, el Muñeco, el Burrito, sin la banda roja. (Agencia Paco Urondo)