Tengo algo para contarte abuelo
Hace mucho que no hablamos. Demasiado. Y ahora es bastante lo que tengo para contar; tanto que no sé bien por donde empezar. Pero seré breve, hay detalles que ya no vienen al caso. Pasaron muchas cosas en estos trece años y definitivamente te evitaré el orden cronológico. Para nosotros vivir los sucesos de esa manera fue ineludible pero a vos te toca mi relato y seré, en la medida de lo posible, piadoso…
Quizá por eso esperé, para que llegue el momento adecuado y poder darle a la historia el orden que a mí se me antoja. Por eso empezaré por decirte que hoy viví una alegría de esas difíciles de explicar. No alcanzan las palabras. De todas maneras, evitaré caer en la tentación de decir que es una de las noches más felices de mi vida, porque desde que te fuiste, me casé, tuve una hija, y me hice adulto… Y la vida te obliga a poner las cosas con algo más de perspectiva. Pero aunque lo haga casi llorando, sabé que estoy feliz al escribirte.
Aún así, esto no es lo que quiero contarte, abuelo. Te quería dejar tranquilo, arrancar por la buena noticia. Que sepas que te embarco en este relato con una tranquilidad absoluta. Sin euforia, en paz. Y si decido empezar por acá es porque también hay una mala.
En la complejidad de este rompecabezas que quiero armarte, además, descubro que el destino se había guardado algunas piezas… Y hoy todo se conecta. Porque cuando vos te fuiste, River era campeón y, te refresco la memoria por las dudas, el goleador del campeonato fue un pibe llamado Fernando Ezequiel Cavenaghi.
Te fuiste cuando éramos el más grande, lejos. Y justo ahí empezó la debacle.
Y no voy a entrar en detalles pero eran los primeros años del Aguilarato. Casi una década que nos degradó como institución. Se robaron hasta lo que no teníamos. Desfiló por nuestra cancha un sinfín de refuerzos medio pelo. Le negamos la renovación al técnico más ganador de nuestra historia y permitimos que una serie de improvisados hagan pasantías en el club más campeón de la Argentina. Y en algún momento, perdón abuelo, nos fuimos convirtiendo en hinchas de la hinchada. Todo lo que negábamos, todo lo que no queríamos ser. Salimos últimos por primera vez en nuestra historia. Ya no la estábamos escribiendo, la estábamos humillando. Y si bien hubo algún otro torneo corto en nuestras vitrinas, ya nada fue igual.
Porque después de esos ocho años, y potenciado por una sed insaciable de ídolos, pusimos de presidente a un ex-jugador. No lo nombraré, quizá así evite manchar el recuerdo que vos aún tenés de él. Hicieron todo mal. Hicimos. Algo me toca en esta historia, ¿no? Se idolatró a uno por irse expulsado de la Bombonera; vos me enseñaste, abuelo, que nosotros aplaudíamos a los que ahí se besaban el escudo por hacer goles. Como los de Alonso que tantas veces me relataste, como los de Ortega, Francescoli y Gallardo que compartimos desde tu dormitorio, y como aquél de Ricardo Rojas, el último clásico que vimos juntos. (Te extraño, abuelo). Pero como te dije, ya nada era igual. Esos años fueron una profundización del modelo anterior pero agravado por ya ni siquiera contar con la viveza del zorro que presidió antes que él. En diez años, abuelo, se le puede faltar el respeto a una historia de cien…
Y cuando pensamos que habíamos tocado fondo, hubo un poco más… Porque nos fuimos a la B, abuelo. Sí, al Nacional B. Quizá por eso no te lo conté hasta hoy. Porque lo leo y se me hace un nudo en la garganta, porque te lo quería evitar, porque te hubieses vuelto a morir.
Es verdad, hay manchas imborrables. Pero uno puede elegir como convivir con ellas. Porque esos hitos que no desaparecen pueden servir como punto de partida. Para aprender pero sin olvidar. Para levantarte pero sin llorar. Para aceptar pero sin resignar. Para volver a ser, sin peros.
Porque, también es cierto, en las malas uno aprende a querer más. Y distinto. La incondicionalidad tiene que ver con eso. Con Santiago nunca dejamos de ir a la cancha. Ya no con su viejo y su abuelo, ahora con Chori y Javi. Y cada vez que subo las escaleras me acuerdo de tus discusiones con la abuela. Dabas cualquier cosa por llevarme, pero cómo ibas caminar esas últimas cuadras, cómo ibas a subir tantos escalones, cómo ibas a estar dos horas en esa tortuosa butaca de madera… Quizá ella tenía razón pero el pibe que yo era, no podía entenderlo. Aprendí a querer a River incluso más que entonces. Ya no con fanatismo adolescente y mirando a los demás, pero con una madura lealtad y sólo para mí y los míos.
Al año volvimos a Primera. Saliendo campeones, con autoridad, sin que nos regalen nada, como tenía que ser. Nos hicimos más humildes y más hinchas del equipo, menos de la hinchada. Y es verdad que no alcanzaron las tribunas y las entradas, pero no nos conformamos con eso. No nos alcanza con ese cuento. Somos River, abuelo. De a poco, volvimos a respetar la historia. Casi tímidamente, pidiendo permiso.
Porque llegó una nueva dirigencia y, casi como simbolismo, le abrió la puerta a los ídolos. Francescoli, sí, el Enzo, como secretario técnico. Ortega, a dar una mano con los pibes. Y volvió Ramón, otra vez. Fue él quien nos devolvió la confianza, la alegría, y hasta una vuelta olímpica. Porque hubo un día, todavía no se bien cuál, que se dio vuelta la racha. No creo en las casualidades, pero algo pasó. Quizá fue en un cabezazo de Funes Mori en la cancha de ellos, para ganarlo y encaminarnos al campeonato. O algunas fechas más tarde, cuando Racing nos quiso amargar el torneo y, Chichizola, un arquerito que jamás debemos olvidar, atajó un penal sobre la hora. Pero algo cambió. Se terminó el hechizo y empezaron a salir bien las que antes salían mal. Pero seguro, abuelo, vos sobre esto sabés más que yo… Porque no necesito que alguien me lo diga, sé que te juntaste con Angelito y algo, uds dos, tuvieron que ver.
Se fue Ramón, otra vez. Y la dirigencia apostó por Marcelo Gallardo. Sí, el Muñeco, ese que a vos te gustaba tanto. Con vos no me voy a hacer el tonto, yo desconfié. No era el momento para semejante apuesta, y para reemplazarlo nada menos que a él. No sabés lo que me tapó la boca, abuelo. Resultó ser un estratega. Napoleón, lo bautizó Costa Febre. Sí, Lito todavía sigue a River y sus relatos cada vez son más épicos. Cuestión que Gallardo prolongó la racha y le salieron todas. O casi. Se nos fue el torneo local contra Racing por poner suplentes. Pero eso ya está perdonado y en breve olvidado. A los titulares se los cuidó, justamente, porque en paralelo nos jugábamos una final continental. Después de no se cuántos años, y dejando a Boca en el camino, volvimos a dar una vuelta de América: la Sudamericana -en tu época, la Supercopa-.
Pero pará, abuelo, hay algo más. Porque ya te conté lo más importante pero, por algo esperé hasta hoy. Acabo de llegar de la cancha y algo me dice que éste era el momento que estaba anhelando. Casi noventa minutos abajo de la lluvia, con otras sesenta mil almas, cantando por una camiseta. Porque este equipo, después de aquél logro, ahora es cuasi puntero del campeonato y fue por la Libertadores… Diecinueve años desde aquella de Enzo, Crespito y el Pelado en el banco. Necesitaba algo así para escribirte. Una noche como la de hoy. Porque la Copa arrancó mal: en un grupo nefasto, que nos costó muchísimo. Hasta dijeron que estábamos haciendo papelones. Pero ya te hablé de Gallardo, resulta que armó un plantel al que nunca podés dar por muerto. No tiene figuras, todos parejos. Volvimos a tener un arquero que, las pocas que le llegan, las tapa. Después de diez años de no tener un central digno, ahora tenemos cuatro titulares. Volvimos a sacar un volante central que sabe todo de fútbol. Pero todo abuelo, eh. Y los que vinieron, rindieron. Esa es la mano de Napoleón Gallardo. Y eso también es estar en racha. Cuando tiran para el mismo lado, no los pueden parar. Tienen tanta personalidad que juegan mejor en las malas que en las buenas. Y clasificamos, últimos pero clasificamos. Los de enfrente llegaron con puntaje ideal, invictos, y nos cruzamos. No voy a dedicar ni una línea a lo que algunos de sus hinchas hicieron ese día. Pero eso tampoco se borra, tampoco se olvida. Y en cuartos tuvimos que ir a Brasil a levantar un cero a uno: ganamos por tres, dando una paliza memorable, de esas que enaltecen a cualquier equipo. Después pasaron unos paraguayos, y llegaron los mexicanos en la final…
Sí, final de la Libertadores, abuelo. De ahí vengo. Estoy todavía empapado de la lluvia. Y no me vas a creer, pero en este rompecabezas de trece años que te armé, la última pieza es también la primera, Fernando Ezequiel Cavenaghi. Le guardé este lugar, este párrafo. Porque al poco tiempo que te fuiste, él también se fue. Campeón y goleador. Y resulta que en nuestro peor momento, cuando tantos otros se hicieron los distraídos, volvió a poner la cara. Su única verdad la tiene tatuada en la piel: en las buenas, y en las malas mucho más. Metió un gol cada dos partidos y nos sacó campeón. Pero, podés creer, le pidieron que se vaya. Por gordo, dijeron. Como si haber jugado en la B no fuese humillación suficiente, encima sufrió ese desprecio. Justo a él. A los pocos meses, casi pidiéndole perdón, lo trajeron de vuelta. Y es cierto, desde entonces alternó con otros delanteros que quizá estaban más finos. Pero, ya te dije abuelo, en este rompecabezas la única pieza que faltaba era la suya. Con lo último, llegaste a ver esa promesa que, hoy más ancho y más viejo, es una heroica realidad. Lo escribo y lagrimeo como en la cancha, esa a la que (¡mierda!) nunca pudimos ir juntos…
Y sí, creeme abuelo, hoy Cavenaghi levantó, en nombre de todos nosotros, la Copa Libertadores de América.
Nada más, Lole. Perdoname tardar tanto en contarte lo otro. Un abrazo. Y ahora seguí descansando en paz. Las cosas ya están otra vez en su lugar.
pd: No es mia la carta… pero yo por lo menos me siento muy identificado.