Nacho Fernández: la venganza de los flaquitos
(Un perfil de Nacho para Conmebol Libertadores)
El cuerpo flaquito y el aire desgarbado hicieron que llegara al Normal 2, dijera que jugaba en Gimnasia y un compañero lo acusara de mentiroso: “Yo estoy en inferiores y nunca te vi”. Al día siguiente, el pibe lo buscó y ahí estaba y se rieron. Los Fernández eran médicos, habían hecho la residencia en Castelli, tuvieron cuatro hijos y, en enero de 1992, se fueron a trabajar al hospital de Dudignac, un pueblo que entre 1991 y 2010, según el último censo argentino, aumentó su demografía en 164 habitantes para llegar 2670. La abuela vivía en La Plata. En Argentina, es frecuente que los pueblerinos migren a las ciudades para ir a la universidad. Hacía un tiempo, su hermano mayor estudiaba Educación Física y su hermana, Ciencia Política. En edad de prenovena, al nieto menor le surgió la chance de ir Gimnasia y Esgrima La Plata y quedó. A los 13 años, Nacho Fernández decidió salir del pueblo y conquistar el mundo.
Un director deportivo dijo que con ese cuerpo no le iba a dar y lo mandaron a préstamo a Temperley. Su año en la Reserva de Gimnasia de La Plata, conducida por Damián Basílico, había sido extraordinario: todavía se recuerda un golazo a Racing, arrancando como interior izquierdo en un 4-3-3. Ahí jugaban Maxi Meza, Lisandro Magallán, Fernando Monetti, Franco Mussis, Alan Ruiz y Milton Casco. Una Selección que terminó brillando en diáspora en otros clubes. Cuando regresó, Pedro Troglio, el entrenador, mucho no lo tenía en cuenta y encima los del Bosque comenzaron el torneo con tres victorias al hilo. Su papá viajó a La Plata y le dijo, frustrado, que era una pena que estuvieran ganando porque le iba a costar debutar. Nacho todavía lo relata como una de sus grandes broncas familiares. “El equipo va a seguir ganando y yo voy a encontrar el lugar. Cómo voy a querer que pierda”, le confesó y tres semanas después, luego de que Mussis fuera suspendido, fue al banco, entró y al tiempo ya era indiscutido. Su primer gol fue el mismo día en que lo pusieron de arranque, contra Patronato.
En el aeropuerto de Misiones, después de jugar contra Crucero del Norte, Troglio se acercó y le dijo: “Me escribió mi madre, dice que le llegaron sus saludos”. Faltando 20 minutos, el entrenador había sacado a Nacho y él se fue por detrás del arco insultando. La televisión lo captó. Al día siguiente, lo llamó al técnico para pedirle disculpas. Lo entendió. Ambos compartían la verborragia y más de una vez terminaron juntos en el césped compartiendo tribuna contra un juez. “Soy tranquilo en la vida personal, pero adentro de la cancha soy calentón. Si jugamos al fútbol tenis no me gusta perder. Con los árbitros, muchos árbitros me piden cállate la boca”, explica, y quien le preste atención verá su constante gesto de agarrarse la cabeza cuando algo no le gusta.
De madre a madre, con ese entrenador los une el mismo círculo. El día en que Jorge Sampaoli hizo debutar a Nacho en la Selección, contra Singapur, Sara, su mamá, escribió en su Facebook: “Al principio Troglio no te tenía en cuenta y yo estaba desesperada. Tu padre y tu hermano me consolaban”. Era un detalle en una carta llena de amor que encabezaba con un: “Hijo querido, hasta hoy no me di cuenta de lo que estaba pasando. Todavía sigo llorando”.
De llantos está escrito. Gimnasia ascendió en 2013 y Nacho apareció corriendo por Córdoba, en el Mario Alberto Kempes, con 11.500 hinchas delirando. Iba mostrando una remera. Catriel, un amigo con el que pateaba pelotas desde chico, había tenido un accidente de tránsito y estaba grave. Al amigo, con cariño.
Al sur de Venezuela, en la ciudad de Valera, River debutaba en la Libertadores contra Trujillanos. Era febrero de 2016, hacía un mes que había llegado a Nuñez. Le dieron la vacuna contra la fiebre amarilla, le hizo mal, empezó a vomitar, bajó cuatro kilos, no tenía hambre. Su cuerpo estaba más aspirado que de costumbre. Aunque ahora se le sigan viendo los huesos, se transformó al regresar desde Temperley, con dietas y con gimnasio para poder jugar en Primera. Tenía que armarse para poder jugar en el fútbol argentino. La estética de su forma no siempre le había jugado a favor. Y encima llegaba a River y volvía a desinflarse.
Había sonado su teléfono, era un número desconocido y se lo dio a su novia como para decir que no más fácil. Todavía ella recuerda la cara cuando le dijo: “Es Marcelo Gallardo, quiere hablar con vos”. Una temporada antes, Lanús había querido comprarlo. Él lo habló con Troglio y el entrenador le dijo, jocosamente, “qué te vas a ir a Lanús, esperá”. Ésta era la chance de sumarse a un equipo que venía de ganar la Libertadores. Lo habían sondeado desde Brasil y México. Tenía 26 años, una edad justa para un futbolista. Era el momento.
Ángel Labruna ganó, como jugador y entrenador, 18 campeonatos nacionales con River. Detrás de Arsenio Erico, es el segundo máximo anotador de la historia del fútbol argentino. Le decían el Feo. Vivía en la calle Lidoro Quinteros, a tres cuadras del Monumental y, cuentan, que iba caminando con la revista Palermo Rosa, especializada en turf. La pasión por los burros la había heredado de Adolfo Pedrenera y por el Charro Moreno, piezas fundamentales de La Máquina, uno de los grandes equipos de la historia de la pelota. Quizás, esa sea la herencia de sangre riverplatense que Nacho lleve: es tan fanático de las carreras de caballos que hasta habla por teléfono con jockeys para saber por quién apostar.
El Hipódromo del barrio de Palermo sigue reuniendo fanáticos, pero tuvo su auge entre 1920 y 1960. Irineo Leguisamo fue la figura más recordada de un deporte que atraía desde futbolistas hasta artistas populares como Carlos Gardel. Un aura de la Buenos Aires que buscan los turistas en Caminito, La Boca. Algo de lo tradicional convive con el estilo de Nacho, uno de los pocos futbolistas que todavía usa botines negros y de cuero, que no usa crestas ni cortes en degrade. Hasta le dicen El Sordo, apodo arrabalero y de historietas, porque no escucha bien y en algunos años deberá operarse.
El brasileño Everton lleva 51 gambetas en esta Libertadores. Es el máximo ganador en los mano a mano. El segundo es Nacho, con 26. Ahora es el encargado de patear los penales y muchas veces se hace cargo de los tiros libres. En la segunda línea de mediocampistas de River (generalmente, utiliza un sistema 4-1-3-2), arranca desde los costados y empieza a desordenarse, como un artista que entendiendo el caos lo vuelve creatividad. La técnica y la inteligencia las traía: Gallardo se las explotó. En una sala del predio de River en Ezeiza, lo citó para que viera videos, entre otros, de Toni Kroos. El objetivo era que potenciara sus movimientos en los momentos en que no tenía la pelota. Unos de esos conceptos teóricos que aparecen en el climax de las películas:
El Boca de Guillermo Barros Schelotto decidió jugar la final en Madrid con un 4-3-3, pero de contragolpe, recostado contra su propio arco. River, al tener un solo delantero disponible por lesiones y sanciones, puso un 4-3-3, con Pity Martínez de extremo por izquierda y Nacho por derecha. Durante el primer tiempo, Boca controló con esa estructura el partido. La posesión de la pelota era del equipo de Gallardo, que la movía de costado a costado, sin lastimar. Demasiado fijo posicionalmente para herir a un equipo ordenadísimo. Lucas Olaza, lateral izquierdo, se quedaba fijo en la zona, por delante cubría Pablo Pérez y Cristian Pavón se ocupaba de las subidas de Gonzalo Montiel. Nacho fue el primero en salirse de la rigidez que divide al fútbol del ajedrez: empezó a cerrarse, a pedir entre el lateral y el central, a obligar a la incómoda decisión de quién se debe hacer cargo del que se sale de libreto. Así, construyó una pared con Pratto para llegar a los primeros disparos al arco.
En el segundo tiempo, con el ingreso de Juan Fernando Quintero, fue rotando, agobiado por el poco espacio que Boca dejaba. Se acercó hasta casi la mitad de cancha, desordenó la marca, encaró con la pelota, tiró una pared y otra y otra más, hasta notar que Izquierdoz daba un paso para adelante y Pratto quedaba disponible para recibir. Fue el primer gol, el del empate, del partido más importante de la historia de River.
No hizo goles. Los pósters quedaron para Pratto, Quintero y el Pity Martínez. El bronce para Gallardo. Su historia, igual, es otra. En Wikipedia, ya lo mencionan como el ciudadano más ilustre de su pueblo. En Gimnasia de La Plata, lo ovacionaron el día en que se acercó al Bosque a ver la presentación de Diego Maradona. Seguramente, en Dudignac o en Madrid, alguna vez haya alguien que vuelva a mirar los videos de aquel partido y señale que el de cuerpo flaquito y de aire desapercibido estuvo ahí.
Quizás, esta vez, le crean.