Como ya varios me preguntaron por él, dejo un cuento corto del excéntrico belga, para que vean lo que era el genio de Agatha Christie. Es ágil de leer, para quienes gusten, y tiene una referencia a Argentina, como era bastante habitual en Agatha Christie:
LA DESAPARICIÓN DEL SEÑOR DAVENHEIM
Poirot y yo esperábamos a nuestro antiguo amigo, el inspector Japp, de Scotland Yard. Nos encontrábamos sentados alrededor de la mesa de té aguardando su llegada. Poirot había terminado de colocar debidamente las tazas y platitos que nuestra patrona tenía la costumbre de arrojar más que colocar sobre la mesa. También había frotado la tetera de metal con un pañuelo de seda. El agua estaba hirviendo y un pequeño recipiente esmaltado contenía chocolate espeso y dulce, más del gusto del paladar de Poirot que lo que él llamaba nuestro «veneno inglés».
Se oyó llamar abajo con energía, y a los pocos minutos entró Japp.
—Espero no llegar tarde —dijo al saludarnos—. A decir verdad, estaba cambiando impresiones con Miller, el encargado del caso Davenheim.
Yo agucé el oído. Durante los tres últimos días los periódicos habían hablado de la extraña desaparición del señor Davenheim, el socio más antiguo del Davenheim y Salmon, los conocidos banqueros. El sábado anterior había salido de su casa y desde entonces nadie volvió a verle. Me incliné hacia delante para ver si conseguía averiguar algún detalle interesante por medio de Japp.
—Yo hubiera dicho que hoy en día es casi imposible que nadie «desaparezca» —observé.
Poirot corrió un plato de tostadas con mantequilla cosa de un octavo de pulgada y dijo:
—Sea exacto, amigo mío. ¿Qué entiende usted por«desaparecer»? ¿A qué clase de desaparición se refiere?
—¿Es que las desapariciones están clasificadas y etiquetadas? —bromeé.
Japp también sonrió un instante, pero Poirot frunció el ceño.
—¡Pues claro que sí! Se dividen en tres categorías. Primera y la más corriente, la desaparición voluntaria. Segunda, el caso de la «pérdida de memoria», del que tanto se ha abusado…raro, pero algunas veces auténtico. Y tercera, el crimen y el hacer desaparecer el cadáver con más o menos éxito. ¿Cree que las tres son imposibles de realizar?
—Yo diría que acaso lo son. Es posible perder la memoria, pero alguien le reconocería… especialmente en el caso de un hombre tan conocido como Davenheim. Luego, «los cadáveres» no se desvanecen en el aire y más pronto o más tarde aparecen, escondidos en lugares apartados o metidos en un baúl. El crimen se descubre del mismo modo, el empleado que se fuga con el dinero de la caja o el delincuente doméstico, hoy en día puede ser alcanzado por la radio y el teléfono… aunque se encuentren en un país extranjero; los puertos y estaciones están vigilados, y en cuanto a esconderse en este país, sus características y filiación serían conocidas por todo lector de periódicos. Tiene que habérselas contra la civilización.
—Mon ami —dijo Poirot—, comete usted un error. Usted no tiene en cuenta que el hombre que se haya decidido a deshacerse de otro… o de sí mismo en sentido figurado… puede ser esa rara excepción: el hombre de método, y gran inteligencia,talento, y un cálculo preciso de todos los detalles necesarios. No veo por qué no podría burlar con éxito a la policía.
—Pero no a usted, supongo… —dijo Japp de buen talante, guiñándome un ojo—. No podrían engañarle a usted, ¿eh, monsieur Poirot?
Poirot procuró parecer modesto, sin conseguirlo.
—¡A mí también! ¿Por qué no? Es cierto que yo resuelvo esos problemas con una ciencia exacta… con precisión matemática, lo cual es muy raro en la nueva generación de detectives.
Japp miró sonriendo.
—No lo sé —dijo—, Miller, el encargado de este caso, es un individuo muy listo. Puede usted estar seguro de que no pasará por alto ni una huella, ni una colilla, o incluso una miga de pan. Tiene ojos que lo ven todo.
—Lo mismo que los gorriones de Londres, mon ami—repuso Poirot—. Pero de todas formas no les pediría a los pobres pajarillos que resolviesen el problema del señor Davenheim…
—Vamos, monsieur, no irá usted ahora a despreciar el valor de los detalles como pistas.
—De ninguna manera. Esas cosas son buenas hasta cierto punto. El peligro está en que puede dárseles una importancia indebida. La mayoría de los detalles son insignificantes; sólo uno o dos son vitales. Es en el cerebro, en las pequeñas células grises—se golpeó la frente—, en lo que uno debe confiar. Los sentidos se equivocan. Hay que buscar la verdad dentro… no fuera.
—No me irá usted a decir, monsieur Poirot, que usted se comprometería a resolver un caso sin moverse de su butaca,¿verdad?
—Eso es exactamente lo que quiero decir… con tal deque me fueran expuestos los hechos. Yo me considero un especialista en consultas.
Japp se golpeó la rodilla.
—Que me ahorquen si no le cojo la palabra. Le apuesto cinco libras a que no puede echar mano, mejor dicho, decirme dónde puedo echársela yo, al señor Davenheim, vivo o muerto, antes de que finalice la semana.
Poirot reflexionó unos instantes.
—Eh bien, mon ami. Acepto. Le sport es la pasión de ustedes los ingleses. Ahora… los hechos.
—El sábado pasado, según su costumbre, el señor Davenheim cogió el tren de las doce cuarenta desde la estación Victoria a Chingside, donde se halla su residencia palaciega «Los Cedros». Después de comer estuvo paseando por los alrededores de la propiedad, dando instrucciones a los jardineros. Todo el mundo está de acuerdo en que su estado de ánimo era completamente normal, como de costumbre. Después del té, asomó la cabeza por la puerta de la habitación de su esposa, diciendo que iba a llegarse al pueblo para echar una carta al correo. Agregó que esperaba a un tal señor Lowen para tratar de negocios y que si llegaba antes de que él hubiera regresado, debían pasarle a su despacho y rogarle que aguardara. Entonces el señor Davenheim salió de la casa por la puerta principal, caminó lentamente por la avenida, atravesó la verja y…no volvieron a verle. A partir de aquel momento desapareció por completo.
—Un problema bonito… encantador… precioso —murmuró Poirot—. Continúe, amigo mío.
—Cosa de un cuarto de hora más tarde pulsaba el timbre de «Los Cedros» un hombre alto, moreno y de poblado bigote negro, que explicó tenía una cita con el señor Davenheim. Dio el nombre de Lowen y según las instrucciones del banquero fue introducido en el despacho. Transcurrió una hora y el señor Davenheim no regresaba. Al fin, el señor Lowen hizo sonar el timbre y explicó que no le era posible esperar más, ya que debía alcanzar el tren de regreso a la ciudad. La señora Davenheim se disculpó por el retraso de su esposo, incomprensible, puesto que sabía que esperaba aquella visita. El señor Lowen volvió a decir que lo lamentaba, y se marchó.
»Bien, como todo el mundo sabe, el señor Davenheim no regresó. A primera hora de la mañana del domingo se avisó a la policía, que no ha conseguido poner nada en claro. El señor Davenheim parece haberse desvanecido en la atmósfera. No llegó a la oficina de correos, ni se le vio pasar por el pueblo. En la estación aseguran que no tomó ningún tren, y su automóvil no ha salido del garaje. Si hubiera alquilado algún coche para encontrarse con alguien en algún lugar solitario, parece casi seguro que a estas horas, en vista de la enorme recompensa ofrecida por cualquier información, el chófer se hubiera presentado a decir lo que supiera. Cierto que se celebraban unas carreras en Entfield, a cinco millas de distancia, y que si hubiera ido andando a aquella estación hubiese pasado inadvertido entre la multitud. Pero desde entonces su fotografía y su descripción han estado apareciendo en todos los periódicos, y nadie ha podido dar noticias suyas. Claro que hemos recibido muchas cartas de todas partes de Inglaterra, pero hasta ahora todas las pistas han resultado falsas.
»El lunes por la mañana tuvo lugar un descubrimiento sensacional. Detrás de un cuadro del despacho del señor Davenheim hay una caja fuerte que ha sido abierta y desvalijada. Las ventanas estaban cerradas por dentro, lo cual parece descartar la posibilidad de que se tratase de un ladrón ordinario, a menos, desde luego, que un cómplice que habitase en la casa volviera a cerrarlas después.Por otro lado, como todos los de la casa estaban sumidos en un caos, es probable que el robo se cometiera el sábado y no se descubriera hasta le lunes.
—Precisement! —replicó Poirot secamente—. Bien, ¿han arrestado a ce pauvre monsieur Lowen?
—Todavía no, pero está sometido a una estrecha vigilancia.
—¿Qué se llevaron de la caja fuerte? —quiso saber Poirot—. ¿Tiene usted alguna idea?
—Lo hemos averiguado por medio del otro socio de la firma y la señora Davenheim. Al parecer había en ella una cantidad considerable de acciones y una fuerte suma en billetes, debido a una importante transacción que acababa de efectuarse, así como también una pequeña fortuna en joyas. Todas las de la señora Davenheim se guardaban en la caja. Durante los últimos años la compra de joyas ha sido la pasión de su esposo, y no pasaba mes que no le regalase alguna piedra rara y de precio.
—En conjunto, un buen bocado —dijo Poirot pensativo—. ¿Y qué me dice de Lowen? —agregó—, ¿Se sabe qué negocios tenía que tratar con Davenheim aquella noche?
—Pues, al parecer, los dos hombres no estaban en muy buenas relaciones. Lowen es un especulador en pequeña escala. Sin embargo, pudo vencerle un par de veces en el mercado, aunque parece ser que casi no se habían visto nunca. Fue un asunto concerniente a unas acciones sudamericanas lo que indujo al banquero a citarle.
—Entonces, ¿Davenheim teñía intereses en Sudamérica?
—Creo que sí. La señora Davenheim mencionó casualmente que había pasado el último otoño en Buenos Aires.
—¿Algún contratiempo en su vida doméstica? ¿Se llevaba bien con su esposo?
—Yo diría que su vida familiar era completamente normal. La señora Davenheim es una mujer agradable y poco inteligente. Creo que un cero a la izquierda.
—Entonces tendremos que buscar ahí la solución de este misterio. ¿Tenía enemigos?
—Tenía muchos rivales financieramente, y no dudo que hay muchas personas a quienes ha favorecido y que sin embargo no le desean el menor bien. Pero no hay ninguna capaz de deshacerse de él… y si lo hubieran hecho, ¿dónde está el cadáver?
—Exacto. Como Hastings dice, los cadáveres tienen la costumbre de salir a la luz con fatal persistencia.
—A propósito, uno de los jardineros dice que vio a una persona que daba vuelta a la casa en dirección a la rosaleda. El gran ventanal del despacho da a la rosaleda… y el señor Davenheim entraba y salía de la casa por allí con mucha frecuencia. Pero el hombre estaba muy lejos, trabajando en unos planteles de lechugas y ni siquiera sabe si era su amo o no. Tampoco puede precisar la hora con exactitud. Debió de ser antes de las seis, puesto que los jardineros dejan de trabajar a esa hora.
—¿Y el señor Davenheim salió de la casa…?
—A eso de las cinco y media, poco más o menos.
—¿Qué hay detrás de la rosaleda?
—Un lago.
—¿Con casita para guardar embarcaciones?
—Sí, en ella se guardan un par de piraguas. Supongo que está usted pensando en la posibilidad de suicidio, monsieur Poirot. Bien, no me importa decirle que Miller irá allí mañana expresamente para que draguen el lago. ¡Esa es la clase de hombre que es Miller!
Poirot volvióse hacia mí sonriendo.
—Hastings, le ruego que me largue ese ejemplar del Daily Megaphone. Si no recuerdo mal, publica un retrato extraordinariamente bien grabado del desaparecido.
Me levanté para entregarle el periódico pedido. Poirot estudió el retrato con suma atención durante un buen rato.
—¡Hum! —murmuró—. Lleva el cabello bastante largo y ondulado, un gran bigote y barba puntiaguda, y sus cejas son muy pobladas. ¿Tiene los ojos oscuros?
—Sí.
—¿Y sus cabellos empiezan a encanecer, así como su barba?
El detective asintió.
—Bien, monsieur Poirot, ¿qué tiene que decir a todo esto? Está claro como la luz del día, ¿no?
—Al contrario, muy oscuro.
El hombre de Scotland Yard pareció satisfecho.
—Lo cual da grandes esperanzas de poder resolverlo—concluyó Poirot plácidamente.
—¿Eh?
—Es un buen presagio el que un caso se presente oscuro. Cuando una cosa está clara como el día… eh bien, ¡desconfíe! ¡Alguien ha procurado que lo parezca!
Japp meneó la cabeza casi con pesar.
—Bueno, allá cada uno con su fantasía. Pero no es mala cosa ver claro el camino.
—Yo no miro —murmuró Poirot—. Cierro los ojos…y pienso.
Japp suspiró.
—Bien, tiene una semana para pensar.
—¿Y me comunicará usted cualquier nuevo acontecimiento… por ejemplo… el resultado de los trabajos del inspector Miller, el de los ojos de lince?
—Desde luego. Entra en la apuesta.
—Es una vergüenza, ¿no le parece? —me decía Japp cuando le acompañé a la puerta—. ¡Como robar a un niño!
No pude por menos que asentir y una sonrisa seguía bailando en mis labios cuando volví a entrar en la habitación.
—Eh bien! —dijo Poirot en en el acto—. Se está usted burlando de papá Poirot, ¿no es cierto? —Me amenazó con el dedo—. ¿No confía en sus células grises? ¡Ah, no nos confundamos! Discutamos este pequeño problema… todavía incompleto, lo admito, pero que ya muestra uno o dos puntos interesantes.
—¡El lago! —dije yo.
—¡E incluso más que el lago, la caseta de las embarcaciones!
Le miré de reojo, viendo que sonreía del modo más enigmático y comprendí que, de momento, sería completamente inútil interrogarle.
No supimos nada más de Japp hasta la tarde siguiente.Vino a vernos a eso de las nueve. En el acto me di cuenta por su expresión que traía noticias.
—Eh bien, amigo mío —observó Poirot—.¿Todo va bien? Pero no me diga que ha descubierto el cadáver del señor Davenheim en su lago porque no le creeré.
—No hemos encontrado su cadáver, pero sí sus ropas… las mismas que vestía aquel día. ¿Qué dice usted a eso?
—¿Falta algún otro traje de la casa?
—No, su criado se ha mostrado firme en este punto, el resto del guardarropa está intacto. Hay más. Hemos detenido a Lowen. Una de las doncellas, la encargada de cerrar las ventanas del dormitorio, declara que vio a Lowen que se dirigía al despacho por la rosaleda a las seis y cuarto. Eso sería unos diez minutos antes de que abandonara la casa.
—¿Qué dice él a esto?
—Primero negó que hubiera salido del despacho, mas la doncella se mantuvo firme, y luego simuló haber olvidado que había salido por el ventanal para examinar una rosa poco corriente. ¡Una historia bastante endeble!, y vamos encontrando nuevas pruebas contra él. El señor Davenheim siempre llevaba un pesado anillo de oro con un solitario en el dedo meñique de su mano derecha. Pues bien, su anillo fue empeñado en Londres el sábado por la noche por un hombre llamado Billy Kellet… Ya le conocía la policía… el pasado otoño estuvo tres meses en la cárcel por robar el reloj a un anciano. Al parecer trató de empeñar el anillo nada menos que en cinco sitios distintos, al fin lo consiguió, cogió una buena borrachera con lo que le dieron por él, asaltó a un policía y lo detuvieron. Fui a Bow Street con Miller y le he visto. Ahora está bastante sereno, y no importa confesar que le hemos asustado bastante insinuándole que puede ser culpado de asesinato. Ésta es su declaración… bastante curiosa por cierto:
»El sábado estuvo en las carreras de Entfield, aunque me atrevo a decir que lo que le interesaban eran los alfileres de corbata y no las apuestas. De todas maneras, tuvo un mal día y mala suerte. Iba caminando por la carretera de Chingside y se sentó en una zanja para descansar antes de entrar en el pueblo. Pocos minutos más tarde observó que se aproximaba un hombre por la carretera, “moreno, de grandes bigotes, uno de esos ricachones de la ciudad”. Así lo describe.
»Kellet estaba semioculto por un montón de piedras. Poco antes de llegar a donde él estaba, el hombre miró rápidamente a un lado y otro y sacó un pequeño objeto del bolsillo, arrojándolo por encima del seto. Luego echó a andar camino de la estación. Ahora bien, el objeto arrojado por encima del seto produjo un sonido metálico que despertó la curiosidad del hombre sentado en la zanja. Fue a ver lo que era, y tras una breve búsqueda descubrió el anillo. Ésta es la historia de Kellet. Hay que decir que Lowen lo niega rotundamente y que la palabra de un hombre como Kellet no inspira la menor confianza. Cabe dentro de lo posible que encontrase a Davenheim por aquellos parajes, le robara y lo asesinara.
Poirot meneó la cabeza.
—Muy poco probable, mon ami. No tenía medio de deshacerse del cadáver, y ahora ya habría sido descubierto. En segundo lugar, el modo como fue a empeñar el anillo demuestra que no cometió un crimen para apoderarse de él. En tercer lugar, un ladrón rara vez comete un asesinato. En cuarto lugar, puesto que ha estado en la cárcel desde el sábado, sería mucha coincidencia que pudiera dar una descripción tan exacta de Lowen sin haberle visto.
Japp asintió.
—No digo que no tenga razón. Pero de todas formas no conseguirá que un jurado tome en cuenta la declaración de un sujeto semejante. Lo que parece extraño es que Lowen no encontrase un medio más inteligente para librarse del anillo.
Poirot se encogió de hombros.
—Bien, después de todo, si fue encontrado en los alrededores podía ser que lo hubiese arrojado el propio Davenheim.
—Pero ¿por qué quitárselo? —exclamé.
—Pudiera existir una razón para hacerlo —dijo Japp—. ¿Sabe usted que detrás del lago hay una puertecita que da a la colina, y en menos de tres minutos se llega a… qué diría usted… a un horno de cal?
—¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Quiere usted decir que aunque la cal pudiera destruir el cadáver no causaría efecto alguno sobre el anillo de oro?
—Exacto.
—Me parece que eso lo explica todo —dije—. ¡Qué horrible crimen!
De común acuerdo, los dos volvimos a mirar a Poirot. Parecía perdido en sus pensamientos, y tenía el ceño fruncido como en un supremo esfuerzo mental. Comprendí que al fin su agudo intelecto se había puesto en movimiento. ¿Cuáles serían sus primeras palabras? No tardamos mucho en salir de dudas. Con un suspiro. Poirot relajó sus músculos, y volviéndose a Japp preguntó:
—¿Tiene usted idea, amigo mío, de si el señor y la señora Davenheim ocupaban el mismo dormitorio?
La pregunta parecía tan ridícula e inadecuada que por un momento los dos nos miramos en silencio. Al fin, Japp lanzó una carcajada.
—Dios Santo, monsieur Poirot. Pensé que iba a decir algo sorprendente. En cuanto a su pregunta… No lo sé.
—¿Podría averiguarlo? —preguntó Poirot con extraña insistencia.
—Oh, desde luego… si es que de verdad desea saberlo.
—Merci, mon ami. Le quedaré muy agradecido si lo hace.
Japp le contempló fijamente durante algunos minutos, Poirot parecía habernos olvidado. El detective, meneando la cabeza con pesar al tiempo que decía: «¡Pobre viejo! ¡La guerra ha sido demasiado para él!”, salía de la estancia.
Como Poirot parecía seguir soñando despierto, cogí una hoja de papel y me entretuve en hacer algunos apuntes. La voz de mi amigo me sobresaltó. Había despertado de su sueño y me miraba con gran atención, espabilado y alerta.
—Que faites vous là, mon ami?
—Estaba anotando los datos que me parecen de más importancia en este asunto.
—¡Se vuelve usted metódico… al fin! —dijo Poirot en tono aprobador.
Yo disimulé mi contento.
—¿Quiere que se los lea.
—De mil amores.
Aclaré la garganta.
—Primero: Todas las pruebas señalan a Lowen como el hombre que forzó la caja fuerte.
«Segundo: Tenía ojeriza a Davenheim.
«Tercero: Mintió en su primera declaración al decir que no había salido del despacho.
«Cuarto: Si aceptamos la declaración de Billy Kellet como cierta, Lowen queda complicado.
Hice una pausa.
—¿Y bien? —pregunté al fin, pues me parecía que había puesto el dedo en todos los factores vitales.
Poirot me contempló compasivamente, meneando la cabeza.
—Mon pauvre ami! ¡Bien se ve que no está usted dotado! Nunca sabrá apreciar el detalle importante. Y su razonamiento es falso.
—¿Cómo?
—Déjeme considerar sus cuatro puntos. Primero: El señor Lowen no podría saber con seguridad si tendría ocasión de abrir la caja. Se trata de celebrar una entrevista de negocios. No pudo saber de antemano que el señor Davenheim habría ido a echar una carta y que por consiguiente le dejaría solo en el despacho.
—Pudo haber aprovechado la oportunidad —insinué.
—¿Y las herramientas? ¡Los ciudadanos no llevan encima herramientas para forzar cerraduras si se presenta la ocasión! Y no es posible abrir esa caja fuerte con un cortaplumas, bien entendu!
—Bueno, ¿qué me dice del número dos?
—Dice usted que quiere decir que una o dos veces le venció. Y es de presumir que esas transacciones fueran hechas con el propósito de beneficiarse. En todo caso, por lo general no se odia al hombre que se ha vencido… sino lo más probable es que ocurra todo lo contrario. Cualquier rencor que pudiera haber entre ellos sería por parte del señor Davenheim.
—Bien, no puede usted negar que Lowen mintió al decir que no había salido del despacho.
—No. Pero puede que se asustara. Recuerde que las ropas del desaparecido han sido encontradas en el lago. Desde luego que hubiera hecho mejor diciendo la verdad en todo.
—¿Y el cuarto punto?
—Se lo concedo. Si la historia de Kellet es cierta, Lowen queda complicado sin duda alguna. Por eso este asunto resulta tan interesante.
—¿Entonces, aprecia un factor vital?
—Tal vez… pero usted ha pasado enteramente por alto los dos puntos más importantes, los que sin duda alguna encierran la solución de todo este enrevesado asunto.
—Pues dígame cuáles son…
—Uno, la pasión que se despertó en el señor Davenheim durante los últimos años por la compra de joyas. El otro su viaje a Buenos Aires el otoño pasado.
—¡Poirot, usted bromea!
—Hablo muy en serio. Ah, pero espero que Japp no olvide mi pequeño encargo.
Pero el detective, aun tomándolo a broma, lo había recordado tan bien, que a las once de la mañana del día siguiente Poirot recibía un telegrama, que a petición suya leí en voz alta.
«Los señores Davenheim han ocupado habitaciones separadas desde el invierno pasado en todas ocasiones.»
—¡Aja! —exclamó Poirot—. Y ahora estamos a mediados de junio. ¡Todo está solucionado!
Le miré.
—¿No tendrá usted dinero en el Banco Davenheim y Salmon, mon ami?
—No —repuse intrigado—. ¿Por qué?
—Porque le aconsejaría que lo retirase… antes deque sea demasiado tarde.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que espera?
—Espero una gran quiebra para dentro de unos días…o tal vez antes. Lo cual me recuerda que debemos corresponder a la atención de Japp. Deme un lápiz, por favor, y un impreso. Voilà! «Le aconsejo retire cualquier dinero depositado en la firma en cuestión.» ¡Esto intrigará al bueno de Japp! ¡No lo comprenderá en absoluto… hasta mañana o pasado!
Yo me mantuve escéptico, pero al día siguiente me vi obligado a rendir tributo a su innegable poder. En todos los periódicos aparecía en grandes titulares la quiebra sensacional del Banco Davenheim. La desaparición del famoso financiero adquirió un aspecto totalmente distinto bajo la nueva revelación de los asuntos económicos del Banco.
Antes de que terminásemos de desayunar, se abrió la puerta y Japp entró corriendo. En la mano derecha llevaba un papel, y en la izquierda el telegrama de Poirot, que dejó sobre la mesa, ante mi amigo.
—¿Cómo lo supo, monsieur Poirot? ¿Cómo diablos pudo saberlo?
—¡Ah, mon ami, después de su telegrama estuve seguro! Desde el principio me pareció que el robo de la caja fuerte tenía gran importancia. Joyas, dinero efectivo, acciones al portador… todo muy convenientemente dispuesto para… ¿quién? Bien, el buen monsieur Davenheim era uno de esos «que se preocupan ante todo en su propio beneficio». ¡Y luego su pasión por adquirir joyas en los últimos años. ¡Qué sencillo! Los fondos que desfalcaba los convertía en joyas, que luego es probable reemplazase por duplicadas en pasta y de este modo iba poniendo en lugar seguro, bajo otro nombre, y amasando una fortuna considerable para disfrutarla a su debido tiempo cuando se hubiese perdido su rastro. Una vez todo dispuesto cita al señor Lowen (quien tuvo la imprudencia de enfurecer al gran hombre un par de veces), hace un agujero en la caja fuerte, deja la orden de que su invitado sea introducido en el despacho y sale de la casa… ¿Adónde va? —Poirot se detuvo alargando la mano para coger otro huevo duro. Frunció el ceño—. Es realmente insoportable —murmuró— que todas las gallinas pongan los huevos de distintos tamaños. ¿Qué simetría puede haber entonces en una mesa? ¡Por lo menos en la tienda debían ordenarlos por docenas!
—Qué importan los huevos —replicó Japp impaciente—. Deje que los pongan cuadrados si quieren. Díganos adónde fue nuestro hombre cuando salió de «Los Cedros»… es decir, ¡si es que lo sabe! ¡Que yo creo que no!
—Eh bien, fue a su escondite. Ah, ese monsieur Davenheim debe tener algún defecto en sus células grises, pero son de primera calidad, seguro.
—¿Sabe usted dónde se esconde?
—¡Desde luego! Es de lo más ingenioso.
—¡Por amor de Dios, dígalo entonces!
Poirot, con toda calma, fue recogiendo los trocitos de cáscara de huevo y colocándolos en el interior de su taza. Una vez concluida esta operación, sonrió ante el efecto de pulcritud conseguido y luego nos miró con afecto.
—Vamos, amigos míos, ustedes son hombres inteligentes. Háganse la pregunta que yo me hice: «Si yo fuese ese hombre, ¿dónde me escondería?» Hastings, ¿qué dice usted?
—Pues —repuse—; tengo la impresión de que no soy ninguna lumbrera. Yo me hubiera quedado en Londres… en la zona muy céntrica, y hubiera viajado continuamente en metros y autobuses;tendría diez oportunidades contra una de ser reconocido. Hay cierta seguridad entre la multitud.
Poirot miró interrogadoramente a Japp.
—No estoy de acuerdo. Huir en seguida… es la única posibilidad. Tuvo tiempo de sobra para disponerlo todo de antemano.Yo hubiera tenido un yate preparado esperándome con el motor en marcha, y me hubiese marchado a cualquier rincón ignorado antes de que se armara el alboroto.
Los dos miraron a Poirot.
—¿Qué dice usted, monsieur?
Guardó silencio por unos instantes. Luego una sonrisa muy curiosa iluminó su rostro.
—Amigos míos, si yo quisiera esconderme de la policía, ¿saben a dónde iría? ¡A la cárcel!
—¿Qué?
—¡Usted busca a monsieur Davenheim con el deseo de meterlo en la cárcel, de modo que no soñará siquiera en mirar si ya está en ella!
—¿Qué quiere decir?
—Usted me dijo que madame Davenheim no era una mujer muy inteligente. ¡Sin embargo creo que si la lleva a la calle Baw y la enfrenta con Billy Kellet le reconocería! A pesar de que se ha afeitado la barba y el bigote y esas pobladas cejas, y se ha cortado el cabello. Una mujer casi siempre reconoce a su esposo, aunque él consiga engañar a todo el mundo.
—¿Billy Kellet? ¡Pero si es conocido de la policía!
—¿No le dije que Davenheim era un hombre inteligente? Preparó su coartada de antemano. No estuvo en Buenos Aires el otoño pasado… sino encarnando el tipo de Billy Kellet «por espacio de tres meses», para que la policía no sospechara cuando llegase la ocasión. Recuerde que se jugaba una gran fortuna, así como la libertad. Valía la pena para hacerlo a conciencia. Sólo…
—Sí.
—Eh bien!, sólo que después tuvo que usar barba y peluca para volver a ser el mismo de antes, y dormir con la barba postiza no es cosa fácil… y por lo tanto no pudo seguir compartiendo la misma habitación de su esposa. Usted averiguó que durante los últimos seis meses, o desde que se supuso que regresó de Buenos Aires, él y la señora Davenheim ocuparon habitaciones separadas. ¡Entonces tuve plena certeza! Todo coincidía. El jardinero que imaginó ver a su amo dando vueltas a la casa tuvo razón. Fue hasta la caseta de las embarcaciones, se vistió con ropas de «vagabundo», que supo ocultar ante su criado, arrojó las suyas al lado y llevó adelante su plan empeñando el anillo de una manera evidente, y luego asaltando a un policía para que le detuviera y de ese modo permanecer a salvo en la calle Bow, donde nadie iba a buscarle.
—Es imposible —murmuró Japp.
—Pregunte a madame —dijo mi amigo, con expresión sonriente.
Al día siguiente, junto al plato de Poirot, había una carta certificada. La abrió y encontró en su interior un billete de cinco libras. Mi amigo frunció el ceño.
—¡Ah, sacré! Pero, ¿qué voy a hacer con él? Tengo grandes remordimientos. ¡Ce pauvre Japp! ¡Ah, tengo una idea! ¡Podemos celebrar una comida los tres! Eso me consuela. La verdad es que fue demasiado fácil. Estoy avergonzado. Yo, que soy incapaz de robar a una criatura… [i]mille tonnerres! Mon ami, ¿qué le ocurre, que se ríe tan a gusto?
[/i]Sublime. :mrgreen: