Se retira Ortega. Cuelga los botines el Burrito. No juega más a la pelota el jujeño. ¡Se va el Chango! Da tristeza, pero una tristeza de esas que traen lágrimas de emoción. Dice hasta luego el último gran ídolo de River, que nadie lo dude.
Es triste que no sea con “su” camiseta, que no sea en ese verde césped que lo vio dibujar sus primeras indescifrables gambetas y tus quiebres de cintura que desafiaban la gravedad y que, más de una vez, dejaron a un defensor, lisa y llanamente, en ridículo.
Es injusto para su inmensa historia con la Banda roja que el último capítulo de su carrera como futbolista sea con un derrotero por clubes menores, alejados kilómetros, a un colectivo de distancia o apenas a pocos metros de su campo de batalla predilecto, el Monumental.
No alcanzarían las líneas para agradecerle a él que es el último ídolo inmortal de River. Hace unos años se fue el Enzo, ahora le toca a Ariel. No hay más, no busquen, porque no hay más. El Burrito encarna al último ídolo del club. Se le perdona todo y se le celebra todo de igual manera. Sí, pese a haber errado un penal ante Boca, cuando salió de la cancha se escuchó, fuerte y claro el “Orteeeega, Orteeega”. No es porque los hinchas son condescendientes con él, es porque se lo ganó. Sí, el tipo que resignificó el nombre Ariel y se lo apropió en Núñez y alrededores algo hizo para merecerlo.
Gracias Ariel. Gracias por ser el Burrito, el chango, el jujeño, Orteguita. Gracias por tus miles de gambetas, de frenos, de amagos, de “oleee”. Hizo que en La Boca tiemblen, cada vez que los tenía enfrente, por haber gritado un gol ahí, frente a la cara de ellos, por las vueltas olímpicas que dio con la camiseta de River.
En estos años pálidos, dónde River mansilló su historia, Ortega puede jactarse de haber mantenido la fina escuela riverplatense. Cada vez que lo mataron, resucitó. Por ejemplo con esa vaselina hermosa a Saja, con el golazo al Everton (Seguramente el gol más gritado en un amistoso) o esa obra de arte ante Chaca, una de sus últimas pinceladas en River.
No es un adiós, es imposible decirle adiós. Ariel siempre vivirá en la memoria del Pueblo de River y su recuerdo, como el de Labruna, el del Beto o el del Enzo, permanecerá inalterable. Ortega pasará a integrar esa lista de ídolos inoxidables. Y no será extraño que, de acá a unos años, se escuchara en las tribunas de River el “Si tendríamos a Ortega, ganamos todo” o “¿Ese es bueno? Vos no viste a Ortega, querido”. No sería raro y sería hasta justo.
Ortega supo volver, supo pelear para regresar y declaró ante cada cámara, micrófono y/o periodista que no era feliz en ningún lado que no fuera River y siempre dejó bien en claro que cuando más se notó su magia, donde más brilló su gambeta y donde más engañaron sus amagues, fue con la gloriosa banda roja cruzándote el pecho.
Demostró eso y, de paso, cerró unas cuantas bocas, de aquellos que lo quisieron retirar antes de tiempo, dejando de lado el detalle que él se ibaa a retirar cuando quisiera. Porque siempre, en la cancha, el fútbol hizo lo que él quiso. Eso fue así hasta que el físico lo abandonó, hasta que esa enfermedad que sobrelleva le sacó algo del brillo eterno que saben tener sus gambetas.
Es una verdadera pena que el final de su carrera, llena de alegrías, emociones y vívidos recuerdos que hacen poner la piel, más que nunca, de gallina, termine manchada por esas malditas recaídas, por su igualmente maldita enfermedad. Salpicadas por pasos grises en clubes que nunca en la vida soñaron con que un jugador de su calibre se pusiera esa camiseta (Sin ofender, claro).
Quizás, ahora, haciendo un resumen, debería haberse cuidado de otra manera, quizás alguien lo llevó por el mal camino, quizás no tuvo consciencia de su problema o, quizás, simplemente no le importe. Lo único que, a los hinchas de River les queda pedirle, es que se cuide. Nadie quiere levantarse un día y enterarse que el Burrito terminó mal.
Dentro de su enfermedad, también supo generar tardes mágicas. Incluso se dio el gran gusto de pintarle nuevamente la cara a Boca, con caños, lujos, habilitaciones y hasta un nuevo gol. Así salió campeón en este pálido River y, con 34 años y todo, fue pieza clave del título del 2008. Después, le enseñaron la puerta de salida.
Deambuló en Mendoza, en Floresta luego que el presidente actual no tuviera la deferencia, siquiera, de estar presente en su salida. Su último club fue Defensores de Belgrano, a pocas cuadras del Monumental. Quizás pensó que si no podía jugar en su casa, por lo menos que fuera cerca, ¿no? No rindió. Eso está fuera de toda discusión.
En este mercado de pases firmó su rescisión con River, otro lugar del que debió haberse ido cuando él quisiera y no cuando el poder de turno lo dispuso. Fue el golpe de gracia. El que terminó de convencerlo. El que terminó de marcarle que lo más sano e inteligente era emprender el camino del retiro.
Eso sí, siempre demostró vergüenza, siempre quiso jugar. Y siempre les enseñó a varios lo que es River. Les explicó donde estaban -Fabbiani, el último caso- . Eso sí, en su última etapa, alguna vez alguien debió recordárselo a él.
En definitiva Ariel, hizo de River su casa y de sus hinchas, sus fieles. Dio todo con la banda roja en el pecho: goles, gambetas, alegrías. Nadie le robará eso a los hinchas del Millo, mucho menos alguien lo olvidará. Ortega fue ídolo del River de galera y bastón, del River que todos piden que vuelva. Siempre dejó bien en alto su estirpe futbolística.
Si hay Justicia, a Ortega le tocará ver una vez más ese estadio lleno. Sus oídos se llenarán con la última y eterna ovación. Hasta luego, Ariel. Siempre que alguien dibuje una gambeta en el Monumental, los hinchas de River se acordarán de él.