Hasta acá llego mi amor

Concuerdo 100% en todo, excepto en la primer frase. Yo creo cuando el dice “abandonar” es a él en particular. La gente va a seguir yendo, y va a pasar todo eso que dijiste. Pero es como cambiar la forma que uno siente a River. Es muy complicado decir: “basta de esta mierda”, ¿por que nos tenemos que poner mal por tipos que juegan al futbol? Uno como hincha da, da y da, y a cambio no recibe NADA. Pero nada. Y entonces a veces uno se pone a pensar: ¿por que? ¿cual es el sentido de todo esto? ¿que gano? ¿vale la pena sufrir TANTO? Y no, obvio que no. Lo que el quiere abandonar es eso, dejar de hacer tanto sacrificio, de gastar tanto tiempo en River, de gastar plata en River, de dejar de hacer cosas por River, de dejar de sufrir y pasarla mal. Eso se refiere con “abandonar a River”. El tema es si eso fuera tan facil… Yo por ejemplo el domingo llegue de la cancha y estaba de pesimo humor, le respondi mal a mi vieja una cosa, y todo por un puto partido de River. ¿Vale la pena? Me siente un pelotudazo haciendo todo eso. Siento que me estafaron en la cara, que me estafan en la cara y no hago NADA. Y que no va a cambiar nada! Sigo pagando la cuota, sigo gastando 6 horas para ir a la cancha cuando deberia estar descansando, estudiando o lo que fuere. El lunes me levante y tambien seguia de mal humor. Entre al foro, empezas a leer y te agarra una sensacion de stress, de que hoy juega central, de que mañana juega instituto, de que estamos igual de quilmes, de una promocion, de esto. Es como… BASTA. Necesito que afloje todo esto. Y no!! ni cerca de terminar esta todo esto. Hoy por ejemplo vi que mi viejo tenia el libro “Ser de River” de Andres Burgo. La verdad me sorprendio bastante, porque si bien el es de River no le importa tanto, quizas se lo regalaron, ademas nunca me dijo nada. Cuestion que leo la contratapa y me pongo a pensar: ¿para que lo voy a leer? ¿para enterarme de todas las cosas que no se, pero que en verdad si? porque si bien no las se no me va a sorprender nada. No quiero leer un libro que cuente toda la mierda de River porque me voy a poner mal, me va a agarrar mas bronca, impotencia, desesperacion de saber que todos esos hijos de puta estan ahi con toda nuestra guita y con toda la impunidad que existe y yo aca pasandola mal como un gil. Eso se refiere con abandonar. Todo esto es lo que hay que abandonar. Pero no es tan facil. No es tan facil decir “listo, se acabo”. Y dejar de hacerte mala sangre, sufrir, pasarla mal, etc. Es agobiante…

PD: me fui por las ramas, pero necesitaba descargarme un poco, gracias por hacerme de psicologa jaja

Claro, por eso digo, que el “abandonar” no existe, nadie abandona a River. Simplemente no entendemos cómo hacer para cambiar todo esto y probamos todas las maneras, desde los mecanismos que uno tiene como hincha, posibles con el único resultado de amargarnos más, más y más la vida.

A mí me pasó de todo en la vida, se separaron mis viejos, muerte de familiares, separaciones, frustraciones personales, me pasó algo terrible hace un poquito más de una semana que no viene al caso; todo lo paso con total tranquilidad y entereza; menos esto. El descenso me hizo mierda. Esto me supera, esto estaba solucionado, no estaba en el guión, no iba a pasar, nosotros éramos invencibles. Pero bueno, yo lo que digo es que si nos cambiaron el guión, tratemos de darle una vuelta de timón a la situación nosotros, sin desesperarnos. Es muy difícil pero tenemos que salir un poco de esta esquizofrenia colectiva que se generó al pelear el descenso.

Sabes que cada dia de mi vida me pregunto eso???

Osea. Yo tengo 25. Y veo futbol concientemente desde los 7.
Me crie futbolisticamente con el tricampeonato y la libertadores y supercopa. Futbol Champagne.

Alcanze a vivir el ultimo puchito del verdadero RIVER.

Y hoy, sufro esto como nadie. Tengo una angustia terrible. Me peleo con todo el mundo, etc , etc…

Y cuando veo como lo sufro yo. Me pregunto eso.
Si yo la paso asi. Que deben pensar los que son mas grandes que yo?
Que deben pensar aquellos que vieron a RIVER CAMPEON DEL MUNDO?
Como deben sentirse aquellos que vivieron las epocas mas gloriosas del club?
Los viejos… Pobres.

No quiero ni imaginarme. Si yo lo sufro asi. No quiero ni imaginarme que pasa por la cabeza de las personas que son mas grandes que yo…

“Nos quieren tristes porque los pueblos deprimidos no vencen.
Por eso venimos a combatir alegremente.
Nada grande se puede hacer con la tristeza"

Arturo Jauretche.

Lo vi campeón del mundo, pero no te vayas tan atrás: hace diez años el bardeo a River era por ser tri subcampeón o no poder ganar la Libertadores.
Muchos cuando ganábamos los campeonatos locales decían “Que me importa este Torneo, yo quiero la Libertadores” y no festejaban. Macho eras campeón CAMPEÓN, mirá donde estas ahora, rezandole a Independiente RIvadavia que le saque un empatecito a Central.
Todo me resulta tan irreal, como que todavía no caigo del todo…

Yo debo ser de los pocos que al campeonato y a la copa le dio la misma importancia. La copa mas importante del continente contra la liga mas importante y competitiva de sudamerica (al menos hasta hace un par de años atras), pero queriamos ganar algo nuevo, al menos una puta sudamericana (copa de leche), nos cansabamos de ganar siempre campeonatos.

Yo estoy experimento en estos días algo parecido al primer mensaje de este thread, osea últimamente prefiero hacer otra cosa antes que ir a la cancha, prefiero gastar la plata en salir con mis amigos y mi novia a gastar plata y perder todo un día en ir a la cancha como hacía antes. Ver los partidos me pone mal, pero tampoco puedo no verlos porque no se puede dejar de ser fanático de un día para el otro, pero de a poco voy tratando de de no hacerme tanta mala sangre.

Si. Yo por suerte vivi algo de eso.
De hecho yo personalmente el campeonato del 2004 con astrada ni lo festeje. Estaba aburrido de dar vueltas… Y lo decia…

Mamita… Lo que daria por hoy estar festejando un campeonato!!

Yo tampoco todavia caigo. No la puedo creer. Y no es que me niegue. Si no que no me entra en la cabeza…

Pero mi duda es, osea, si yo la sufro asi… La gente que es mayor que yo? Se debe quereer morir de verdad…

X(

Yo mi primer recuerdo en la cancha fue en el 99 el 4-3 a Belgrano con el gol de Angel de taco :cry:

Cinco millones de lágrimas

Esta es una historia de un padre y un hijo. Y termina con el hijo dormido boca abajo, en su cama, mientras el padre, sentado en el borde, le rasca la espalda hasta asegurarse de que ha conciliado el sueño.
Antes de eso, antes de dejarse vencer por el cansancio, el hijo ha llorado a mares. Ha llorado sin consuelo, como se llora cuando uno llora en serio. Ahora el padre lo mira dormir en la penumbra. Lo ve enorme, con esos trece años que le crecen y le desbordan de los huesos. Enorme y, al mismo tiempo, tan chiquito como siempre. ¿Será un defecto de todos los padres, eso de ver siempre pequeños a los hijos, o será un defecto apenas de ese padre en particular?
Están lejos de casa. Mucho. Están en la habitación de un hotel brasileño, cerca de las Cataratas del Iguazú. Así de lejos están. La hija duerme en la cama de al lado. Duerme desde hace varias horas. En la otra habitación, la madre duerme también desde hace mucho. Es normal. Está bien. Están cansadas. Pero ni el hijo ni el padre han podido dormir.
Horas atrás, mientras el sol de plomo de Iguazú se escondía detrás del horizonte, empezó esta historia que ha llevado al hijo a dormirse llorando. Estaban en la pileta, en plena jarana, y de repente se puso serio y preguntó si “iban a verlo”. Así, sin circunloquios ni preámbulos. El padre puso cara de sorpresa. Cara de no saber de qué le estaba hablando. Pero sabía. “¿Acá en Brasil? Seguro que no lo dan”, afirmó el padre, deseando que fuera cierto. “La tele agarra un canal de Posadas. Canal 12. Lo pasan por ahí”, le informó su hijo con seguridad absoluta.
El padre, en silencio, se lamenta. Porque no quería saber. Qué cosa estúpida es el espíritu humano. O, por ser más preciso, el espíritu de ese padre. Con ese tiene suficiente. Porque hace horas que viene deseando que no lo den. Que viene queriendo no enterarse. Supone el padre que, como hincha, un hombre atraviesa diferentes etapas en la vida.
Bueno, él está en la etapa de hacerse el ciego y hacerse el sordo con el fútbol. Sabe perfectamente por qué. No quiere sufrir. No quiere perder. Si se pone profundo, advierte que no querer arriesgarse a perder, le impide a uno la posibilidad de ganar. Uno no puede jugar si no tolera perder. Perfecto, señores, piensa el padre. Entonces no juega. Que el equipo siga sin él. El está de vacaciones en las Cataratas. Y si se trata de un partido decisivo contra el puntero del campeonato, a él le importa un comino. Y si su equipo tiene la chance, después de siete años, de quedar a tres puntos de la cima de la tabla faltando cuatro fechas para el final del campeonato, le importa otro. No quiere saber. No quiere jugar. No quiere perder.
Pero ahí está el hijo, que pese a todas las elusiones estuvo recorriendo los canales de la televisión brasileña y encontró, entre todas las emisoras en portugués, el canal 12 de Posadas, mal rayo lo parta. Y el padre no puede dejarlo solo.
Y ahí salen los jugadores. A mil ochocientos kilómetros, salen a la cancha. Llevan pantalones blancos. El padre se pregunta cuántos años, cuántas décadas, hace que el equipo no usa pantalones blancos. El hijo también lo pregunta, pero lo pregunta en primera persona. “¿Por qué usamos pantalones blancos, papá?”. Así lo pregunta el hijo. Primera persona del plural. Nosotros usamos. Esa maldita primera persona del plural. Usamos. ¿Qué “usamos”? El padre no usa ningún pantalón blanco. El hijo tampoco. Son los jugadores quienes los están usando. Ellos y gracias. Pero el hijo y el padre hablan así, cuando hablan del equipo. Y el padre no puede corregir al hijo porque se lo enseñó él. ¿Y entonces?
Claro que puede decirle “Mirá, petiso, todo lo que te enseñé era mentira. Dejá de creer en estos tipos, como dejaste de creer en Papá Noel o el Ratón Pérez”. Puede decírselo, pero no va a decírselo.
Llueve. Por la tele se ve lo mucho que llueve. Eso es malo, piensa el padre. Los partidos en cancha barrosa se vuelven mucho más impredecibles. Y a mí qué me importa, se dice el padre de inmediato. Asunto de ellos. Ese equipo no soy yo. Ese equipo no soy yo, se repite el padre, y se siente en plena sesión de terapia de autoayuda. Pero no dice nada. Está su hijo. Y si el hijo ama de ese modo esa ficción es por culpa de su padre. El se lo enseñó. El le transmitió ese amor ridículo e inútil. Así que lo menos que le debe es el silencio.
El silencio sobre lo que siente, sobre lo que teme, sobre lo que odia. De lo demás, sí que hablan el padre y el hijo. Comentan las jugadas. Discuten suavecito, por arriba nomás, sobre los jugadores que prefiere cada uno. Para quién fue el lateral que acaban de cobrar. Si el ocho de ellos es un paquete o sabe jugar al fútbol. A veces están de acuerdo. A veces, no. El partido sigue. El equipo del padre y el hijo tiene tres, cuatro minutos de vértigo. Rodea el área del puntero del campeonato. El padre y el hijo se entusiasman. Porque los defensores del rival despejan con torpeza. Se siente que el gol está cerca. Se palpa que, en cualquier momento, puede venir el gol que los ponga a tres puntos de la punta. Pero se equivocan. El momento pasa y se extingue, como esas tormentas que son puro viento y truenos lejanos. Y casi enseguida termina el primer tiempo. En el fondo, el padre está seguro de que van a perderlo. Ese partido ya lo ví cien veces. Mil veces. Eso de un equipo frágil que tiene sus cinco minutos de envión y los desaprovecha. Después pierde. El padre sabe que van a perderlo.
Y en ese momento se corta la luz. En Iguazú también está lloviendo, y mucho más que en Buenos Aires, y por eso o porque sí acaba de cortarse la luz en el hotel. Y el padre se siente culpable porque parece que tanto desear no enterarse, tanto desear no saber, y parece que al final se le va a cumplir el deseo. No tienen una radio. No tienen una computadora. El único modo de saber es con la tele. Y si la electricidad demora un par de horas, no habrá manera de saber. Al menos, no hasta el día siguiente.
La luz regresa después de media hora. Encienden el televisor otra vez. Van diez minutos del segundo tiempo y empatan uno a uno. Se preguntan cuál de los dos habrá metido el primer gol. Desean que haya sido el rival.
Razonamiento básico del futbolero. Mejor empatar a que te empaten. Observan las tribunas. Se ven las de ellos, las del equipo del padre y el hijo. La gente está quieta. Significa que su equipo hizo el primer gol, y después le empató el rival, el que va puntero. El padre sabe pocas cosas acerca de la vida, pero esa la sabe. Cuando te empatan, sí o sí te quedás quieto un rato. Tal vez después vas a saltar. Pero cuando te empatan, tu ilusión se desinfla y te obliga a dejar los pies bien puestos en el piso. El hijo se aproxima a la pantalla y, sin una palabra, señala a la gente quieta en la tribuna y dice “Íbamos ganando y nos empataron ellos”. El hijo también sabe leer las tribunas, y el padre se avergüenza de pensar en todas las cosas importantes que no será capaz de enseñarle, porque ha perdido el tiempo enseñándole cosas como ésta.
Siguen viendo el partido sentados en el borde de la cama. Atrás la madre duerme, ajena a lo que pasa. El equipo tiene otro ramalazo de iniciativa. Ellos dos, a mil ochocientos kilómetros, estiran las piernas, intentando también conectar esos centros de rastrón que surcan del área penal del puntero. Pero no llega a conectar ninguno. Ni ellos dos ni los jugadores, claro. El padre piensa en ellos. En los jugadores. Se pregunta cuánto les importa lo que sucede. Se pregunta qué le importaría a él, si estuviera en su lugar. El partido contra el puntero o el dinero que le pagan por jugarlo. Ese es otro motivo para su esceptismo. “Pelotudos millonarios”, se dice. Un modo como tantos otros de insultarlos, o de descreer en ellos. Al padre le molesta que ganen dinero por hacer eso. Y que ganen tanto. “Soy un idiota”, se dice. Un pusilámine. Porque en realidad se hace mala sangre por unos jugadores de fútbol y no se preocupa con los hijos de puta que se llenan de dinero traficando con armas o con drogas, sino con esos tipos que juegan al fútbol por dinero.
Se escandaliza con la injusticia de que ganen un dineral, pero no se escandaliza con los pobres o los oprimidos. Le viene a la memoria la frase pedante de un arquero narigón que hace un par de años se burló de un alcanzapelotas, refregándole que él -el arquero- tenía cinco palos en el banco. Así se lo dijo. “Yo tengo cinco palos en el banco”. Y debe ser cierto. Puede que ese arquero sea un imbécil, pero el padre no cree que sea un mentiroso. Todo eso lo piensa mientras el equipo de nuevo se desinfla. Mientras de nuevo el partido se empareja. “Nos estamos quedando”, dice el hijo, y el padre le da la razón.
Y de nuevo lo asalta, al padre, la certeza de que van a perderlo. Y ni siquiera le preocupa ahora el uso indebido de la primera persona del plural. Porque está abrumado por la certeza de que tarde o temprano un contraataque del puntero del campeonato va a terminar en el arco. Porque ya vio ese partido cientos de veces. Miles. Sobre todo en los últimos años, mientras su equipo se convertía en este equipo mediocre y vulnerable que es ahora. Mira a su hijo, que todavía tiene tiempo de esperanzas. Todavía se sacude cuando un centro cae al área. Su mujer protesta en sueños por las sacudidas del colchón. Feliz de ella, que puede dormir en semejante momento. Feliz de ella que no entiende estas estúpidas lealtades de los hombres. O de algunos hombres. Como el estúpido del padre, que no solo las ha encarnado, sino que se las ha enseñado al hijo.
Y sucede. El gol del rival finalmente sucede. A los treinta minutos del segundo tiempo. Un contraataque, un par de rebotes suertudos, una buena definición. Ahora sí se termina el campeonato. El padre se va al baño. No quiere ver las repeticiones de la jugada. Cuando uno está en la cancha, por lo menos, los goles del rival se ven una sola vez. Pero en la tele los dan cien veces. Aunque uno esté viendo el Canal 12 de Posadas, provincia de Misiones, a mil ochocientos kilómetros de su casa en un hotel que queda en un país en el que hablan otro idioma.
Cuando el padre vuelve del baño, el hijo se ha ido a la otra pieza, donde duerme su hermana. El partido sigue. El padre sabe que el hijo no está durmiendo, sino esperando un milagro. Está esperando que su equipo lo empate. Que lo empate primero y lo gane después. A veces pasan, esas cosas. En el fútbol, pasan. Claro que, por cada vez que ocurren, hay otras cien veces en que no ocurren. Tantas que al final -y si a uno le dieran a elegir- sería mejor que no ocurrieran, porque así la esperanza termina siendo el más exquisito de los castigos, la más irónica de las burlas del destino. Una vez ibas perdiendo con Chicago hasta los cuarenta y cinco del segundo tiempo, y con dos goles entre el minuto 45 y 48 lo diste vuelta y lo ganaste. Eso pasó hace un montón. Pero ahora, cada vez que perdés, imaginás que puede pasar lo mismo.
Y el hijo, acostado en la penumbra, le ha dejado ese encargo tácito. Despierto, con los ojos fijos en el techo, espera que dentro de quince minutos el padre se acerque a su cama y lo abrace y le diga que ocurrió el milagro. Espera eso. Necesita eso. Y el padre mira el partido deseando con todo su amor que sea cierto. Espera poder regalarle semejante maravilla. Pero pasan los minutos y el equipo ni siquiera ataca. El puntero espera bien parado atrás. No tiene apuro.
Y los jugadores propios no tienen ideas. “Propios”, vuelve el padre sobre las mismas palabras con las que piensa. Seguro que alguno de esos futbolistas tiene cinco palos en el banco. Y seguro que alguno de los que todavía no los tienen, los tendrá en el futuro. Pero ahora al padre eso no le importa. Lo único que quiere es que empaten y que ganen. Quiere regalarle eso a su hijo. Pero van treinta y cinco minutos y no sucede. Y van cuarenta. Y están en tiempo cumplido. Y el hijo sigue esperando, en silencio y en la oscuridad. No queda casi tiempo para nada. Un par de centros desesperados y un árbitro que alza los brazos para indicar que el partido ha terminado. Listo. Adiós campeonato. Hace un rato estaban a seis puntos. Por unos minutos estuvieron a tres. Ahora quedaron a nueve. Se acabó el campeonato. Otra vez.
Pero todavía falta. Debe levantarse e ir hasta la otra pieza. Camina sin hacer mucho ruido. Sabe que su hijo está mirándolo aunque esté oscuro. El padre se sienta a su lado. La cama cruje. En ese momento, el padre cambiaría cinco palos en el banco por poder decirle “Lo dimos vuelta. Somos unos genios. Tres a dos, sobre la hora”. Pero no puede. Porque no le puede mentir, y porque jamás tendrá cinco palos en el banco.
“Terminó”, le dice. Suena menos cruel -¿en serio se cree que suena menos cruel?- que decirle simplemente “Perdimos”. Y el hijo llora. Un sollozo largo, primero. No ve su cara, pero el padre puede imaginarla descompuesta de rabia y de tristeza contra la sábana. No hubo milagro. Solo la verdad. La verdad, y gracias. Y llora cada vez más fuerte. Cada vez con más desconsuelo. Y al padre se le acalora el ánimo y se le crispan los puños. No se puede oír llorar a un hijo sin que a uno le entren ganas de cagar a trompadas al culpable. Claro, el asunto aquí es encontrar al culpable. La fatalidad, o el fútbol, o esos imbéciles millonarios, o el idiota del padre de ese pobre hijo, que lo envolvió en esas falsas ternuras y en esos sueños imposibles.
Soy un tonto -dice mi hijo, con la voz ahogada contra las sábanas y contra sus hipos-. Soy un tonto porque me ilusioné. Y siempre me ilusiono al pedo”. El hijo dice eso, y sigue llorando. Y el padre, recostado contra el respaldo de la cama, inicia ese rito de rascarle la espalda mientras intenta encontrarle palabras que le sirvan para algo. Pero ¿qué puede decirle? Podría intentar un curso veloz de racionalismo. Y explicarle que es todo un negocio, un negocio en el que los hinchas no tienen arte ni parte, un negocio en el que todos ganan dinero menos los giles que miran, que miran y creen, que creen y quieren. Podría hablarle de esos estúpidos millonarios. Y tendría razón. Sería cierto.
Y mientras duda, el hijo sigue llorando, y sintiéndose un idiota por haberse ilusionado. Y el padre piensa que nunca va a tener una respuesta para ese dolor que tiene su hijo. ¿Qué puede desearle? ¿Que la vida lo preserve de desilusiones? Sería una utopía. El único modo de evitar la desilusión debe ser vivir con los pies y los ojos bien clavados en el suelo. Y no quiere desearle que se convierta en un escéptico, en un apático.
A fin de cuentas, no es tan malo haberlo hecho tan fana como él, de su propio equipo. Por lo menos les queda esto. Sufrir juntos. Abrazarse con los goles. Reírse amargamente cuando los suyos son vulgares y predecibles. Y ahí aparece de nuevo ese fatídico pronombre posesivo. “Suyos”. Los “jugadores suyos”. Esos jugadores que tienen millones de mangos en el banco y que no tienen casi nada que ver con ellos dos.
El padre se corrige: esos jugadores tienen algo que les pertenece, a su hijo y a él. Tienen esa camiseta que los emociona cada vez que la ven. Que refulge cuando salen a la cancha cualquier domingo a la tarde. Que los enternece cuando se la ven puesta a un pibito por la calle. Que los reconforta cuando se cruzan a un tipo que la viste y pasa en bicicleta. Mientras salgan a jugar con esa camiseta, esos jugadores son suyos. De ese padre y ese hijo. Les pertenecen. Aunque sean demasiado burros como para salir campeones. El padre lo sabe, porque ya lleva muchos años de fútbol sobre las espaldas. Y el hijo lo ignora porque todavía está tierno para estas cosas. Y está bien que así sea.
El año que viene, el hijo volverá a ilusionarse en cuanto ganen dos partidos seguidos. Y el padre volverá a ilusionarse con la alegría de él, con su indómita e infundada esperanza. Que vivir no es otra cosa que eso: esperanzarse al pedo. Y envejecer, piensa el padre mientras sigue rascando la espalda de ese hijo dormido, se puede envejecer de dos modos: perdiendo las esperanzas, o cambiando unas esperanzas por otras.
Y mientras se aleja sin hacer ruido, y vuelve a su propia cama, y su mujer se acomoda un poco para hacerle sitio, el padre piensa qué lindo que es el fútbol, que siempre, pero siempre, te sigue enseñando cosas.

Eduardo Sacheri.

Yo no sé si dentro de 20 años River estará jugando una final de Libertadores contra San Pablo o contra UAI Urquiza en la B Metropolitana, lo que si sé es que ese día/tarde/noche voy a ir a la cancha o tratar de acomodar los tiempos afin de ver el partido como lo vengo haciendo hace 33 años.

Muy lindo todo, pero te envidio. Tu esperanza me conmueve. Yo no sé de dónde sacarla si nada ha cambiado hasta hoy… pero nada eh!

Para mí sigue todo mal, y va de mal en peor

Yo adherí al thread apenas se hizo. Hoy mi situación es distinta. Cuando River pierde, me amargo pero hasta ahí no más. Hay veces que no lo veo. No te digo que mi vida ha cambiado, pero hoy valoro mucho más otras cosas que no dependen de un presidente corrupto y 11 perros corriendo detrás de una bocha.

Ahora, muy distinto sería si estuviera esa sensación de que existen vientos de cambios, dar vuelta la página, ganas de remarla de nuevo. Probablemente seguiría igual o más enfermo que antes. Pero la situación actual de River (ojo, más alla del ascenso o no) me dice, tal como Mariano, que NO VALE LA PENA querer enfermarse de la misma medicina que echaron a perder y me provocó la muerte el 26/6

Pero no por eso dejo de querer a River

Te banco Rulo