Cinco millones de lágrimas
Esta es una historia de un padre y un hijo. Y termina con el hijo dormido boca abajo, en su cama, mientras el padre, sentado en el borde, le rasca la espalda hasta asegurarse de que ha conciliado el sueño.
Antes de eso, antes de dejarse vencer por el cansancio, el hijo ha llorado a mares. Ha llorado sin consuelo, como se llora cuando uno llora en serio. Ahora el padre lo mira dormir en la penumbra. Lo ve enorme, con esos trece años que le crecen y le desbordan de los huesos. Enorme y, al mismo tiempo, tan chiquito como siempre. ¿Será un defecto de todos los padres, eso de ver siempre pequeños a los hijos, o será un defecto apenas de ese padre en particular?
Están lejos de casa. Mucho. Están en la habitación de un hotel brasileño, cerca de las Cataratas del Iguazú. Así de lejos están. La hija duerme en la cama de al lado. Duerme desde hace varias horas. En la otra habitación, la madre duerme también desde hace mucho. Es normal. Está bien. Están cansadas. Pero ni el hijo ni el padre han podido dormir.
Horas atrás, mientras el sol de plomo de Iguazú se escondía detrás del horizonte, empezó esta historia que ha llevado al hijo a dormirse llorando. Estaban en la pileta, en plena jarana, y de repente se puso serio y preguntó si “iban a verlo”. Así, sin circunloquios ni preámbulos. El padre puso cara de sorpresa. Cara de no saber de qué le estaba hablando. Pero sabía. “¿Acá en Brasil? Seguro que no lo dan”, afirmó el padre, deseando que fuera cierto. “La tele agarra un canal de Posadas. Canal 12. Lo pasan por ahí”, le informó su hijo con seguridad absoluta.
El padre, en silencio, se lamenta. Porque no quería saber. Qué cosa estúpida es el espíritu humano. O, por ser más preciso, el espíritu de ese padre. Con ese tiene suficiente. Porque hace horas que viene deseando que no lo den. Que viene queriendo no enterarse. Supone el padre que, como hincha, un hombre atraviesa diferentes etapas en la vida.
Bueno, él está en la etapa de hacerse el ciego y hacerse el sordo con el fútbol. Sabe perfectamente por qué. No quiere sufrir. No quiere perder. Si se pone profundo, advierte que no querer arriesgarse a perder, le impide a uno la posibilidad de ganar. Uno no puede jugar si no tolera perder. Perfecto, señores, piensa el padre. Entonces no juega. Que el equipo siga sin él. El está de vacaciones en las Cataratas. Y si se trata de un partido decisivo contra el puntero del campeonato, a él le importa un comino. Y si su equipo tiene la chance, después de siete años, de quedar a tres puntos de la cima de la tabla faltando cuatro fechas para el final del campeonato, le importa otro. No quiere saber. No quiere jugar. No quiere perder.
Pero ahí está el hijo, que pese a todas las elusiones estuvo recorriendo los canales de la televisión brasileña y encontró, entre todas las emisoras en portugués, el canal 12 de Posadas, mal rayo lo parta. Y el padre no puede dejarlo solo.
Y ahí salen los jugadores. A mil ochocientos kilómetros, salen a la cancha. Llevan pantalones blancos. El padre se pregunta cuántos años, cuántas décadas, hace que el equipo no usa pantalones blancos. El hijo también lo pregunta, pero lo pregunta en primera persona. “¿Por qué usamos pantalones blancos, papá?”. Así lo pregunta el hijo. Primera persona del plural. Nosotros usamos. Esa maldita primera persona del plural. Usamos. ¿Qué “usamos”? El padre no usa ningún pantalón blanco. El hijo tampoco. Son los jugadores quienes los están usando. Ellos y gracias. Pero el hijo y el padre hablan así, cuando hablan del equipo. Y el padre no puede corregir al hijo porque se lo enseñó él. ¿Y entonces?
Claro que puede decirle “Mirá, petiso, todo lo que te enseñé era mentira. Dejá de creer en estos tipos, como dejaste de creer en Papá Noel o el Ratón Pérez”. Puede decírselo, pero no va a decírselo.
Llueve. Por la tele se ve lo mucho que llueve. Eso es malo, piensa el padre. Los partidos en cancha barrosa se vuelven mucho más impredecibles. Y a mí qué me importa, se dice el padre de inmediato. Asunto de ellos. Ese equipo no soy yo. Ese equipo no soy yo, se repite el padre, y se siente en plena sesión de terapia de autoayuda. Pero no dice nada. Está su hijo. Y si el hijo ama de ese modo esa ficción es por culpa de su padre. El se lo enseñó. El le transmitió ese amor ridículo e inútil. Así que lo menos que le debe es el silencio.
El silencio sobre lo que siente, sobre lo que teme, sobre lo que odia. De lo demás, sí que hablan el padre y el hijo. Comentan las jugadas. Discuten suavecito, por arriba nomás, sobre los jugadores que prefiere cada uno. Para quién fue el lateral que acaban de cobrar. Si el ocho de ellos es un paquete o sabe jugar al fútbol. A veces están de acuerdo. A veces, no. El partido sigue. El equipo del padre y el hijo tiene tres, cuatro minutos de vértigo. Rodea el área del puntero del campeonato. El padre y el hijo se entusiasman. Porque los defensores del rival despejan con torpeza. Se siente que el gol está cerca. Se palpa que, en cualquier momento, puede venir el gol que los ponga a tres puntos de la punta. Pero se equivocan. El momento pasa y se extingue, como esas tormentas que son puro viento y truenos lejanos. Y casi enseguida termina el primer tiempo. En el fondo, el padre está seguro de que van a perderlo. Ese partido ya lo ví cien veces. Mil veces. Eso de un equipo frágil que tiene sus cinco minutos de envión y los desaprovecha. Después pierde. El padre sabe que van a perderlo.
Y en ese momento se corta la luz. En Iguazú también está lloviendo, y mucho más que en Buenos Aires, y por eso o porque sí acaba de cortarse la luz en el hotel. Y el padre se siente culpable porque parece que tanto desear no enterarse, tanto desear no saber, y parece que al final se le va a cumplir el deseo. No tienen una radio. No tienen una computadora. El único modo de saber es con la tele. Y si la electricidad demora un par de horas, no habrá manera de saber. Al menos, no hasta el día siguiente.
La luz regresa después de media hora. Encienden el televisor otra vez. Van diez minutos del segundo tiempo y empatan uno a uno. Se preguntan cuál de los dos habrá metido el primer gol. Desean que haya sido el rival.
Razonamiento básico del futbolero. Mejor empatar a que te empaten. Observan las tribunas. Se ven las de ellos, las del equipo del padre y el hijo. La gente está quieta. Significa que su equipo hizo el primer gol, y después le empató el rival, el que va puntero. El padre sabe pocas cosas acerca de la vida, pero esa la sabe. Cuando te empatan, sí o sí te quedás quieto un rato. Tal vez después vas a saltar. Pero cuando te empatan, tu ilusión se desinfla y te obliga a dejar los pies bien puestos en el piso. El hijo se aproxima a la pantalla y, sin una palabra, señala a la gente quieta en la tribuna y dice “Íbamos ganando y nos empataron ellos”. El hijo también sabe leer las tribunas, y el padre se avergüenza de pensar en todas las cosas importantes que no será capaz de enseñarle, porque ha perdido el tiempo enseñándole cosas como ésta.
Siguen viendo el partido sentados en el borde de la cama. Atrás la madre duerme, ajena a lo que pasa. El equipo tiene otro ramalazo de iniciativa. Ellos dos, a mil ochocientos kilómetros, estiran las piernas, intentando también conectar esos centros de rastrón que surcan del área penal del puntero. Pero no llega a conectar ninguno. Ni ellos dos ni los jugadores, claro. El padre piensa en ellos. En los jugadores. Se pregunta cuánto les importa lo que sucede. Se pregunta qué le importaría a él, si estuviera en su lugar. El partido contra el puntero o el dinero que le pagan por jugarlo. Ese es otro motivo para su esceptismo. “Pelotudos millonarios”, se dice. Un modo como tantos otros de insultarlos, o de descreer en ellos. Al padre le molesta que ganen dinero por hacer eso. Y que ganen tanto. “Soy un idiota”, se dice. Un pusilámine. Porque en realidad se hace mala sangre por unos jugadores de fútbol y no se preocupa con los hijos de puta que se llenan de dinero traficando con armas o con drogas, sino con esos tipos que juegan al fútbol por dinero.
Se escandaliza con la injusticia de que ganen un dineral, pero no se escandaliza con los pobres o los oprimidos. Le viene a la memoria la frase pedante de un arquero narigón que hace un par de años se burló de un alcanzapelotas, refregándole que él -el arquero- tenía cinco palos en el banco. Así se lo dijo. “Yo tengo cinco palos en el banco”. Y debe ser cierto. Puede que ese arquero sea un imbécil, pero el padre no cree que sea un mentiroso. Todo eso lo piensa mientras el equipo de nuevo se desinfla. Mientras de nuevo el partido se empareja. “Nos estamos quedando”, dice el hijo, y el padre le da la razón.
Y de nuevo lo asalta, al padre, la certeza de que van a perderlo. Y ni siquiera le preocupa ahora el uso indebido de la primera persona del plural. Porque está abrumado por la certeza de que tarde o temprano un contraataque del puntero del campeonato va a terminar en el arco. Porque ya vio ese partido cientos de veces. Miles. Sobre todo en los últimos años, mientras su equipo se convertía en este equipo mediocre y vulnerable que es ahora. Mira a su hijo, que todavía tiene tiempo de esperanzas. Todavía se sacude cuando un centro cae al área. Su mujer protesta en sueños por las sacudidas del colchón. Feliz de ella, que puede dormir en semejante momento. Feliz de ella que no entiende estas estúpidas lealtades de los hombres. O de algunos hombres. Como el estúpido del padre, que no solo las ha encarnado, sino que se las ha enseñado al hijo.
Y sucede. El gol del rival finalmente sucede. A los treinta minutos del segundo tiempo. Un contraataque, un par de rebotes suertudos, una buena definición. Ahora sí se termina el campeonato. El padre se va al baño. No quiere ver las repeticiones de la jugada. Cuando uno está en la cancha, por lo menos, los goles del rival se ven una sola vez. Pero en la tele los dan cien veces. Aunque uno esté viendo el Canal 12 de Posadas, provincia de Misiones, a mil ochocientos kilómetros de su casa en un hotel que queda en un país en el que hablan otro idioma.
Cuando el padre vuelve del baño, el hijo se ha ido a la otra pieza, donde duerme su hermana. El partido sigue. El padre sabe que el hijo no está durmiendo, sino esperando un milagro. Está esperando que su equipo lo empate. Que lo empate primero y lo gane después. A veces pasan, esas cosas. En el fútbol, pasan. Claro que, por cada vez que ocurren, hay otras cien veces en que no ocurren. Tantas que al final -y si a uno le dieran a elegir- sería mejor que no ocurrieran, porque así la esperanza termina siendo el más exquisito de los castigos, la más irónica de las burlas del destino. Una vez ibas perdiendo con Chicago hasta los cuarenta y cinco del segundo tiempo, y con dos goles entre el minuto 45 y 48 lo diste vuelta y lo ganaste. Eso pasó hace un montón. Pero ahora, cada vez que perdés, imaginás que puede pasar lo mismo.
Y el hijo, acostado en la penumbra, le ha dejado ese encargo tácito. Despierto, con los ojos fijos en el techo, espera que dentro de quince minutos el padre se acerque a su cama y lo abrace y le diga que ocurrió el milagro. Espera eso. Necesita eso. Y el padre mira el partido deseando con todo su amor que sea cierto. Espera poder regalarle semejante maravilla. Pero pasan los minutos y el equipo ni siquiera ataca. El puntero espera bien parado atrás. No tiene apuro.
Y los jugadores propios no tienen ideas. “Propios”, vuelve el padre sobre las mismas palabras con las que piensa. Seguro que alguno de esos futbolistas tiene cinco palos en el banco. Y seguro que alguno de los que todavía no los tienen, los tendrá en el futuro. Pero ahora al padre eso no le importa. Lo único que quiere es que empaten y que ganen. Quiere regalarle eso a su hijo. Pero van treinta y cinco minutos y no sucede. Y van cuarenta. Y están en tiempo cumplido. Y el hijo sigue esperando, en silencio y en la oscuridad. No queda casi tiempo para nada. Un par de centros desesperados y un árbitro que alza los brazos para indicar que el partido ha terminado. Listo. Adiós campeonato. Hace un rato estaban a seis puntos. Por unos minutos estuvieron a tres. Ahora quedaron a nueve. Se acabó el campeonato. Otra vez.
Pero todavía falta. Debe levantarse e ir hasta la otra pieza. Camina sin hacer mucho ruido. Sabe que su hijo está mirándolo aunque esté oscuro. El padre se sienta a su lado. La cama cruje. En ese momento, el padre cambiaría cinco palos en el banco por poder decirle “Lo dimos vuelta. Somos unos genios. Tres a dos, sobre la hora”. Pero no puede. Porque no le puede mentir, y porque jamás tendrá cinco palos en el banco.
“Terminó”, le dice. Suena menos cruel -¿en serio se cree que suena menos cruel?- que decirle simplemente “Perdimos”. Y el hijo llora. Un sollozo largo, primero. No ve su cara, pero el padre puede imaginarla descompuesta de rabia y de tristeza contra la sábana. No hubo milagro. Solo la verdad. La verdad, y gracias. Y llora cada vez más fuerte. Cada vez con más desconsuelo. Y al padre se le acalora el ánimo y se le crispan los puños. No se puede oír llorar a un hijo sin que a uno le entren ganas de cagar a trompadas al culpable. Claro, el asunto aquí es encontrar al culpable. La fatalidad, o el fútbol, o esos imbéciles millonarios, o el idiota del padre de ese pobre hijo, que lo envolvió en esas falsas ternuras y en esos sueños imposibles.
Soy un tonto -dice mi hijo, con la voz ahogada contra las sábanas y contra sus hipos-. Soy un tonto porque me ilusioné. Y siempre me ilusiono al pedo”. El hijo dice eso, y sigue llorando. Y el padre, recostado contra el respaldo de la cama, inicia ese rito de rascarle la espalda mientras intenta encontrarle palabras que le sirvan para algo. Pero ¿qué puede decirle? Podría intentar un curso veloz de racionalismo. Y explicarle que es todo un negocio, un negocio en el que los hinchas no tienen arte ni parte, un negocio en el que todos ganan dinero menos los giles que miran, que miran y creen, que creen y quieren. Podría hablarle de esos estúpidos millonarios. Y tendría razón. Sería cierto.
Y mientras duda, el hijo sigue llorando, y sintiéndose un idiota por haberse ilusionado. Y el padre piensa que nunca va a tener una respuesta para ese dolor que tiene su hijo. ¿Qué puede desearle? ¿Que la vida lo preserve de desilusiones? Sería una utopía. El único modo de evitar la desilusión debe ser vivir con los pies y los ojos bien clavados en el suelo. Y no quiere desearle que se convierta en un escéptico, en un apático.
A fin de cuentas, no es tan malo haberlo hecho tan fana como él, de su propio equipo. Por lo menos les queda esto. Sufrir juntos. Abrazarse con los goles. Reírse amargamente cuando los suyos son vulgares y predecibles. Y ahí aparece de nuevo ese fatídico pronombre posesivo. “Suyos”. Los “jugadores suyos”. Esos jugadores que tienen millones de mangos en el banco y que no tienen casi nada que ver con ellos dos.
El padre se corrige: esos jugadores tienen algo que les pertenece, a su hijo y a él. Tienen esa camiseta que los emociona cada vez que la ven. Que refulge cuando salen a la cancha cualquier domingo a la tarde. Que los enternece cuando se la ven puesta a un pibito por la calle. Que los reconforta cuando se cruzan a un tipo que la viste y pasa en bicicleta. Mientras salgan a jugar con esa camiseta, esos jugadores son suyos. De ese padre y ese hijo. Les pertenecen. Aunque sean demasiado burros como para salir campeones. El padre lo sabe, porque ya lleva muchos años de fútbol sobre las espaldas. Y el hijo lo ignora porque todavía está tierno para estas cosas. Y está bien que así sea.
El año que viene, el hijo volverá a ilusionarse en cuanto ganen dos partidos seguidos. Y el padre volverá a ilusionarse con la alegría de él, con su indómita e infundada esperanza. Que vivir no es otra cosa que eso: esperanzarse al pedo. Y envejecer, piensa el padre mientras sigue rascando la espalda de ese hijo dormido, se puede envejecer de dos modos: perdiendo las esperanzas, o cambiando unas esperanzas por otras.
Y mientras se aleja sin hacer ruido, y vuelve a su propia cama, y su mujer se acomoda un poco para hacerle sitio, el padre piensa qué lindo que es el fútbol, que siempre, pero siempre, te sigue enseñando cosas.
Eduardo Sacheri.