Dicen que dijo Confucio, -quien, como diría Fontanarrosa, de fútbol no sabía un carajo- dicen que dijo, decía, que para que un Maestro pueda considerarse Maestro tiene primero que ser superado por su aprendiz. Supongo yo que para, tras haber enseñado a ser, aprender a dejar de serlo; pero ese es otro tema. Lo importante es que algunos Maestros muy especiales encarnan tanto una Verdad que, para ser superados, se necesitan dos.
Don Adolfo Pedernera era el alma, en sentido pre-cristiano, de la Máquina de River, cosa que ya todos saben y que, como diría Fontanarrosa, rompe un poco las pelotas volver a escuchar. Y la Máquina de River era en los ’40, a escala local, el Barcelona de hoy, el epítome del fútbol, lo soñado, una cosa de locos. Algunos jugaban borrachos, todos bien comidos, pero la agarraba Pedernera y los otros cuatro cracks sabían que ser digno de ese pase era haber interpretado una intención divina, haber tomado una ruta ya dibujada en el mapa del destino con un gol en el recorrido y en cuyo final había una mirada pícara de Adolfo como diciendo: “Tardaste, boludo“.
Uno de sus discípulos fue un tal Di Stéfano, que tuvo que esperar un año a préstamo en Huracán a que Pedernera se decidiera a recibirlo en el primer equipo. Tras la huelga de jugadores del 48, Don Adolfo se fue al Millonarios de Bogotá, llevándose consigo a varios. Los bogotanos vieron en una misma cancha a Pedernera y Di Stéfano. Y para tomar medida, en las dependencias oficiales de Bogotá, estaba “Terminantemente Prohibido” por cartel el “hablar de fútbol y de Pedernera”.
Digo esto de Di Stéfano porque es el que más se conoce, en España el único, de sus discípulos. Don Alfredo representa el jugador de compromiso total, la victoria en dos piernas. Pero hubo otro.
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Porque Don Adolfo Pedernera no jugaba en el parque. Don Adolfo jugaba en un fútbol nutrido de muchachos que mirando el horizonte de la Pampa comprendían que en la chacra ya estaban muertos. Que dejar dos surcos en la tierra yendo al cruce era nada en comparación con las atrocidades sordas del campo eterno. Y para venir y recordarle al fútbol argentino su Yang, estaba el otro discípulo de Don Adolfo. Nestor Raúl “Pipo” Rossi.
Un tipo, Pipo, que con 22 años debutó en la Selección, jugando de cinco, en la final del Sudamericano del 47 contra Uruguay, esos bravos del Maracanazo, y ganó 3-1.
Un tipo, Pipo, que fracturó espantosamente a un nueve de Lanús porque, en un entrenamiento de la Selección, el diez granate le había hecho algunos caños y un sombrero.
Pipo Rossi, de ser contemporáneo, hubiese sido un Fernando Redondo, alto, rubio, fuerte y elegante, con gran visión de juego y patrón absoluto del mediocampo y sus equipos. Pero en ese entonces, para ser respetado, había que darle al ambiente un plus. Los clásicos con Boca siempre fueron el combate eterno entre los futbolistas de alta escuela y los gladiadores de arrabal. El ’9′ de Boca era el “Atómico” Mario Boyé, que de cabeza te hundía en el arco con pelota y todo. La cancha de Boca, la Bombonera, se llama así porque las tribunas están tan cerca de la cancha que uno siente que puede agarrar a los jugadores así, como chocolatitos.
En el subsuelo de los infiernos que es el césped de la Bombonera en un clásico, cuando el salto rítmico de la hinchada de Boca hace temblar el campo, Joaquín Martínez se sintió animado a intentar desconcentrar a Pipo aprovechando la circunstancia de que unos días antes su hermano menor, largamente enfermo de leucemia, había finalmente fallecido. “Qué hacés acá, hijo de puta, mataste – a – tu – hermano – y – venís – a – jugar – igual“.
“Estuvo bien el árbitro, escuchó lo que me dijo y me entendió, no me expulsó“, agradeció Pipo tras el partido, que Joaquín no terminó. Nadie en la tribuna protestó tampoco. Pipo Rossi tenía derechos adquiridos y el silencio de la jungla era uno de ellos.
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Decía entonces que Pedernera se llevó a sus dos discípulos a Colombia, prácticamente el final de su carrera, pero no el final de la de ellos. Uno se fue a Europa y la conquistó, el otro volvió a su rodeo y fue torazo. Don Adolfo, mientras tanto, volvió a la Argentina para ser ya un filósofo del fútbol, un curiosamente poco eficaz DT, pero un mito viviente. Mito que, como sucede periódicamente, alguna nueva estrellita se siente tentada a desafiar. Y así es como cerramos el círculo de esta historia.
Enrique Omar Sívori era un mediapunta tan habilidoso, tan talentoso, que al venderlo a la Juventus, River ingresó lo suficiente para cerrar la circunferencia del Monumental de Buenos Aires, ese que hoy es óvalo pero entonces era una herradura. Tan caradura como al jugar, Sívori decidió en algún momento alimentar el eterno debate, viejo como el fútbol, y declarar que “en el fútbol moderno, Pedernera no podría jugar“.
Don Adolfo Pedernera, el Maestro, habrá pensado que era el momento de dar su última gran lección de lo que él sabía, de su fútbol. Con el gran Dante Panzeri como testigo, desafió “A las 18:30 del jueves voy a estar en el parque, Enrique“, le informó, “con un hacha. Con una moneda echaremos a suerte quién se corta el primer dedo. Con el hacha veremos si el señor Sívori es un cobarde o no“.
Ese jueves, tras media hora de espera Don Adolfo Pedernera guardó su hacha y se quedó con las ganas de poder decir, una vez más, “Tardaste, boludo“.
* Santiago Sinelnicof es Químico y Empresario Informático. En Twitter: @sinelnic