Cuentos de Fútbol (Eduardo Sacheri)

Esperándolo a Tito

[spoiler]ESPERÁNDOLO A TITO

[LEFT] Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: “¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el ‘maestro’? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?”. Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.

Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le  ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó.  Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una  suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre,  porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por  compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador:  «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho,  volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas. 


Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los  muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose  los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada.  Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los  nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che,  Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que  armamos, si nos falla justo ahora...». 


Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le  contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono  con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo  desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para  qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a  aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse  los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el  Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el  apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a  los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras  mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos  nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono  intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó:  «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto  ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente  por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y  decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo  para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que  solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé  al Centro podría haber jugado».  


Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se  jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio.  Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi  primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca  diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo.  Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo  retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un  equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo  de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con  vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no  tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa  tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más  abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo.  Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se  fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió  viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa.  Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos  bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A  los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a  un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses,  pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era  el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos  porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que  ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez  tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca. 


Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino  le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente  casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a  nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a  perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se  tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de  fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la  partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y  perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir  de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre  dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a  perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar  a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero  perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro  años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos,  prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah,  directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la  presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las  pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus  victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que  al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a  puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo  sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que  aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.  


Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva  humillación, los muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy  explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando  Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada.  Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero,  cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso  serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión  era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite  de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo  llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no  había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al  corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé  los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por  supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en  plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida. 


A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el  tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos  semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber  nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a  gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé  Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba  bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato,  que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como  siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un  resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La  palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con  las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara  de monaguillo. 


Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el  plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía  extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en  el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el  arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa  mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de  que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron  a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando  faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de  vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me  avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y  media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al  Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El  Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por  supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las  diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba  adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y  nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media,  que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos  confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para  las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante  semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se  fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora.  Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de  persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser  demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación  eterna. 


Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a  ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la  ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para  esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había  fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme  cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas.  En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas  familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué  copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su  equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club  le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me  dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en  terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión  del viernes. 


El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito  podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en  la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para  calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las  veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se  había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había  casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le  había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El  siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando  venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como  cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido  nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa  noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de  allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo  le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau  Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar  impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que  perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.


Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito  escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando  (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de  seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos  chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto  que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se  animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no  se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a  nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo,  que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el  pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le  dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el  Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos  ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido.  Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos  cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les  hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo  señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque  eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos  dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero  porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las  llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la  puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le  hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con  los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo  madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba  recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo  vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito,  aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se  murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía  viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los  muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con  la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico  cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas. 


Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del  barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de  encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él,  medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar,  nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el  único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y  le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los  jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan  no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendéme,  Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no  vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito,  aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a  Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito,  defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de  reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con  las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de  reojo, como buscando respuestas. 


Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se  vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito  para que los demás no escucharan. «Es la hora, Carlos», me dijo Ricardo.  Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o  nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito  lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de  putearlo. 


«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el  sorteo», le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que  se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé,  jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que  llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba  nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando  Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro,  le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba  decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me  venía justo para completar los once. 


Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco.  Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos  en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una  precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte  años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro  criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron  por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que  siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle  al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me  hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos».  En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del  segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se  quedaron mirándose como vacas, como diciéndose «saltá vos». El que  saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco,  entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar.  Espantoso. 


Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para  sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota  coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los  dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro,  con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza.  El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos  antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear  a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de  infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos  envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué  bárbaro», y se alejó campante. 


Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a  Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para  dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo  desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí  dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la  atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo  tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir  una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo  que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos,  ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con  incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta  hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro  siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la  altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese  tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando  aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un  sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que  vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos  también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos  hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como  un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la  cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin  saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde  yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado  como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome  disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la  embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados  toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve  que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí  pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios  que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme,  y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un  nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y  pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo  click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el  caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad,  cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da  miedo. 


Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se  vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez  metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se  acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora,  pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito,  flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la  levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con  caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la  empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho.  Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien  espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la  bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho. 


Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro  desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El  petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada.  Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos  ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles.  Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese  suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos  que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de  poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era  un trámite, un asunto concluido. 


Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar  de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de  pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo  miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste,  jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza  hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como  diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz. 


Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me  vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la  protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho.  El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de  apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos.  Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso,  en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que  arrancó bien habilitado.[/LEFT]

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El Cuadro de Raulito

[spoiler]EL CUADRO DE RAULITO.

El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía… ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos… Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces…
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán![/spoiler]

Segovia y el quinto gol

Motorola

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Abelardo Celestino Tagliaferro dobló la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Sus movimientos eran metódicos, serenos. Pero para cualquiera que conociese su carácter habitualmente enérgico, impulsivo, aquellos gestos necesariamente hubiesen tenido algo artificial, algo de falso. Eran a todas luces ademanes nacidos de una reflexión profunda, concienzuda. Esos ademanes calmos que las personas adoptan en un intento de que su espíritu se contagie de esa paz y esa mansedumbre exterior de los gestos ante el mundo.
Abelardo Celestino Tagliaferro había tenido mucho tiempo para prepararse para esa mañana cargada de presagios trágicos. Cinco, seis meses tal vez. Los signos alarmantes habían empezado algo antes, digamos en noviembre. Diciembre del año anterior. El receso del verano le había hecho abrigar algunas esperanzas. Pero desde fines de febrero la situación se había tornado crecientemente tenebrosa. Para los últimos días de abril Tagliaferro había comprendido que sólo un milagro lo pondría a salvo del abismo. ¿No habían existido acaso otros milagros anteriores? Pero mayo y junio se habían consumido sin que ese milagro tuviera lugar. Semana a semana se espíritu se había ido opacando. A medida que se acercaba julio, su carácter, habitualmente expansivo, dado, campechano, se había tornado proclive a la meditación, al silencio, al ensimismamiento. A medida que los días se acortaban y los árboles de la General Paz se desnudaban en colores ocres, Tagliaferro iba convirtiéndose en una suerte de crisálida espiritual, encapsulada en melancólicas meditaciones, ajena al caos cotidiano.
Cuando no sin cierto esfuerzo bajó del taxi, vio que los hombres que frecuentaban con él la parada lo esperaban bajo el toldo del kiosco. Abiertos en un semicírculo, se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Abelardo Celestino Tagliaferro se acercó con el mentón erguido y la vista clavada en un horizonte imaginario. A cada paso su cuerpo monumental se balanceaba levemente hacia los lados. Con la campera puesta daba la impresión de ser un astronauta gigantesco caminando en la ingravidez de la Luna.
Calculó, con precisión de experto, que el primer dardo lo alcanzaría cuando pasara a la altura del lavadero automático, o no mucho después de poner un pié en la vereda de la agencia de lotería. No se equivocó.

  •  [i]¿Qué hacés acá, Gordo? Te hacíamos en la cancha[/i]
    

El que había hablado era Alvarez, el morocho del Gacel. “Era lógico”, pensó Tagliaferro. Pero estaba listo para ataques sencillos como ése.

  •  [i]Por favor, Alvarez, no me jodás con pavadas[/i]
    

Habló con serenidad, como transigiendo en explicar que dos más dos son cuatro a un ignorante. Pero no pudo evitar una levísima irritación al escuchar las risitas breves de los otros, las mismas risas que envalentonaron al morocho para volver al ataque.

  •  [i]¡Te hablo en serio, Gordo¡ No podés dejar al equipo ahora, en semejante momento.[/i]
    

Tagliaferro suspiró mientras su expresión adquiría un cariz de angelical cansancio:

  •  [i]Haceme el favor, no hablemos más de fútbol.[/i]
    

De nuevo el coro de risitas cómplices. Terminó de acercarse, imperturbable. Saludó con inclinaciones de cabeza y recibió alguna palmada. Como siempre, le cedieron uno de los banquitos de metal y estiraron hacia él un mate humeante. Chupó con placer, alargó la diestra hacia la bolsa engrasada de los bizcochos y se preparó para el próximo round.

  •  [i]¿Cómo que no hablemos más, Gordo? ¿No eras vos el que  siempre venía insufrible los lunes cuando ganaban? Que Platense de acá,  que los Calamares de allá, que el equipo del Polaco del otro  lado,-algunos de los otros asentían. ¿No te cagabas de risa cada vez que  perdían los grandes?[/i]
    

Tagliaferro volvió a suspirar y a sonreír.

  •  [i]Mirá, Alvarez…, -pareció dudar en busca de las palabras  adecuadas-, eso era antes… yo qué sé. A veces la vida te enseña cosas,  sabés. Y me apiolé de que todo ese asunto del fútbol, viste, qué sé yo,  no tiene sentido…-dejó sus palabras flotando un momento y concluyó-: No  hay caso, pibe. No tiene sentido.[/i]
    

El morocho Alvarez era demasiado primario como para afrontar semejante despliegue de nihilismo. El Gordo sabía que el Piolín Acosta tomaría la posta con aportes algo más incisivos. El Piolín Acosta era un cincuentón larguirucho, de piel blanquísima. Había sido bautizado así por el propio Gordo. En su origen el sobrenombre era Piolín de Matambre, porque era largo, finito, blanco y ordinario. El Gordo, especialista en apodos, consideraba su hallazgo con Piolín una de sus obras maestras, y a cada uno de los nuevos en la parada se lo había ido explicando como un modo de revivir la deliciosa indignación del otro.
El ataque de Piolín fue frontal:

  •  [i]Y decime, Gordo, si hoy le ganan a River, y ponele que por  una de esas putas casualidades del destino se terminan salvando… ¿vas a  seguir con la huevada del escepticismo?[/i]
    
  •  [i]¡Ahí está, ahí está¡-algunos asentían, entusiasmados en la  intuición de que el alto y pálido filósofo estaba acorralando al recién  llegado. El Gordo se preguntó cuántos de ellos sabían qué corchos era  eso del escepticismo.[/i]
    
  •  [i]No, Piolín, para mí el fútbol… ¿cómo te explico? Ya fue, sabés.[/i]
    

Esas pocas palabras le fueron brotando de a poco, mientras miraba el toldo que tenía sobre la cabeza y mientras sus manos abiertas hacia arriba describían ademanes vagos, como reforzando esa sensación de vacío metafísico que su dueño pretendía transmitir.

  •  [i]¡Dejate de joder, Gordo¡ ¡A mí no me vengás con el cuento¡  ¡Que si no estuvieran por irse a la B te tendríamos que estar bancando  como si el puto cuadro ese fuera el Manchester United¡[/i]
    

Tagliaferro volvió a considerarlo con indulgencia. Un nuevo suspiro hinchó la mole de su cuerpo agazapado en el banquito.

  •  [i]No querido, te equivocás. A veces la desgracia te abre los ojos, sabés… Y si tenés neuronas te ponés a pensar.[/i]
    

Hizo un silencio. Los siete pares de ojos seguían cada uno de sus ademanes y los catorce oídos atendían a cada una de las inflexiones de su voz:

  •  [i]Suponete que Platense va y se salva. Difícil, pero ponele  que sí: ¿qué me cambia? ¿Voy a ser más rico? ¿Va a subir más gente al  tacho? ¿Voy a volverme inmune a los afanos? No, loco, no me cambia nada.  Y ponele que hoy se va al descenso: ¿qué pierdo, hermano? No hay  vuelta, loco. El fulvo es una mentira, sabés. ¿O ustedes piensan que a  esos turros de los jugadores les importa algo? No, padre, los tipos  cobran y se van. ¿Quién se queda como un boludo parado en la popular?  ¿Vos o ellos? ¿Y los dirigentes? ¿Vos te pensás que les calienta algo? ¡  Si son una manga de chorros ¡[/i]
    

Hizo una pausa para tomar otro mate y para que su discurso penetrase mejor en las mentes de sus amigos. Volvió al ataque:

  •  [i]El fútbol está armado para que ganen los grandes, nada  más. Es un negocio, pibe. Es todo un circo que vive de los giles como  ustedes. A ver, mirá los goles el domingo. ¿Alguno de ustedes sigue  siendo tan nabo de mirar los goles? –Los otros asintieron- ¿Ves que la  Argentina es una país de boludos? Todos ahí como giles, comiéndose  sesenta mil propagandas… ¿Para qué? ¿Para ver a esos maricones que le  van de héroes y que a la primera de cambio cuando les ponen dos mangos  sobre la mesa se van a jugar a Europa? ¡ Por favor, muchachos, no  jodamos ¡[/i]
    

Cada vez más enardecido, siguió:

  •  [i]A ver vos, García-el aludido lo miró atentamente-, vos sos  hincha de Gimnasia: si no juegan con River o Boca ¿cuántos minutos te  pasan del partido? ¿Uno? ¿Uno y medio? Y vos, Martínez: ¿no me contaste  que para ver los goles de Colón los grabás y después los ves cincuenta  veces y te hacés el bocho de que viste el partido entero?- El otro  asintió- ¿Ven lo que digo? Entiendanló, el fulbo no sirve para nada.  ¡Para nada ¡ O vos, Pasos, que sos de River… ¿te volvió un tipo feliz  que hayan ganado tres campeonatos al hilo? – Los ojos grises de Pasos se  entornaron en un gesto suave que era también de infinita tristeza- Es  todo verso, es todo mentira…[/i]
    

Y como si fuera el resumen de su discurso, reiteró:

  •  [i]Todo mentira, no hay vuelta.[/i]
    

Tagliaferro calló. Los demás se pasaban el mate en silencio. Algunos miraban para cualquier lado para que los otros no vieran las huellas de la turbación que les había sembrado. El Gordo advirtió, aliviado, que había conseguido el milagro de que se pusieran a hablar de otra cosa. El podía tener mucho autocontrol y todo lo que quisieran. Pero tampoco era de fierro, qué tanto.
Los otros se fueron yendo, en una mañana dominguera extrañamente movida. Cuando llegó el turno de Tagliaferro, le alargó el mate al que cebaba y se puso de pié con dificultad. Una mujer algo mayor se acercaba presurosa a la parada.

  •  [i]Necesito ir a Luján, muchacho. A la basílica.[/i]
    

Cuando la mujer se acomodó atrás y él encendió el motor, su espíritu comenzó a poblarse de sensaciones confusas. La señora tenía aspecto de abuelita de libro de cuentos. Tagliaferro se mordió el labio inferior mientras dudaba en hacer la pregunta que se le había ocurrido. Finalmente se decidió:

  •  [i]¿Le molesta si enciendo la radio, señora?[/i]
    
  •  [i]No, muchacho, para nada.[/i]
    

Apenas formuló la pregunta se arrepintió de haberla hecho. ¿Por qué había salido con eso? ¿Qué razón había para encender la radio? Ninguna, Gordo, ninguna, se amonestó.
La radio era un cachivache vetusto que no tenía nada que ver con el Renault 19 hecho un chiche de Tagliaferro. Era un artefacto antiguo que había pertenecido originalmente a un Siam Di Tella que en los años sesenta le había permitido a Tagliaferro parar la olla en su casa cuando lo habían echado de la empresa. En los setenta había cambiado el Siam por un Dodge. Después por un Peugeot y por un Senda. Pero la radio siempre había sido la misma. Era uno de esos ejemplares con dos perillas a los lados que sólo funcionaban en amplitud modulada y que tienen una serie de teclas negras debajo del visor para cambiar velozmente de lugar en el dial. Adaptarla al tablero del Renault había sido complicado, y en el taller lo habían mirado como si estuviese totalmente pirado. Pero a Tagliaferro le importaba un cuerno. La radio, esa radio, era para él un talismán infalible, un salvoconducto, un pasaporte para un retorno pacífico a su casa y a los suyos. Y otra cosa: con esa radio había escuchado al Calamar salvarse de todos los descensos.
Pero ese viaje a Luján parecía una señal venida de los infiernos. Porque el aparato tenía un inconveniente (en realidad tenía varios, pero existía uno verdaderamente delicado): por alguna extraña razón que Tagliaferro no había logrado determinar, la radio callaba indefectiblemente apenas salía un par de kilómetros de la Capital. Cuando traspasaba la General Paz comenzaban las interferencias. Y veinte cuadras más allá lo único que salía del receptor era el sonido propio de una sartenada de papas fritas a medio cocinar.
Haciendo un cálculo sencillo, entre la ida y la vuelta se iba a perder el partido completo, que ya debía estar empezando. Podía escuchar los primeros minutos, sí, hasta que saliera de la autopista en Liniers, pero, ¿y después? Tagliaferro detuvo en seco la sucesión de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿No era cierto todo lo que acababa de decir? ¿No eran esas frases que acababa de pronunciar frente a sus amigos la rotunda verdad a la que había llegado luego de dos meses de exploración interior, de introspección dolorosa, de disciplina moral? ¡Seguro que lo era¡ De modo que Tagliaferro, apenas encendió la radio, sintonizó una emisora de tangos que se extinguió poco más allá de Ciudadela. Sufrir por un motivo tan pedestre, qué barbaridad, se dijo. Se recordó a sí mismo en tantos domingos de amarguras. ¿No habían sido infinitamente más abundantes que las inusuales jornadas de triunfo?
A la altura de Morón apagó la radio, que ya estaba en plena fritanga. Parece mentira, qué rápido se va por la autopista, se dijo. Al ver que estaba a la altura de Morón lo cruzó una noción sombría: Platense volvería a jugar aquí después de varias décadas en primera. Sacudió la cabeza. Disciplina, Gordo, disciplina, se repitió. Pero sus labios empezaron a musitar una letanía que a cualquier sacerdote le hubiese resultado extraña: Tigre, All Boys, Brown, Los Andes. Su ánimo ya era definitivamente sombrío. De pronto el pánico lo cruzó en varias oleadas sucesivas: San Telmo, Lamadrid, J.J.Urquiza. ¿Y si no era una, sino dos o tres categorías perdidas al hilo?
Intentó reaccionar. ¿Y a mí qué carajo me importa? Supuso que había sido un grito íntimo, pero se dio cuenta de que algo del alarido interno se le había escapado porque la señora le miraba con un poco de temor y los ojos muy abiertos. El Gordo le sonrió con dulzura por el espejo y después clavó los ojos en la ruta.
Moreno: la autopista se redujo a dos carriles. Y por esto te cobran peaje, los muy turros, pensó. La pasajera iba ensimismada contemplando el paisaje por la ventanilla. ¡La ventanilla¡ se dijo. En invierno o en verano, él iba con la ventanilla del conductor baja, salvo que el pasajero le pidiera lo contrario. ¿Y si probaba cerrar todo el auto, a ver si la radio emitía al menos un susurro? Corrió el codo y cerró. Encendió el catafalco negruzco y esperó. Acercó todo lo que pudo la oreja al receptor. El rumor de una voz era inconfundible. Tragó saliva. Subió el volumen a tope y la vocecita adquirió mayor consistencia. Tratando de no perder de vista la ruta, acercó aún más la oreja. Insultó en voz baja. Era uno de esos programas religiosos en los que el conductor repartía sanaciones radiofónicas en un castellano levemente extraño. Movió el dial hacia la derecha. Folklore. Un poco más: tango. Luego topó con el final de la banda. Inició el camino inverso. A la izquierda del pastor evangélico detectó el sonido inconfundible de un relato deportivo, pero demasiado lejano como para que se entendieran las palabras. Giró la perilla: ahí estaba el partido de Platense. Escuchó con el alma en vilo el relato de una jugada intrascendente en el medio del campo. ¡Cómo van, que digan cómo van, carajo¡, pensaba. Pero de inmediato entendía que a esa altura debía tener la expresión crispada, los ojos inyectados, la expresión tensa del hincha angustiado, y se decía que no, que de ningún modo, que no debía echar a la basura todos esos meses de autoeducación que lo habían librado al fin de su dependencia Calamar.
¿No estaba acaso hermosa la mañana? ¿No bañaba el sol, radiante, el campo y la autopista? El Gordo volvió en sí por un instante. La temperatura del taxi con todas las ventanillas cerradas y el sol cayendo a pique debía andar por los 35 grados. Tagliaferro observó a la pasajera y vio que abanicaba con una revista, mientras dos gruesos goterones de sudor le resbalaban por los lados de la cara. Estuvo a punto de bajar las ventanillas, pero se dijo que entonces perdería definitivamente cualquier esperanza de comunicación radial con el mundo. De manera que optó por encender el aire acondicionado. El fresco me va a venir bien para poner en orden las ideas, se dijo.
No te enchufes, Gordo, no te enchufes, se repetía. La cosa está perdida. No hay manera de que zafemos. Momento: ¿zafemos quiénes? ¿Acaso yo soy Platense? ¿Tenés acciones ahí, Gordo boludo? Los que se van a la B son ellos, no vos. Los que van a perder con River son ellos. Los jugadores y lo dirigentes, qué tanto. Vos sos Abelardo Celestino Tagliaferro, a sus órdenes, de profesión taxista, estado civil casado, padre de dos hijos y abuelo de tres nietos. Enterate. Lo demás es todo grupo. Para qué calentarse. Si al descenso se van a ir igual y después te vas tener que bancar a toda esa manga de palurdos de la parada, empezando por el Piolín y terminando por el negado del morocho Alvarez.
Empezaron las rotondas de Luján. Tagliaferro miró por el espejo y vio a la pasajera con las manos en los bolsillos, el gorro calzado hasta las orejas, la bufanda enrollada en tres vueltas alrededor del cuello y los lentes empañados. El Gordo notó que la temperatura había bajado unos treinta grados de un saque. Apagó el acondicionador de aire. Descartada la estrategia del encierro, optó por ventilar bien el taxi. Tal vez lograra captar algún kilohertz extraviado en el éter. El último tramo hasta la iglesia lo hizo veloz, con las cuatro ventanillas bajas y el aire como un torbellino en el interior del tacho.
Cuando paró frente a la catedral y se volvió a mirar a la pasajera, advirtió con sorpresa que el pelo de la mujer había adquirido una cierta disposición salvaje y que sus ojos no paraban de parpadear alarmados. Daba la impresión de haber encontrado un nuevo motivo para agradecer a la Virgen. Tagliaferro dio vuelta a la plaza y se dispuso a emprender el retorno. Entonces los vio. Cuatro hinchas de River, ataviados con camisetas, vinchas y banderas, venían sacudiendo los trapos y cantando a voz en cuello. El Gordo consultó su reloj. Debía estar empezando el segundo tiempo. No se atrevió a preguntarles el resultado del partido, pero la actitud festiva de los tipos lo hundió en una desesperación creciente.
Momento. ¿Qué te pasa, Gordo? Pará la moto. Pará un poquito. Que se desesperen ellos. Todos esos nabos que se sienten los dueños de las camisetas y de los clubes. Pensar que él mismo hasta hacía poco había sido uno de ellos. Y desde pibe, para colmo. Pero de más grande fue peor. El ascenso se le subió a la cabeza. Y la definición por penales con Lanús, Dios santo. Lo había ido a ver con Clarisa. Al final del partido él se había desmayado y habían tenido que sacarlo de la popular entre cinco tipos bien grandotes. Pero quién te quita lo bailado. Y el desempate con Temperley, mama mía, cómo habíamos sufrido. Cortala. Cortala, Gordo palurdo, con la primera persona del plural. ¿Ma qué “nosotros”, enfermo? Si vos seguís tan pobre como cuando vinimos de España. ¿Qué hizo Platense por vos? ¿A ver?
Al pasar el peaje no pudo evitar la tentación. Se mintió que sería la última, como esos fumadores que escatiman los puchos del primer atado que compran luego de una larga abstinencia. El cobrador estaba escuchando los partidos en la cabina. ¿Cómo va River?, preguntó. Hincha de cuadro chico, sabía que la gente no tiene ni idea si uno le pregunta por Platense, Banfield o Ferro. Decime que va perdiendo, decime que va perdiendo, pensó. “Va ganando”, informó el fulano, con cara de gallina agradecida a la vida.
Cuando se levantó la barrera se alejó de allí sintiéndose perdido, perplejo, como si la noticia lo hubiese dejando navegando en aguas desconocidas. Al pasar por Francisco Alvarez sus dedos comenzaron a tamborilear sobre el volante mientras silbaba inconscientemente, entre dientes, la melodía de un viejo estribillo que decía “Partirá, la nave partirá, donde llegará, nunca se sabrá”, o algo así. Una letra de porquería que tenía que ver con el arca de Noé. Pero, ¿por qué? Eran las 11:31. Una canción del año del pedo. Cosa rara. Abelardo Tagliaferro se derrumbó a las 11:35 cuando se dio cuenta de que lo que había estado tarareando los últimos diez kilómetros no era ninguna canción pasada de moda, sino la perpetua melodía del “No se va, Platense no se va, Platense no se va, Platense no se va”, y las lágrimas se le desbarrancaron por la mejillas en dos torrentes tibios.
Cuando entrevió que toda resistencia era inútil, y como los chicos cuando se apuestan a sí mismos que si logran determinada proeza la vida les concederá premios impresionantes ( al estilo de: si logro saltar toda la cuadra sobre el pié derecho sin trastabillar, entonces la rubiecita de la panadería gusta de mí), Tagliaferro se convenció de que si llegaba a la Capital Federal y encendía la Motorola antes de que terminara el partido, el Calamar iba a lograr dar vuelta su destino y los demás partidos se le iban a acomodar para seguir con chances.
Apretó el pie derecho contra el piso del auto y éste saltó hacia adelante a una velocidad francamente peligrosa. Era digna de verse la imagen de ese gigante que volaba aferrado con ambas manos al volante como un piloto de carrera, cuya cara bañada de lágrimas recientes se enrojecía por el esfuerzo de cantar a los alaridos un viejo estribillo con la letra cambiada. A la altura de Moreno tuvo miedo de que la promesa de llegar a tiempo para oír el final no fuese suficientemente grandiosa como para lograr el conjuro. De modo que prometió dejar de fumar a las cuatro de la tarde y para siempre. Temeroso de que los hados lo consideraran débil de espíritu, agregó la promesa de una dieta estricta que lo llevara treinta y cinco kilos debajo de su peso actual en un plazo máximo de tres meses. Mientras encendía la radio para ir ganando tiempo, y mientras volaba a la altura de Morón, las promesas se iban acumulando sobre sus espaldas. Prometió volver a misa todos los domingos. Prometió no volver a madrugarle un pasajero a ningún colega por un plazo se seis meses que luego extendió a dos años. Prometió dejar de construir fantasías eróticas con la peluquera de la vuelta. Prometió regalarle flores a Clarisa todos los viernes hasta que la muerte los separase. Estuvo a punto de prometer que no iba a joderlos más a los nietos para hacerlos de Platense, pero se contuvo a tiempo porque Dios no podía pedirle sacrificio semejante y porque supuso que ya había acumulado suficientes méritos con las promesas anteriores.
A la altura del Hospital Posadas, en Haedo, levantó el volumen de la radio hasta darle su máxima potencia. Sintonizó la emisora que siempre lo acompañaba para los partidos. Por detrás del ruido de la fritura se adivinaban voces de relato. Descolgó el rosario que llevaba anudado al retrovisor y empezó a rezar en voz alta. A la altura de Ciudadela la radio recuperó por completo sus funciones. Tagliaferro interrumpió el Ave María y entrecerró los ojos. Estaba bañado en sudor y parecía diez años más viejo que en la mañana.
Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta. Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, Gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.
Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende porque ama las cosas que ama. El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan. Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a qué uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.

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El golpe del Hormiga, de Eduardo Sacheri

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-¡Veinte años, carajo!¡Veinte años! ¿Qué me decís a eso? ¿Querés que me quede así, sin hacer nada?

Bogado no sabe qué contestar. Parpadea varias veces, algo aturdido por los gritos del Hormiga, que sigue de pie al otro lado de la mesa, con los puños sobre la madera. La cara del Hormiga está casi en sombras porque la lámpara es muy baja, pero Bogado sabe que sus ojos sacan chispas y que está empapado de sudor por el esfuerzo de tratar de convencerlos.

Bogado se mira las manos para no cruzarse con los ojos de los demás que, sentados a los costados, sin dudas están clavándole la mirada. Saben que están esperando que hable, como si siempre fuese el dueño de la última palabra. Por algo el Hormiga lo ha llamado primero a él para organizar esa reunión de desquiciados. Y por eso lo ha usado a él como interlocutor principal para darle los pormenores de ese proyecto de locos. Y por eso le ha contestado específicamente a él todas las preguntas, todas las objeciones, que todos los presentes le han ido planteando al Hormiga, y que lo han ido poniendo nervioso hasta dejarlo con ese aspecto de energúmeno escapado de un loquera.

Bogado chista y sacude la cabeza. Ridícula. Toda la situación es ridícula. Y ellos son ocho boludos. Eso es lo que son. Los ocho reunidos en esa habitación oscura, con la lámpara sobre la mesa como si fuera un garito o un aguantadero de película mala, y ellos un banda de chorros planeando al asalto del siglo.

  • ¿Te lo vuelvo a explicar? – el Hormiga baja el tono en un intento por tranquilizarse.

Bogado alza una mano para disuadirlo: -No. Pará. No tiene sentido.

  • Te digo que sí – porfía el Hormiga-. Primero: lo vengo estudiando desde hace dos años. Dos años. ¿Me escuchaste bien? – Bogado, resignado, asiente-. Segundo: conseguí ese laburo de vigilancia nada más que para esto, y vos lo sabés bien, José. –Mira brevemente a su derecha, y una de las cabezas convalida con un gesto afirmativo-. Tercero: me parlé cincuenta veces al supervisor para que me mandase a controlar el sector ese, porque si me mandaban al depósito o al estacionamiento me cagaban, y se iba todo el asunto a la mierda. – De nuevo le habla directamente a Bogado, y éste no quiere que lo haga. – Cuarto: elegí el lugar con un cuidado bárbaro… – duda como buscando palabras más precisas, pero no las encuentra-, bárbaro, el lugar –concluye.

  • Nadie te dice lo contrario, Hormiga – Bogado intenta cortarlo.

  • Pará. Dejame terminar. El lugar que les digo es bárbaro. De lo mejor. Hay una cámara que lo enfoca medio de costado, pero como las luces de ese lado las apagan, por el monitor no se ve un carajo, ya me fijé. Quinto. O sexto, no sé, para el caso da igual: la alarma está apagada hasta bien tarde, primero por los de limpieza y después por la ronda nuestra. ¿Y querés lo mejor, lo mejor de lo mejor?

Bogado hace un posterior intento por detenerlo:

  • Para, Hormiga, cortála. Ya lo dijiste.

El otro lo ignora.

  • Escuchá, escuchame un poco –el Hormiga es ahora enérgico pero no ha vuelto a perder los estribos-. De las tres a las cuatro de la mañana se juntan todos los vigilantes en la recepción a tomar un refrigerio. Se supone que se tienen que turnar, pero van todos juntos porque están podridos de estar al pedo y solos como una ostra sin nadie para charlar.

Bogado nota, contrariado, que a fuerza de escucharlo una y otra vez los otros muchachos empiezan a tomarlo en serio. Intenta romper el efecto: -Estás soñando, Hormiga. Vamos a terminar todos en cana, y vos sin laburo, además.

No es la réplica más feliz, y Bogado se da cuenta de inmediato. El Hormiga se sienta y lo mira fijo, con sus ojos claros muy abiertos por la excitación. La nariz, gorda y ganchuda, parece a punto de estallarle con el color escarlata que ha tomado. Con esa piel blanca y el pelo rubio parece un gringo recién bajado del barco. Cuando se conocieron a Bogado le había extrañado el sobrenombre del Hormiga, porque el tipo es alto, flaco y blanquísimo, y se le nota a la legua que es hijo de tanos. Recién al tiempo le explicaron que el mote no era por es aspecto, sino por lo cabeza dura, por lo tenaz, lo porfiado. Cuando algo se le pone en la cabeza no hay Dios que lo convenza de lo contrario, y no para hasta conseguir lo que busca. Y Bogado, esta noche, está sufriendo en carne propia esa forma de ser de su amigo. Y para peor acaba de decir la frase menos adecuada que pudo ocurrírsele. Serán los nervios, piensa Bogado. Pero el otro lo mira con seguridad, casi con dulzura, con la expresión del jugador que tiene todas las cartas en las manos.

-¿Me estás jodiendo? –arranca el Hormiga- ¿Y vos creés que yo no quiero largar ese laburo? ¡Me hacen un favor si me echan! Estoy para esto, Santiago. Nada más que para esto. No se pueden borrar ahora. Dos años para esto, macho. Dos años me comí ahí adentro para esto.

Vuelve el silencio, Bogado asume que acaban de sacarle otro gol de ventaja en esa extraña definición en la que ambos hace rato están empeñados. El Hormiga no miente cuando dice que aceptó el trabajo de vigilancia para esto. El día que le confirmaron el puesto, los reunió a todos, a los mismos que hoy flanquean la mesa, les anunció solemnemente para qué había aceptado ese trabajo. En ese momento todos se lo habían tomado medio en joda y le habían dado manija. Hasta él, hasta Bogado, había tomado parte en el jolgorio. Y tampoco fueron capaces de detenerse después, con el transcurso de los meses, en las ocasiones en las que el Hormiga, muy serio y más entusiasmado, les pasaba informes sobre sus avances. Todos le habían seguido la corriente.

Pero lo de esta noche es demasiado. Citarlos así, en ese sitio, a esa hora, haciéndose el misterioso. Evidentemente el Hormiga se engrupió con eso de dar el golpe del siglo. Pero, ¿de quién es la culpa?¿De él o de los que no fueron capaces de frenarle el carro?

La primera vez que lo explicó, más temprano, con el plano lleno de cruces y de flechas trazadas con marcadores rojos y verdes, se le cagaron de risa porque acaban de llegar y supusieron que era una joda. Pero después, al ver al Hormiga enchufadísimo, se fueron poniendo serios. Por eso Bogado había empezado a asustarse y a tratar de pararlo, de llamarlo a la realidad, de demostrarle que todo era una locura.

Pero cuando más discuten más siente Bogado que el Hormiga se agranda, se afirma, crece en lo suyo. Y peor aún, Bogado palpa en el aire que los demás se van encandilando con su fantasía. Y esa estupidez de haberle mentado el asunto del trabajo. El flanco más fuerte del Hormiga, precisamente.

Porque el tipo ha sacrificado dos años de su vida para eso. No es el único trabajo que el Hormiga puede hacer, ni el mejor pago. Sin ir más lejos el año pasado José le ofreció un reparto de quesos. Buena guita, porque necesitaba alguien de confianza, y el Hormiga, además de todo, es derecho como una estaca. Pero contestó que no, porque no podía dejar “aquello” sin terminar.

Esa es la cagada. Que el Hormiga habla desde la autoridad que nace del sacrificio y la voluntad. No se llena la boca con bravuconadas. Puede tener un plan ridículo. Puede ser una imbecilidad. Pero el Hormiga se la jugó en el asunto, y se la sigue jugando. A Bogado le está costando discutir, encontrar argumentos terminantes, porque se ha pasado la mitad de la velada preguntándose si el hubiese sido capaz de un sacrificio como ése, durante tanto tiempo, y no puede contestarse del todo.

Y más que nada por algo así, por algo que se supone que es una estupidez en la vida de la gente. Bancarse un laburo mal pago, con jefes hijos de puta, con unos francos rotativos de porquería, para darle de comer a la familia, Bogado lo hace sin dudar un instante y lo mismo cualquiera de los que están reunidos alrededor de la mesa. Pero acá no se trata de alimentar a la familia, si no de algo distinto. El Hormiga hace eso por un amor diferente, que la mayoría seguro que no entiende. Pero Bogado sí, y los otros también, la puta madre. Y por eso Bogado intuye que al Hormiga no hay con qué darle, y mientras intenta pincharle el globo se siente un sicario indigno y traidor.

Bogado trata de detenerse. No puede mezclarse en semejante embrollo, porque lo de terminar todos presos va en serio. Por eso lo enloqueció al otro con sus objeciones. Y le ha hecho mil quinientas porque el plan del Hormiga es imposible. Un sueño. Una utopía. Y aun cuando resulte, ¿qué va a cambiar?

Pero cuando se lo dicen los mira con esa cara de iluminado, con esa expresión de elegido, con esa fe de converso, con esa certidumbre de profeta, y los deja desarmados. O peor, les grita eso de “20 años” y es como que les entierra un clavo filoso entre las costillas; sienten que les chorrea la desolación por las venas y se les enfrían las tripas con el dolor sucio de la humillación y de la burla. Y no se pueden enojar porque el Hormiga, antes que a ellos, se lo está diciendo él mismo. Les dice “20 años” para que les duela, pero ellos saben que a él le duele más decírselo a sí mismo, lo lacera más que a nadie volver a escuchar esa cifra de escalofrío que ya le pesa como un ropero de plomo sobre el alma.

Y parece como si el Hormiga supiese que Bogado está a punto de derrumbarse, porque con uno de los marcadores que estuvo usando para las cruces y para las flechas escribe 1974-1994; esos ocho números a Bogado se le clavan en las entrañas y empieza a sentir que se le desinflan los argumentos y se le enturbia la lógica. Hace un último esfuerzo:

  • Hormiga, te lo pido por favor. Pensá lo que decís. No tiene gollete. Aparte, suponiendo que no nos agarren, ¿para qué va a servir?¿No te das cuenta? Es un sueño, Hormiga, una fantasía.

El otro tarda en contestar, y cuando habla usa un tono mucho más enérgico, tal vez angustiado, casi como si estuviese a punto de largarse a llorar, como si las palabras le saliesen crudas, como si proviniesen de un lugar demasiado hondo como para cocinarlas antes de pronunciarlas: -Ya sé, Santiago. Ya lo sé. Pero no me puedo quedar con los brazos cruzados. ¿Qué querés que le haga?

Bogado no sabe qué contestar. ¿Qué puede retrucarle? El Hormiga no sabe qué hacer. Bogado tampoco. Al Hormiga le duele el alma con ese dolor que sólo entienden algunos. A Bogado también. Pero mientras el Hormiga soñó, calculó, laburó, investigó, planeó y preparó, él, Santiago Bogado, no ha hecho más que lamentarse y sufrir, sin mover un dedo. No sabe qué contestar y simplemente suspira, claudicando.

Carucha, que estuvo en silencio desde el comienzo, dice: “Yo me prendo”. José se apunta: “Yo también”. Bogado sacude la cabeza, con los ojos bajos. Sergio apoya a los otros, y los restantes dudan un segundo y hacen lo mismo. El Hormiga no dice nada. Sigue esperando las palabras de Bogado.

Bogado repasa todas las cosas estúpidas que hizo a lo largo de su vida y siente que está a punto de cometer la peor de todas. Algo lo tranquiliza: la mayor parte de esas estupideces las cometió por la misma causa que lo lleva a lo que está a punto de perpetrar, y tan mal no le ha ido. Toma aire buscando los últimos gramos de decisión que le faltan, alza la mirada hacia el Hormiga y pregunta: ¿Cuándo?”.

Veinte horas después están todos, excepto el Hormiga, en un baño de hombres, embutidos en dos retretes contiguos; de pie, pegados unos a otros, inmóviles y silenciosos, a oscuras. Bogado no siente los pies, adormecidos como están por el plantón. Lleva cinco horas ahí adentro, siguiendo la expresa indicación del Hormiga. Entró al baño, pasó de largo frente a la larga hilera de mingitorios y se metió en el último compartimiento de los inodoros. A las seis llegó Carucha. Seis y media, Ernesto. A las siete, Rubén. Los otros tres se acomodaron en el de al lado a medida que fueron llegando, siempre a intervalos de media hora. Al principio Bogado tenía los nervios de punta. ¿Qué iban a decir si los encontraban? El Hormiga había insistido: “Ese baño no lo revisan nunca y lo limpian cada muerte de obispo”.

Ahora Bogado está más calmado porque parece ser cierto. A las diez apagaron las luces. Carucha enciende de vez en cuando una linternita en forma de lapicera que lleva en la campera y Bogado ve los rostros de los todos como si fueran espectros o personajes de una película de vampiros. El que no quiere callarse es Rubén. En un cuchicheo casi permanente jode, se queja del dolor de gambas, pregunta cada diez minutos cuánto falta. De vez en cuando lanza una risita nerviosa, pero Bogado no teme que vaya a quebrarse. Simplemente muestra un poco más sus nervios, nada más. Él está igual, aunque la juegue de duro y de tranquilo.

A las doce empiezan a acalambrársele las piernas, pero aunque se muere de ganas de salir a dar unos pasos no se anima a desobedecer la orden del Hormiga. A la una escuchan que se abre y se cierra la puerta vaivén del ingreso. Unos pasos rápidos se dirigen en la oscuridad hacia el escondite: “Soy yo”, dice el Hormiga en un murmullo, justo cuando a Bogado está a punto de salírsele el corazón del cuerpo: “¿Cómo van?” contesta Carucha por todos y el Hormiga promete volver a las tres en punto.

A Bogado esas dos horas se le hacen eternas. Repasa una y otra vez la conversación del día anterior y se putea en silencio por haber aceptado semejante idea. Pero no dice nada. Los demás parecen convencidos, o por lo menos no ponen nerviosos a los otros planteando en voz alta sus dudas. Al cabo de un tiempo que parece infinito, Carucha anuncia que son las tres menos dos minutos.

Puntual, vuelve a abrirse la puerta. El Hormiga les dice que salgan. Primero tienen que apretarse contra la pared trasera, y Rubén debe subirse con cuidado al inodoro para hacer lugar suficiente para abrir la puerta. Iluminados a retazos mínimos por la linternita de Carucha mientras se contorsionan para salir de ese escondrijo, parecen títeres torpes. Cuando le toca el turno, Bogado tiene que contener una exclamación de dolor al poner en movimiento sus rodillas entumecidas. No ha dado diez pasos cuando el Hormiga los manda a todos cuerpo a tierra. Bogado se acuesta lo más rápido y silenciosamente que puede. No logra evitar que su nariz choque con el zapato de José, que acaba de aterrizar delante de él. Se palpa a ciegas, tratando de determinar si está sangrando. Cree que no. A una nueva orden del Hormiga, vuelven a ponerse en movimiento.

Bogado se alegra de que lo hayan repetido la noche anterior hasta el cansancio, después de que él se rindiera y aceptase la propuesta del Hormiga. “Al llegar a la puerta, cruzar cuerpo a tierra el pasillo, que va a estar a oscuras. Al sentir el mueble, girar a la derecha y avanzar quince metros, hasta el extremo de la larga repisa. Van a sentir olor a jabón en polvo”. Cuando el olor dulzón que suele saturar el lavadero de su casa le penetra en la nariz magullada Bogado comprueba que las instrucciones son precisas. Sigue recordando: “Ahí se complica un poco, porque tienen que cruzar el pasillo central: tres metros libres. Pero tenemos una ayuda: armaron una isla central con una oferta de papel higiénico que tapa bastante la cámara más cercana. Pasen rápido, a intervalos de un minuto, siempre pegados al piso. Eso sí: no toquen la pila de rollos porque es muy liviana, y si la tiran a la mierda no nos salva nadie”. Bogado pasa último, porque el Hormiga le pidió que cierre la marcha. Por un lado lo hace sentir bien esta confianza en su persona, pero al mismo tiempo teme a cada minuto que alguien salga de la oscuridad y lo levante del pescuezo con un manotazo. Se da vuelta y nada: la penumbra desierta, apenas las frías luces de emergencia llenando de sombras raras los pasillos.

A las tres y cuarto hacen un alto. Como está previsto, el Hormiga se levanta como si nada y camina resueltamente hacia otro extremo del enorme salón, donde están reunidos sus compañeros de trabajo. Vuelven a los cinco minutos. “Todo en orden”, asegura antes de volver a su puesto a la cabeza de la extraña víbora que forman los cuerpos reptando sobre el piso frío.

Es entonces cuando reemprenden la marcha y Bogado ve unas cuantas baldosas del piso frente a sí que, como si una llamarada súbita lo hubiese incinerado en el fuego de la revelación, toma conciencia del sitio en que se encuentra. No ha vuelto ahí en todos esos años, tan grandes son el dolor y la nostalgia. Otros sí han vuelto. Se lo han dicho. Pero él nunca fue capaz. No ha querido siquiera pasar por la calle ni por el barrio. Y ahora está ahí. Ahí metido.

Se abstrae del trance que está atravesando y de los objetos extraños y profanos que lo rodean. Se imagina tendido igual, de cara al piso, pero no sobre esas frías baldosas anodinas sino sobre el suelo que la escatiman. Se imagina la noche estrellada que, más allá del edificio que subrepticiamente recorren, baña de luz ese campo oculto bajo el cemento. Le gusta pensarse así, como visto desde el cielo, bañado por la luz azul de las estrellas, acurrucado en esa cuna de pasto crecido, y el miedo se le va derritiendo como un mal sueño. Con los dedos enguantados acaricia esas baldosas tristes y las baña con unas lágrimas contenidas durante demasiado tiempo.

Da vuelta el último recodo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguen el bulto que hacen sus amigos irguiéndose. Los imita. El Hormiga los ubica en los extremos de la enorme góndola, cuatro de cada lado. “A la una, a las dos, a las tres”. Todos empujan al unísono y logran mover el catafalco unos diez centímetros. Repiten el procedimiento varias veces.

-¿Hora?- pregunta el Hormiga.

  • Tres y media –contesta Sergio.

  • Estamos justo –responde el otro.

El Hormiga se inclina y enciende su linterna. Saca una barra de acero bruñido y hace palanca sobre una baldosa, que se levanta casi sin ruido. La dedicación de la Hormiga sigue conmoviendo a Bogado. Noche a noche, para no hacer bochinche en el momento definitivo, ha corrido solo la góndola, y ha limado la pastina y el adhesivo hasta socavar la mezcla. Levanta otra baldosa. Queda al descubierto un boquete estrecho, sobre un contrapiso gris y parejo.

El Hormiga pregunta de nuevo la hora.

-Menos veinticinco –responde Sergio

  • Es ahora – retruca el primero.

Han formado una ronda alrededor del boquete. En ese momento se enciende un motor ruidoso a la distancia. Bogado está maravillado: los cálculos de Hormiga son exactos hasta en la hora en que se encienden las pulidoras del hall central.

A una señal, Rubén y Sergio sacan dos mazas y dos cortafierros con las cabezas envueltas en trapos gruesos, y empiezan a dar golpes sobre el agujero del piso. Bogado siente como si el ruido fuese atronador. Pero pasan los minutos y nadie viene desde la oficina de los guardias. Evidentemente las lustradoras tapan el sonido. A otra señal del Hormiga, Carucha y Ernesto reemplazan a los otros. Los demás miran extasiados. No pueden apartar los ojos de ese hueco que se ensancha. Se supone que uno de ellos –Bogado ya no recuerda cuál, ni le importa- debe estar de pie en el extremo de la góndola, vigilando el pasillo central y la línea de cajas, pero ninguno puede sustraerse al hechizo proverbial que toma forma en el centro de la ronda.

Cuando le toca el turno, a las cuatro menos diez, Bogado siente que flota en una excitación sin edad. Piensa en su tío, pero trata de borrarlo de su pensamiento por miedo a quebrarse tan cerca del triunfo. El Hormiga, olvidado de su papel de estratega, da vueltas y saltitos asomándose sobre las cabezas inclinadas, y repite como loco: “Ahora sí, muchachos. Ahora van a ver. Ahora se nos da. Es cuestión de sacar de acá y poner allá, en el Bajo. Se acabó la malaria, van a ver, se los juro”. Y Bogado siente, mientras golpea frenético el cemento, que es verdad, que es cierto, que esta vez se corta el maleficio, y que son ellos los ángeles custodios del milagro.

Bogado siente una oleada de pasmo. El cortafierro acaba de hundirse, bajo el contrapiso, en una materia blanda. No puede contener un gritito. El Hormiga apunta la linterna al agujero. Una masa cenicienta y blanda yace bajo los restos de los escombros. No pueden controlarse. Se lanzan al unísono a escarbar con las manos desnudas, unos sobre otros. Dan las cuatro, pero no lo notan. Rubén, de repente, pide casi a gritos que se iluminen la mano. Ocho pares de ojos se clavan en su puño. Tiene la piel arañada, las uñas rotas, el anillo de casamiento opaco y cruzado de raspones. Y bien aferrado, como si fuera un tesoro de cuento, un puñado de tierra negra que asoma entre sus dedos crispados. Bogado trata de contener las lágrimas, pero cuando escucha los sollozos de Carucha, y cuando ve que Sergio se hinca de rodillas y se tapa la cara para que nadie lo vea, se lanza a moquear sin vergüenza.

El Hormiga se adelanta. Los demás le abren un espacio en el medio. Se hinca con la dignidad de un sacerdote egipcio que se dispone a escrutar las más oscuras trampas del destino. Sergio levanta la linterna y le ilumina las manos mientras recoge trocitos del tesoro en un frasco de vidrio. Cuando termina se pone de pie. Alza el brazo derecho con el frasco en alto. Vacíos de palabras, los ocho se apilan en un abrazo. Tardan en destrenzarse. A una orden del Hormiga salen disparando hacia una salida de emergencia.

En la cabina de control de cámaras, un guardia frunce el entrecejo. Otro le pregunta qué le pasa. El guardia piensa antes de responder. Esos monitores color son muy lindos, pero todavía no se acostumbra. Igual contesta que no pasa nada. Teme que su compañero piense que está loco si le dice que creyó ver, a la altura de la góndola de los fideos, pasar corriendo a unos tipos vestidos con camiseta de San Lorenzo. [/spoiler]

Los Traidores

Que nadie se haga cargo de esta historia, ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés.
Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida.
Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años… ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago.
Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor…
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento.
Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara… ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo?
No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe.
¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza.
Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije.
Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta… me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón seguí, es cierto, pero…los tipos me clavaban los ojos, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa.
Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro contesté. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos.
«Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda’, por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro.
Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila.
No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo.
Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede.
Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas.
Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos.
¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa.
Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago… el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria.
Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido.
Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola me decían, la sacaste rebarata, Nicanor.» Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento.
Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes… Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida.
Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.» ¡Chau, pibe!

De Chilena

[spoiler]De chilena
por Eduardo Sacheri

Ayer a Anita se la llevaron un rato largo a firmar un montón de papeles. Al volver, ella dijo que no había entendido muy bien, porque eran muchos formularios distintos, con letra chica y apretada. Supongo que me habrá mirado varias veces, buscando un gesto que le calmara las angustias. Pero yo estaba de un ánimo tan sombrío, tan espantado por el olor a catástrofe en ciernes, que evité con cierto éxito el cruce inquisitivo de sus ojos.

Los doctores dicen que, prácticamente, no hay manera casi de que salgas de ésta. Y lo dicen muy serios, muy calmos, muy convencidos. Con la parsimonia y la lejanía de quienes están habituados a transmitir pésimas noticias. El más claro, el más sincero, como siempre, fue Rivas, cuando salió a la tarde tempranito de revisarte. Cerró la puerta despacio para no hacer ruido, y le dijo a Anita que lo acompañara a la sala del fondo y la tomó del brazo con ese aire grave, casi de pésame anticipado. Yo me levanté de un brinco y me fui con ellos, pobre Anita, para que no estuviera sola al escuchar lo que el otro iba a decirle.

Rivas estuvo bien, justo es decirlo. Nos hizo sentar, nos sirvió té, nos explicó sin prisa, y hasta nos hizo un dibujito en un recetario. Anita lo toleró como si estuviera forjada en hierro. Y te digo la verdad, si yo no me quebré fue por ella. Yo pensaba ¿cómo me voy a poner a llorar si esta piba se lo está bancando a pie firme? Cuando Rivas terminó, supongo que algo intimidado ante la propia desolación que había desnudado, Anita, muy seria y casi tranquila (aunque me tenía aferrado el brazo con una mano que parecía una garra, de tan apretada), le pidió que le especificara bien cuáles eran las posibilidades. El médico, que garabateaba el dibujo que había estado haciendo, y que había hablado mirando el escritorio, levantó la cabeza y la miró bien fijo, a través de sus lentes chiquitos. «Es casi imposible». Así nomás se lo dijo. Sin atenuantes y sin preámbulos. Anita le dio las gracias, le estrechó la mano y salió casi corriendo. Ahora quería estar sola, encerrarse en el baño de mujeres a llorar un rato a gritos, pobrecita. Yo estaba como si me hubiera atropellado un tren de carga. Me dolía todo el cuerpo, y tenía un nudo bestial en la garganta. Pero como Anita se había portado tan bien, me sentí obligado a guardar compostura. Le di las gracias por las explicaciones, y también por no habernos mentido inútilmente. Ahí él se aflojó un poco. Hizo una mueca parecida a una sonrisa y me dijo que lo sentía mucho, que iba a hacer todo lo posible, que él mismo iba a conducir la operación, pero que para ser sincero la veía muy fulera.

A la tarde. la familia en pleno ganó tu habitación v desplegó un aquelarre lastimoso. Todos daban vueltas por la pieza, casi negándose a irse, como si que dándose pudieran torcer al destino y enderezarte la suerte. Vos seguías en tu sopor distante, en esa modorra quieta que te había ido ganando con el transcurso de los días. Ni siquiera comer querías. Dormías casi todo el día. Con Anita apenas cruzabas dos palabras. Y a mí te me quedabas mirando fijo, como sabiendo, como esperando que yo me aflojara y terminara por desembuchar todo lo que me dijo Rivas y que a vos te conté nomás por arriba para que no te asustases. Cuando me clavabas los ojos yo miraba para otro lado, o salía disparado con la excusa de irme a fumar al baño del corredor. Y encima ese cónclave familiar que armamos sin proponérnoslo, pero que tampoco fuimos capaces de ahorrarte. Ayer estaban todos: papá, Mirta, José, el Cholo, y hasta la madre de Anita que no tuvo mejor idea que traer a los chicos para que te saludaran. Menos mal que a Diego y a su mujer los atajé a tiempo saliendo del ascensor y los despaché de vuelta. Venían con cara de pánico, como queriendo rajar en seguida. Así que les di las gracias por pasar y les evité el mal trago.

Después llegó la hora macabra del atardecer. No hay peor hora en un hospital que ésa. La luz mortecina estallando en el vidrio esmerilado. El olor a comida de hospicio colándose bajo las puertas. Los tacos de las mujeres alejándose por el corredor. La ciudad calmándose de a poco, ladrando más bajo, con menos estridencia, dejando a los enfermos sin siquiera la estúpida compañía de su bullicio.
Para entonces, la pieza era un velorio. Faltaba sólo la luz de un par de cirios, y el olor marchito de las flores tristes. Pero sobraban caras largas, susurros culposos, miradas compasivas hacia tu lecho. Justo ahí fue cuando abriste los ojos. Yo pensé que era una desgracia. Anita trataba de convencerlo a papá de que se volviera a Quilmes, y él porfiaba que de ninguna manera. Mirta hojeaba una revista con cara de boba. José te miraba con expresión de «que en paz descanses. Era cosa de que si hasta ese momento no te habías dado cuenta, de ahora en adelante no te quedase la menor duda de lo que estaba pasando. Y vos miraste para todos lados, levantando la cabeza y tensando para eso los músculos del cuello. Se ve que te costaba, pero te demoraste un buen rato en vernos a todos, y al final me miraste a mí y yo no sabía qué hacer con todo eso. Yo temía que me dijeras vení para acá y contámelo todo, pero en cambio me dijiste dame una mano para levantar un poco el respaldo. Y mientras yo le daba a la manija a los pies de la cama de hierro, vos le ordenaste a Mirta que encendiera la luz, que no se veía un pepino. Con la luz prendida todos se quedaron quietos, como descubiertos en medio de un acto vergonzoso y hasta imperdonable, como incómodos en la ruptura de ese ensayo general de velorio inminente.
Y para colmo, como para ponerlos aún más en evidencia, como para que nadie se confundiera antes de tiempo, empezaste a dar órdenes casi gritando, estirando el brazo con el suero que bailaba con cada uno de tus ademanes, que vos papá te vas a casa, que vos José te la llevás a Mirta que para leer revistas bastante tiene en su propio living, que ya mismo alguien se ocupa de darle de cenar a Anita o se va a caer redonda en cualquier momento, y que se dejan de joder y me vacían la pieza. Tu voz tronó con tal autoridad que, en una fila sumisa y monocorde, fueron saliendo todos. Y cuando yo me disponía a seguirlos sin mirar atrás, me frenaste en seco con un «vos te quedás acá y cerrás la puerta». Como un chico que trata de pensar rápido una disculpa verosímil, gané el tiempo que pude moviendo el picaporte con cuidado, corriendo las cortinas para acabar de una vez por todas con la luz moribunda de las siete, pateando y volviendo a su lugar la chata guarecida bajo la cama. Pero al final no tuve más remedio que sentarme al lado tuyo, y encontrarme con tus ojos preguntándome.

Te lo conté todo. Primero traté de ser suave. Pero después supongo que me fui aflojando, como si necesitara hablar con alguien sin eufemismos tontos, sin buscar y rebuscar atenuantes tranquilizadores, sin inventar al voleo ejemplos creíbles de sanaciones milagrosas. Te relaté cada uno de los diagnósticos sucesivos, el inútil anecdotario del periplo de locos de los últimos dos meses, el puntilloso pésame velado de los especialistas.
Vos te tomaste tu tiempo. Llorabas mientras yo seguía el monótono detalle de nuestra pesadilla. Llorabas con lágrimas gruesas, escasas, de esas que a veces sueltan los hombres. Después, cuando por fin me callé, cerraste los ojos y estuviste un largo rato respirando muy hondo. Yo empecé a levantarme de a Poquito, casi sin ruido, como para dejarte descánsar, queriendo convencerme de que te habías dormido.

Y ahí pasó. Te incorporaste en la cama con tal violencia que casi me tumbás de nuevo á la silla del susto. Me agarraste casi por el cuello. haciendo un guiñapo con mi camisa y mi corbata, y miraste al fondo de mis ojos, corno buscando que lo que ibas á decirme me quedara absolutamente claro. Tu cara se había transformado. Era una máscara iracunda, orgullosa, llena de broncas y rencores. Y tan viva que daba miedo. Ya no quedaban en tu piel rastros de las lágrimas. Sólo tenías lugar para la furia. En ese momento me acordé. Te juro que hacía veinte años por lo menos que aquello ni se me pasaba por la cabeza. Parece mentirá cómo uno, á veces, no se olvida de las cosas que se olvida. Porque cuándo me miraste así, y me agarraste la ropa y me la estrujaste y me sacudiste, el dique del tiempo se me hizo trizas, y el recuerdo de esa tarde de leyenda me ahogó de repente. Ahora, en el hospital, no dijiste nada. Como si fuesen suficientes las chispas que salían de tus ojos, y el rojo furioso de tu expresión crispada. Aquella vez, la primera, cuando me agarraste, también era casi de noche. Y también yo estaba cagado de miedo. Me habías mirado fijo y me habías gritado: «Todavía no perdimos, entendés. Vos atajálo y dejáme á mí».

Jugábamos de visitantes, contra el Estudiantil, en cancha de ellos. La pica con el Estudiantil era uno de esos nudos de la historia que, para cuándo uno nace, ya están anudados. Lo único que le cabe al recién venido al mundo, si nació en el barrio, es tomar partido. Con el Estudiantil o con el Belgrano. Sin medias tintas. Sin chance alguna de escapar á la disyuntiva. De ahí para adelante, el destino está sellado. La línea divisoria no puede ser traspuesta.
Ambos clubes jugaban en la misma Liga, y los dos cruces que se producían cada año solían tener derivaciones tumultuosas. Para colmo, ese año era más especial que nunca. Nosotros, en un derrotero inusitado para nuestras campañas ordinarias, estábamos á un punto del campeonato. Quiso el destino que nos tocara el Estudiantil en la última fecha. Con cualquier otro equipo la cosa hubiese sido sencilla. Nos bastaba un simple empate, y ningún osado delantero contrario iba á estar dispuesto á amargarnos la fiesta a cambio de una fractura inopinada, y menos con el verano por delante y el calor que dan los yesos desde el tobillo hasta la ingle. Pero con el Estudiantil la cosa era distinta.

Entre argentinos hay una sola cosa más dulce que el placer propio: la desgracia ajena. Dispuestos á cumplir con ese anhelo folklórico, ellos se habían preparado para el partido con un fervor sorprendente, que nada tenía que ver con el magro décimo puesto en la tabla con el que despedían la temporada.
Lo malo era que lo nuestro, en el Belgrano, era por cierto limitado: dos wines rápidos, un mediocampo ponedor, y dos backs instintivamente sanguinarios, capaces de partir por la mitad hasta á su propia madre, en el caso de que ella tuviera la mala idea de encarar para el área con pelota dominada. Para colmo, de árbitro lo mandaron al negro Pérez, un cabo de la Federal que partía de la base de que todos éramos delincuentes salvo demostración irrefutable de lo contrario. Un árbitro tan mal predispuesto á dejar pasar una pierna fuerte era lo peor que podía sucedernos. Igual nos juramentamos vencer o vencer. También nosotros éramos argentinos: y darles la vuelta olímpica en las narices, y en cancha de ellos, iba a ser por completo inolvidable.

El partido salió caldeado. Nos quedamos sin uno de los backs a los quince del primer tiempo, y si tengo que ser sincero, Pérez estuvo blando. A los diez minutos el tipo ya había hecho méritos suficientes como para ir preso. Pero su sacrificio no fue en vano: a los delanteros de ellos les habrán dolido esos quince minutos, porque después entraron poco, y prefirieron probar desde lejos. Las gradas eran un polvorín, y había como doscientos voluntarios listos para encender la mecha. La cancha tenía una sola tribuna, en uno de los laterales, que estaba copada por la gente de ellos. Los nuestros se apiñaban en el resto del perímetro, bien pegados al alambrado. Encima el gordo Nápoli, que tenía al pibe jugando de ocho en nuestro cuadro, les sacaba fotos a los del Estudiantil y, aprovechando los pozos de silencio, para que lo oyeran con claridad, les gritaba las gracias porque las fotos le servían para el insectario que estaba armando.

El partido fue pasando como si los segundos fueran de plomo. Yo me daba vuelta cada medio minuto y preguntaba cuánto faltaba. Don Alberto estaba pe gado al alambre, y me gritaba que me dejara de joder y mirara el partido o me iba a comer un gol pavote. Pero yo no preguntaba por idiota. Preguntaba porque sentía algo raro en el aire, como si algo malo estuviese por pasar y yo no supiera cómo cuernos evitarlo. Cuando terminaba el primer tiempo, mis dudas se disiparon abruptamente: el nueve de ellos me la colgó en un ángulo desde afuera del área. Sacamos del medio y Pérez nos mandó al vestuario. La hinchada del Estudiantil era una fiesta, y yo tenía unas ganas de llorar que me moría.

Ahora me acuerdo como si fuera hoy. Vos jugabas de cinco, y eras de lo mejorcito que teníamos. Pero en todo el primer tiempo la habías visto pasar como si fueras imbécil. Las pocas pelotas que habías conseguido, o te habían rebotado o se las habías dado a los contrarios. Chiche no lo podía creer, y te gritaba como loco para hacerte reaccionar. Trataba de que te calentaras con él, aunque fuera, como cuando jugábamos en la calle. Pero vos seguías ahí, mirando para todos lados con cara de estúpido. Siempre parado en el lugar equivocado, tirando pases espantosos, cortando el juego con fules innecesarios.

En el entretiempo el gordo Nápoli guardó la cámara y nos improvisó una charla técnica de emergencia. La verdad es que habló bastante bien. Con su tradicional estilo ampuloso, y sin demorarse en falsas ternuras, nos recordó lo que ya sabíamos: si perdíamos el partido, y Estudiantil nos sonaba el campeonato, que ni aportáramos por el barrio porque seríamos repudiados con justa razón por las fuerzas vivas de nuestra comunidad belgraniana. Vos seguías ahí, sentado en un banco de listones grises, con las piernas estiradas y la cabeza baja. Cuando nos llamaron para el segundo tiempo, tuve que ir a buscarte porque ni aún entonces te incorporaste. No sé si fue el miedo o una inspiración mística y repentina, pero de pronto me vi casi llorándote y pidiéndote que me dieras una mano, que no arrugaras, que te necesitaba porque si no íbamos al muere. Se ve que te impresioné con tanta charla y tanto brote emotivo (yo que siempre fui tan tímido), porque después te levantaste y me dijiste solamente vamos, pero tu tono ya era el tuyo.

El segundo tiempo fue otra historia. Ese se me pasó volando. Parece mentira como corre la vida cuando vas perdiendo. Yo ya no preguntaba la hora. Don Alberto nos gritaba que le metiéramos pata, que faltaba poco. Y a vos se te había acomodado la croqueta. Todas las que te rebotaban en el primer tiempo, ahora las amansabas y las distribuías con criterio. En lugar de regalar pelotas ponías pases profundos, bien medidos. Pero no alcanzaba. Pegamos dos tiros en los palos, y el pibe de Nápoli se comió dos mano a mano con el arquero (que encima andaba inspirado). Y para colmo, a los treinta minutos a mí me empezó de nuevo la sensación de catástrofe inminente.

No andaba mal encaminado. Jugados al empate como estábamos, nos agarraron mal parados de contraataque: se vinieron tres de ellos contra el back sobreviviente (Montanaro se llamaba) y yo. La trajo el nueve y cerca del área la abrió a la izquierda para el once. Montanaro se fue con él y lo atoró unos segundos, pero el otro logró sacar el centro que le cayó a los pies de nuevo al nueve, y yo no tuve más remedio que salir a achicarle. Parece mentira cómo a veces el hombre sucumbe a su propia pequeñez: si el tipo la toca a la derecha para el siete, es gol seguro. Pero la carne es débil: los gritos de la hinchada, el arco enorme de grande, el sueño de ser él quien nos enterrase definitivamente en el oprobio. Mejor amagar, quebrar la cintura, eludir al arquero, estar a punto de pasar a la inmortalidad con un gol definitivo, y recibir una patada asesina en el tobillo izquierdo que lo tumbó como un hachazo.

Pérez cobró de inmediato. El petiso seguía aullando de dolor en el piso, pobre. Pero no me echaron. Tal vez fuese el propio ambiente el que me puso a salvo. En efecto, se respiraba una ominosa atmósfera de asunto concluido. Ellos se abrazaban por adelantado. Su hinchada enfervorizada se regodeaba en el sueño hecho realidad. El gordo Nápoli lloraba aferrado a los alambres. Don Alberto insultaba entre dientes. La verdad es que en ese momento, si me hubiesen ofrecido irme, hubiese agarrado viaje. Intuía ya el grito feroz que iban a proferir cuando convirtieran el penal. Ya me veía tirado en el piso, con esos mugrientos saltando y abrazándose alrededor mío, pateando una vez y otra la pelota contra la red. Me volví a buscar la cara de Don Alberto en medio de los rostros entristecidos. ,Faltan tres», me dijo cuando nuestros ojos por fin se encontraron. Y era como una sentencia inquebrantable. Ahí bajé definitivamente los brazos. Un dos a cero es definitivo cuando faltan tres minutos y uno es visitante. De local vaya y pase, aunque tampoco. ¿Cómo dar vuelta semejante cosa?
Me fui a parar a la línea como quien se dirige al cadalso. Lo único que quería ahora era que pasara pronto. Sacarme de una vez por todas a esos energúmenos borrachos en la arrogancia de la victoria.
Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos. Pero lo cier to es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras. Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás, hermanito. Yo te juro que lo empato».

Me encontré diciéndote que sí, que te quedaras tranquilo. Y no por llevarte la corriente, nada de eso. Era como si tu voz hubiese llevado algo adherido, como un perfume a cosa verdadera que apaciguaba al destino y era capaz de enderezarlo. De ahí en más ya fui yo mismo.
Cumplí todos los ritos que debe cumplir un arquero en esos casos límite. Iba a patearlo Genaro, el dos de ellos, un tano bruto y macizo que sacaba unos chumbazos impresionantes. Me acerqué a acomodarle la pelota, arguyendo que estaba adelantada. La giré un par de veces y la deposité con gesto casi delicado, en el mismo lugar de donde la había levantado. Pero a Genaro le dejé la inquietante sensación de habérsela engualichado o algo por el estilo. Volvió a adelantarse y a acomodarla a su antojo. De nuevo dejé mi lugar en la línea del arco y repetí el procedimiento. Pero esta vez, y asegurándome de estar de espaldas al árbitro, lo enriquecí con un escupitajo bien cargado, que deposité veloz sobre uno de los gajos negros del balón. Genaro, francamente ofuscado, volvió hasta la pelota, la restregó contra el pasto, y me denunció reiteradas veces al juez Pérez. Sabiéndome al límite de la tolerancia, e intuyendo que el tipo ya iba incubando ganas de asesinarme, volví a acercarme con ademanes grandilocuentes. Invoqué a viva voz mis derechos cercenados, y mientras le tocaba de nuevo la pelota le dije a Genaro, lo suficientemente bajo como para que sólo él me escuchara, que después de errar el penal mi hermano iba a empatarle el partido, que se iba a tener que mudar a La Quiaca de la vergüenza, pero que en agradecimiento yo le prometía que iba a dejar de afilar con su novia. Genaro optó por putearme a los alaridos, como era esperable de cualquier varón honesto y bien nacido. Pérez lo reprendió severamente, y a mí me mandó a la línea del arco con un gesto que va no admitía dilaciones.

En ese momento empezó a rodar el milagro. Me jugué apenas a la izquierda, pero me quedé bien erguido: Genaro le pegaba muy fuerte pero sin inclinar se, y la pelota solía salir más bien alta. Le dio con furia, con ganas de aplastarme, de humillarme hasta el fondo de mi alma irredenta. Tuve un instante de pánico cuando sentí la pelota en la punta de mis guantes: era tal la violencia que traía que no iba a poder evitar que me venciera las manos. De hecho así fue, pero había conseguido cambiarle la trayectoria: después de torcerme las muñecas la pelota se estrelló en el travesaño y picó hacia afuera, a unos veinte centímetros de la línea. Me incorporé justo a tiempo para atraparla, y para que los noventa y cinco kilos de Genaro me aplastaran los huesos, la cabeza, las articulaciones. Pérez cobró el tiro libre y me gritó: «Juegue».

No me detuve a escuchar los gritos de alegría de los nuestros. Me incorporé como pude y te busqué desesperado. Estabas en el medio campo, totalmente libre de marca: ellos volvían desconcertados, como no pudiendo creer que tuvieran todavía que aplazar el grito del triunfo. Te la tiré bastante mal por cierto; pero como andabas inspirado la dominaste con dos movimientos. Levantaste la cabeza y se la tiraste al pibe de Nápoli que corrió como una flecha por la izquierda. Sacó un centro hermoso, bien llovido al área, pero alguno de ellos consiguió revolearla al córner.

Era la última. Pérez ya miraba de reojo su muñeca, con ganas de terminarlo. Fuimos todos a buscar el centro. Lo mío era un acto simbólico. Si me hubiese caído a mí hubiera sido incapaz de cabecear con puntería. Al arco me defendía, pero afuera era una tabla con patas. El centro lo tiró de nuevo Nápoli, pero esta vez le salió más pasado y más abierto, y bajó casi en el vértice del área. Vos estabas de espaldas al arco. El sol ya se había ido, y no se veía bien ni la cancha ni la pelota. Mientras estuvo alta, donde el aire todavía era más claro, la vi pasar encima mío sin esperanza. Cuando te llegó a vos, supongo que debía ser poco más que una sombra sibilante.

Parece mentira cómo todos estos años lo tuve olvidado, porque mientras avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa. Por que fue justo ahí, mientras yo pensaba sonamos, pasó de largo, ahora la revienta alguno de ellos y Pérez lo termina, fue ahí que el milagro concluyó su ciclo legendario. La camiseta con el cinco en la espalda, las piernas volando acompasadas, la izquierda en alto, después la derecha, la chilena lanzada en el vacío, y la sombra blanquecina cambiando el rumbo, torciendo la historia para siempre, viajando y silbando en una parábola misteriosa, sobrevolando cabezas incrédulas, sorteando con lo justo el manotazo de un arquero horrorizado en la certidumbre de que la bola lo sobraba, de que caía para siempre contra una red vencida por el resto de la eternidad, de que era uno a uno y a cobrar. Y nada más en el recuerdo, porque ya con eso era demasiado, apenas un vestigio de energía para salir corriendo, para treparse al alambrado, para tirarse al piso a llorar de la alegría, para encontrarme con vos en un abrazo mudo y sollozante, para que el gordo Nápoli resucitara la cámara y las fotos para el insectario, y los gestos obscenos, y el grito multiplicado en cien gargantas, y el tumulto feliz en el mediocampo, y la vuelta olímpica lejos del lateral para librarnos de los gargajos.

Ayer a la nochecita, con esa cara de loco y ese puño arrugándome la ropa, me hiciste retroceder veinte años, a cuando vos tenías quince y yo dieciséis, a tu fe ciega y al exacto punto de tu chilena legendaria, heroica, repentina, capaz de torcer los rumbos sellados del destino. Ni vos ni yo tuvimos, ayer, ganas de hablar de aquello. Pero yo sabía que vos sabías que arribos estábamos pensando en lo mismo, recordando lo mismo, confiando en lo mismo. Y nos pusimos a llorar abrazados como dos minas. Y moqueamos un buen rato, hasta que me empujaste y te dejaste caer en la cama, y me dijiste dejáme solo, andá con los demás que van a preocuparse. Y yo te hice caso, porque en la penumbra de la pieza te vi los ojos, llenos de bronca y de rencor, llenos de una furia ciega. Y me quedé tranquilo.

La noche me la pasé en la capilla de la clínica, rezando y cabeceando de sueño pero sin darme por vencido. Recién cuando te llevaron al quirófano me fui hasta la cafetería a tomar un café con leche con medialunas. Me la llevé a Anita, que estaba hecha un trapo, pobrecita. Lógicamente no le dije nada de lo de anoche, porque pensé que con el batuque que debía tener ahora en el balero me iba a sacar rajando si empezaba a desempolvar historias antiguas. A los demás tampoco les dije nada. Los dejé que volvieran con su velorio portátil, esta vez improvisado en la sala de espera del quirófano, a dejar pasar las horas, a consolarla a Anita y a los chicos, a murmurar ensayos de resignación y de entereza.

Ni siquiera dije nada cuando salió Rivas hecho una tromba, cuando la agarró a Anita del brazo y ella lo escuchó llorando pero maravillada, agradecida, in crédula, ni cuando él habló y gesticuló y dejó que se le desordenara el pelo engominado, ni cuando la voz entró a correr entre los presentes, ni cuando empezaron a oírse exclamaciones contenidas y risitas tímidas buscando otras risas cómplices para animarse a tronar en carcajadas y gritos de júbilo, ni cuando Anita me lo trajo a Rivas para que lo oyera de sus labios.

Ahí tampoco dije nada, aunque lloré de lo lindo. Yo lloraba de emoción, es claro. Pero no de sorpresa. No con la sorpresa todavía descreída, todavía tensa y desconfiada de José, de Mirta, de los chicos, de la propia Anita. Yo también, en su lugar, hubiese estado sorprendido. Para ellos este milagro es el primero. Al fin y al cabo, ellos no vivieron aquel partido de epopeya. Y no le dieron la vuelta olímpica al Estudiantil en cancha de ellos, con el gol tuyo de chilena.

FIN [/spoiler]

Esperándolo a Tito

[spoiler]ESPERÁNDOLO A TITO

[LEFT] Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: “¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el ‘maestro’? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?”. Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.

Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le  ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó.  Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una  suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre,  porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por  compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador:  «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho,  volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas. 


Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los  muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose  los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada.  Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los  nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che,  Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que  armamos, si nos falla justo ahora...». 


Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le  contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono  con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo  desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para  qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a  aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse  los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el  Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el  apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a  los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras  mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos  nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono  intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó:  «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto  ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente  por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y  decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo  para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que  solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé  al Centro podría haber jugado».  


Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se  jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio.  Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi  primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca  diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo.  Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo  retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un  equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo  de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con  vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no  tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa  tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más  abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo.  Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se  fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió  viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa.  Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos  bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A  los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a  un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses,  pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era  el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos  porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que  ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez  tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca. 


Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino  le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente  casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a  nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a  perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se  tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de  fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la  partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y  perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir  de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre  dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a  perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar  a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero  perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro  años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos,  prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah,  directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la  presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las  pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus  victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que  al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a  puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo  sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que  aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.  


Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva  humillación, los muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy  explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando  Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada.  Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero,  cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso  serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión  era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite  de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo  llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no  había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al  corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé  los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por  supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en  plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida. 


A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el  tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos  semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber  nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a  gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé  Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba  bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato,  que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como  siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un  resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La  palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con  las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara  de monaguillo. 


Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el  plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía  extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en  el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el  arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa  mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de  que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron  a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando  faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de  vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me  avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y  media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al  Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El  Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por  supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las  diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba  adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y  nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media,  que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos  confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para  las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante  semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se  fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora.  Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de  persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser  demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación  eterna. 


Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a  ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la  ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para  esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había  fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme  cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas.  En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas  familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué  copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su  equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club  le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me  dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en  terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión  del viernes. 


El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito  podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en  la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para  calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las  veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se  había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había  casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le  había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El  siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando  venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como  cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido  nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa  noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de  allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo  le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau  Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar  impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que  perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.


Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito  escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando  (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de  seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos  chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto  que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se  animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no  se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a  nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo,  que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el  pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le  dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el  Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos  ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido.  Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos  cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les  hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo  señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque  eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos  dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero  porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las  llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la  puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le  hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con  los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo  madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba  recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo  vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito,  aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se  murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía  viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los  muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con  la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico  cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas. 


Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del  barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de  encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él,  medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar,  nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el  único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y  le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los  jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan  no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendéme,  Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no  vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito,  aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a  Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito,  defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de  reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con  las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de  reojo, como buscando respuestas. 


Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se  vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito  para que los demás no escucharan. «Es la hora, Carlos», me dijo Ricardo.  Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o  nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito  lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de  putearlo. 


«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el  sorteo», le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que  se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé,  jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que  llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba  nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando  Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro,  le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba  decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me  venía justo para completar los once. 


Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco.  Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos  en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una  precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte  años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro  criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron  por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que  siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle  al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me  hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos».  En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del  segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se  quedaron mirándose como vacas, como diciéndose «saltá vos». El que  saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco,  entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar.  Espantoso. 


Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para  sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota  coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los  dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro,  con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza.  El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos  antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear  a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de  infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos  envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué  bárbaro», y se alejó campante. 


Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a  Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para  dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo  desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí  dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la  atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo  tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir  una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo  que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos,  ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con  incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta  hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro  siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la  altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese  tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando  aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un  sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que  vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos  también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos  hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como  un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la  cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin  saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde  yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado  como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome  disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la  embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados  toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve  que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí  pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios  que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme,  y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un  nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y  pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo  click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el  caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad,  cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da  miedo. 


Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se  vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez  metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se  acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora,  pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito,  flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la  levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con  caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la  empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho.  Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien  espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la  bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho. 


Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro  desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El  petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada.  Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos  ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles.  Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese  suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos  que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de  poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era  un trámite, un asunto concluido. 


Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar  de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de  pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo  miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste,  jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza  hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como  diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz. 


Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me  vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la  protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho.  El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de  apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos.  Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso,  en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que  arrancó bien habilitado.[/LEFT]

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El Cuadro de Raulito

[spoiler]EL CUADRO DE RAULITO.

El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía sufriendo hacía… ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios, en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días, sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118, hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86, igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas, con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol nuestro, no te enojés si yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta. Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas complicadas. Luego aventuró:– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido más, uno menos… Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo. El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de River. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo. Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada, detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces…
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre. Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo, y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido, ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes, dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato. Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer, confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico, ¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de severo reproche.–Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos. Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma, desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River, Graciela. –Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido, emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar. Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De Huracán![/spoiler]

Segovia y el quinto gol

Motorola

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Abelardo Celestino Tagliaferro dobló la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Sus movimientos eran metódicos, serenos. Pero para cualquiera que conociese su carácter habitualmente enérgico, impulsivo, aquellos gestos necesariamente hubiesen tenido algo artificial, algo de falso. Eran a todas luces ademanes nacidos de una reflexión profunda, concienzuda. Esos ademanes calmos que las personas adoptan en un intento de que su espíritu se contagie de esa paz y esa mansedumbre exterior de los gestos ante el mundo.
Abelardo Celestino Tagliaferro había tenido mucho tiempo para prepararse para esa mañana cargada de presagios trágicos. Cinco, seis meses tal vez. Los signos alarmantes habían empezado algo antes, digamos en noviembre. Diciembre del año anterior. El receso del verano le había hecho abrigar algunas esperanzas. Pero desde fines de febrero la situación se había tornado crecientemente tenebrosa. Para los últimos días de abril Tagliaferro había comprendido que sólo un milagro lo pondría a salvo del abismo. ¿No habían existido acaso otros milagros anteriores? Pero mayo y junio se habían consumido sin que ese milagro tuviera lugar. Semana a semana se espíritu se había ido opacando. A medida que se acercaba julio, su carácter, habitualmente expansivo, dado, campechano, se había tornado proclive a la meditación, al silencio, al ensimismamiento. A medida que los días se acortaban y los árboles de la General Paz se desnudaban en colores ocres, Tagliaferro iba convirtiéndose en una suerte de crisálida espiritual, encapsulada en melancólicas meditaciones, ajena al caos cotidiano.
Cuando no sin cierto esfuerzo bajó del taxi, vio que los hombres que frecuentaban con él la parada lo esperaban bajo el toldo del kiosco. Abiertos en un semicírculo, se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Abelardo Celestino Tagliaferro se acercó con el mentón erguido y la vista clavada en un horizonte imaginario. A cada paso su cuerpo monumental se balanceaba levemente hacia los lados. Con la campera puesta daba la impresión de ser un astronauta gigantesco caminando en la ingravidez de la Luna.
Calculó, con precisión de experto, que el primer dardo lo alcanzaría cuando pasara a la altura del lavadero automático, o no mucho después de poner un pié en la vereda de la agencia de lotería. No se equivocó.

  •  [i]¿Qué hacés acá, Gordo? Te hacíamos en la cancha[/i]
    

El que había hablado era Alvarez, el morocho del Gacel. “Era lógico”, pensó Tagliaferro. Pero estaba listo para ataques sencillos como ése.

  •  [i]Por favor, Alvarez, no me jodás con pavadas[/i]
    

Habló con serenidad, como transigiendo en explicar que dos más dos son cuatro a un ignorante. Pero no pudo evitar una levísima irritación al escuchar las risitas breves de los otros, las mismas risas que envalentonaron al morocho para volver al ataque.

  •  [i]¡Te hablo en serio, Gordo¡ No podés dejar al equipo ahora, en semejante momento.[/i]
    

Tagliaferro suspiró mientras su expresión adquiría un cariz de angelical cansancio:

  •  [i]Haceme el favor, no hablemos más de fútbol.[/i]
    

De nuevo el coro de risitas cómplices. Terminó de acercarse, imperturbable. Saludó con inclinaciones de cabeza y recibió alguna palmada. Como siempre, le cedieron uno de los banquitos de metal y estiraron hacia él un mate humeante. Chupó con placer, alargó la diestra hacia la bolsa engrasada de los bizcochos y se preparó para el próximo round.

  •  [i]¿Cómo que no hablemos más, Gordo? ¿No eras vos el que  siempre venía insufrible los lunes cuando ganaban? Que Platense de acá,  que los Calamares de allá, que el equipo del Polaco del otro  lado,-algunos de los otros asentían. ¿No te cagabas de risa cada vez que  perdían los grandes?[/i]
    

Tagliaferro volvió a suspirar y a sonreír.

  •  [i]Mirá, Alvarez…, -pareció dudar en busca de las palabras  adecuadas-, eso era antes… yo qué sé. A veces la vida te enseña cosas,  sabés. Y me apiolé de que todo ese asunto del fútbol, viste, qué sé yo,  no tiene sentido…-dejó sus palabras flotando un momento y concluyó-: No  hay caso, pibe. No tiene sentido.[/i]
    

El morocho Alvarez era demasiado primario como para afrontar semejante despliegue de nihilismo. El Gordo sabía que el Piolín Acosta tomaría la posta con aportes algo más incisivos. El Piolín Acosta era un cincuentón larguirucho, de piel blanquísima. Había sido bautizado así por el propio Gordo. En su origen el sobrenombre era Piolín de Matambre, porque era largo, finito, blanco y ordinario. El Gordo, especialista en apodos, consideraba su hallazgo con Piolín una de sus obras maestras, y a cada uno de los nuevos en la parada se lo había ido explicando como un modo de revivir la deliciosa indignación del otro.
El ataque de Piolín fue frontal:

  •  [i]Y decime, Gordo, si hoy le ganan a River, y ponele que por  una de esas putas casualidades del destino se terminan salvando… ¿vas a  seguir con la huevada del escepticismo?[/i]
    
  •  [i]¡Ahí está, ahí está¡-algunos asentían, entusiasmados en la  intuición de que el alto y pálido filósofo estaba acorralando al recién  llegado. El Gordo se preguntó cuántos de ellos sabían qué corchos era  eso del escepticismo.[/i]
    
  •  [i]No, Piolín, para mí el fútbol… ¿cómo te explico? Ya fue, sabés.[/i]
    

Esas pocas palabras le fueron brotando de a poco, mientras miraba el toldo que tenía sobre la cabeza y mientras sus manos abiertas hacia arriba describían ademanes vagos, como reforzando esa sensación de vacío metafísico que su dueño pretendía transmitir.

  •  [i]¡Dejate de joder, Gordo¡ ¡A mí no me vengás con el cuento¡  ¡Que si no estuvieran por irse a la B te tendríamos que estar bancando  como si el puto cuadro ese fuera el Manchester United¡[/i]
    

Tagliaferro volvió a considerarlo con indulgencia. Un nuevo suspiro hinchó la mole de su cuerpo agazapado en el banquito.

  •  [i]No querido, te equivocás. A veces la desgracia te abre los ojos, sabés… Y si tenés neuronas te ponés a pensar.[/i]
    

Hizo un silencio. Los siete pares de ojos seguían cada uno de sus ademanes y los catorce oídos atendían a cada una de las inflexiones de su voz:

  •  [i]Suponete que Platense va y se salva. Difícil, pero ponele  que sí: ¿qué me cambia? ¿Voy a ser más rico? ¿Va a subir más gente al  tacho? ¿Voy a volverme inmune a los afanos? No, loco, no me cambia nada.  Y ponele que hoy se va al descenso: ¿qué pierdo, hermano? No hay  vuelta, loco. El fulvo es una mentira, sabés. ¿O ustedes piensan que a  esos turros de los jugadores les importa algo? No, padre, los tipos  cobran y se van. ¿Quién se queda como un boludo parado en la popular?  ¿Vos o ellos? ¿Y los dirigentes? ¿Vos te pensás que les calienta algo? ¡  Si son una manga de chorros ¡[/i]
    

Hizo una pausa para tomar otro mate y para que su discurso penetrase mejor en las mentes de sus amigos. Volvió al ataque:

  •  [i]El fútbol está armado para que ganen los grandes, nada  más. Es un negocio, pibe. Es todo un circo que vive de los giles como  ustedes. A ver, mirá los goles el domingo. ¿Alguno de ustedes sigue  siendo tan nabo de mirar los goles? –Los otros asintieron- ¿Ves que la  Argentina es una país de boludos? Todos ahí como giles, comiéndose  sesenta mil propagandas… ¿Para qué? ¿Para ver a esos maricones que le  van de héroes y que a la primera de cambio cuando les ponen dos mangos  sobre la mesa se van a jugar a Europa? ¡ Por favor, muchachos, no  jodamos ¡[/i]
    

Cada vez más enardecido, siguió:

  •  [i]A ver vos, García-el aludido lo miró atentamente-, vos sos  hincha de Gimnasia: si no juegan con River o Boca ¿cuántos minutos te  pasan del partido? ¿Uno? ¿Uno y medio? Y vos, Martínez: ¿no me contaste  que para ver los goles de Colón los grabás y después los ves cincuenta  veces y te hacés el bocho de que viste el partido entero?- El otro  asintió- ¿Ven lo que digo? Entiendanló, el fulbo no sirve para nada.  ¡Para nada ¡ O vos, Pasos, que sos de River… ¿te volvió un tipo feliz  que hayan ganado tres campeonatos al hilo? – Los ojos grises de Pasos se  entornaron en un gesto suave que era también de infinita tristeza- Es  todo verso, es todo mentira…[/i]
    

Y como si fuera el resumen de su discurso, reiteró:

  •  [i]Todo mentira, no hay vuelta.[/i]
    

Tagliaferro calló. Los demás se pasaban el mate en silencio. Algunos miraban para cualquier lado para que los otros no vieran las huellas de la turbación que les había sembrado. El Gordo advirtió, aliviado, que había conseguido el milagro de que se pusieran a hablar de otra cosa. El podía tener mucho autocontrol y todo lo que quisieran. Pero tampoco era de fierro, qué tanto.
Los otros se fueron yendo, en una mañana dominguera extrañamente movida. Cuando llegó el turno de Tagliaferro, le alargó el mate al que cebaba y se puso de pié con dificultad. Una mujer algo mayor se acercaba presurosa a la parada.

  •  [i]Necesito ir a Luján, muchacho. A la basílica.[/i]
    

Cuando la mujer se acomodó atrás y él encendió el motor, su espíritu comenzó a poblarse de sensaciones confusas. La señora tenía aspecto de abuelita de libro de cuentos. Tagliaferro se mordió el labio inferior mientras dudaba en hacer la pregunta que se le había ocurrido. Finalmente se decidió:

  •  [i]¿Le molesta si enciendo la radio, señora?[/i]
    
  •  [i]No, muchacho, para nada.[/i]
    

Apenas formuló la pregunta se arrepintió de haberla hecho. ¿Por qué había salido con eso? ¿Qué razón había para encender la radio? Ninguna, Gordo, ninguna, se amonestó.
La radio era un cachivache vetusto que no tenía nada que ver con el Renault 19 hecho un chiche de Tagliaferro. Era un artefacto antiguo que había pertenecido originalmente a un Siam Di Tella que en los años sesenta le había permitido a Tagliaferro parar la olla en su casa cuando lo habían echado de la empresa. En los setenta había cambiado el Siam por un Dodge. Después por un Peugeot y por un Senda. Pero la radio siempre había sido la misma. Era uno de esos ejemplares con dos perillas a los lados que sólo funcionaban en amplitud modulada y que tienen una serie de teclas negras debajo del visor para cambiar velozmente de lugar en el dial. Adaptarla al tablero del Renault había sido complicado, y en el taller lo habían mirado como si estuviese totalmente pirado. Pero a Tagliaferro le importaba un cuerno. La radio, esa radio, era para él un talismán infalible, un salvoconducto, un pasaporte para un retorno pacífico a su casa y a los suyos. Y otra cosa: con esa radio había escuchado al Calamar salvarse de todos los descensos.
Pero ese viaje a Luján parecía una señal venida de los infiernos. Porque el aparato tenía un inconveniente (en realidad tenía varios, pero existía uno verdaderamente delicado): por alguna extraña razón que Tagliaferro no había logrado determinar, la radio callaba indefectiblemente apenas salía un par de kilómetros de la Capital. Cuando traspasaba la General Paz comenzaban las interferencias. Y veinte cuadras más allá lo único que salía del receptor era el sonido propio de una sartenada de papas fritas a medio cocinar.
Haciendo un cálculo sencillo, entre la ida y la vuelta se iba a perder el partido completo, que ya debía estar empezando. Podía escuchar los primeros minutos, sí, hasta que saliera de la autopista en Liniers, pero, ¿y después? Tagliaferro detuvo en seco la sucesión de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿No era cierto todo lo que acababa de decir? ¿No eran esas frases que acababa de pronunciar frente a sus amigos la rotunda verdad a la que había llegado luego de dos meses de exploración interior, de introspección dolorosa, de disciplina moral? ¡Seguro que lo era¡ De modo que Tagliaferro, apenas encendió la radio, sintonizó una emisora de tangos que se extinguió poco más allá de Ciudadela. Sufrir por un motivo tan pedestre, qué barbaridad, se dijo. Se recordó a sí mismo en tantos domingos de amarguras. ¿No habían sido infinitamente más abundantes que las inusuales jornadas de triunfo?
A la altura de Morón apagó la radio, que ya estaba en plena fritanga. Parece mentira, qué rápido se va por la autopista, se dijo. Al ver que estaba a la altura de Morón lo cruzó una noción sombría: Platense volvería a jugar aquí después de varias décadas en primera. Sacudió la cabeza. Disciplina, Gordo, disciplina, se repitió. Pero sus labios empezaron a musitar una letanía que a cualquier sacerdote le hubiese resultado extraña: Tigre, All Boys, Brown, Los Andes. Su ánimo ya era definitivamente sombrío. De pronto el pánico lo cruzó en varias oleadas sucesivas: San Telmo, Lamadrid, J.J.Urquiza. ¿Y si no era una, sino dos o tres categorías perdidas al hilo?
Intentó reaccionar. ¿Y a mí qué carajo me importa? Supuso que había sido un grito íntimo, pero se dio cuenta de que algo del alarido interno se le había escapado porque la señora le miraba con un poco de temor y los ojos muy abiertos. El Gordo le sonrió con dulzura por el espejo y después clavó los ojos en la ruta.
Moreno: la autopista se redujo a dos carriles. Y por esto te cobran peaje, los muy turros, pensó. La pasajera iba ensimismada contemplando el paisaje por la ventanilla. ¡La ventanilla¡ se dijo. En invierno o en verano, él iba con la ventanilla del conductor baja, salvo que el pasajero le pidiera lo contrario. ¿Y si probaba cerrar todo el auto, a ver si la radio emitía al menos un susurro? Corrió el codo y cerró. Encendió el catafalco negruzco y esperó. Acercó todo lo que pudo la oreja al receptor. El rumor de una voz era inconfundible. Tragó saliva. Subió el volumen a tope y la vocecita adquirió mayor consistencia. Tratando de no perder de vista la ruta, acercó aún más la oreja. Insultó en voz baja. Era uno de esos programas religiosos en los que el conductor repartía sanaciones radiofónicas en un castellano levemente extraño. Movió el dial hacia la derecha. Folklore. Un poco más: tango. Luego topó con el final de la banda. Inició el camino inverso. A la izquierda del pastor evangélico detectó el sonido inconfundible de un relato deportivo, pero demasiado lejano como para que se entendieran las palabras. Giró la perilla: ahí estaba el partido de Platense. Escuchó con el alma en vilo el relato de una jugada intrascendente en el medio del campo. ¡Cómo van, que digan cómo van, carajo¡, pensaba. Pero de inmediato entendía que a esa altura debía tener la expresión crispada, los ojos inyectados, la expresión tensa del hincha angustiado, y se decía que no, que de ningún modo, que no debía echar a la basura todos esos meses de autoeducación que lo habían librado al fin de su dependencia Calamar.
¿No estaba acaso hermosa la mañana? ¿No bañaba el sol, radiante, el campo y la autopista? El Gordo volvió en sí por un instante. La temperatura del taxi con todas las ventanillas cerradas y el sol cayendo a pique debía andar por los 35 grados. Tagliaferro observó a la pasajera y vio que abanicaba con una revista, mientras dos gruesos goterones de sudor le resbalaban por los lados de la cara. Estuvo a punto de bajar las ventanillas, pero se dijo que entonces perdería definitivamente cualquier esperanza de comunicación radial con el mundo. De manera que optó por encender el aire acondicionado. El fresco me va a venir bien para poner en orden las ideas, se dijo.
No te enchufes, Gordo, no te enchufes, se repetía. La cosa está perdida. No hay manera de que zafemos. Momento: ¿zafemos quiénes? ¿Acaso yo soy Platense? ¿Tenés acciones ahí, Gordo boludo? Los que se van a la B son ellos, no vos. Los que van a perder con River son ellos. Los jugadores y lo dirigentes, qué tanto. Vos sos Abelardo Celestino Tagliaferro, a sus órdenes, de profesión taxista, estado civil casado, padre de dos hijos y abuelo de tres nietos. Enterate. Lo demás es todo grupo. Para qué calentarse. Si al descenso se van a ir igual y después te vas tener que bancar a toda esa manga de palurdos de la parada, empezando por el Piolín y terminando por el negado del morocho Alvarez.
Empezaron las rotondas de Luján. Tagliaferro miró por el espejo y vio a la pasajera con las manos en los bolsillos, el gorro calzado hasta las orejas, la bufanda enrollada en tres vueltas alrededor del cuello y los lentes empañados. El Gordo notó que la temperatura había bajado unos treinta grados de un saque. Apagó el acondicionador de aire. Descartada la estrategia del encierro, optó por ventilar bien el taxi. Tal vez lograra captar algún kilohertz extraviado en el éter. El último tramo hasta la iglesia lo hizo veloz, con las cuatro ventanillas bajas y el aire como un torbellino en el interior del tacho.
Cuando paró frente a la catedral y se volvió a mirar a la pasajera, advirtió con sorpresa que el pelo de la mujer había adquirido una cierta disposición salvaje y que sus ojos no paraban de parpadear alarmados. Daba la impresión de haber encontrado un nuevo motivo para agradecer a la Virgen. Tagliaferro dio vuelta a la plaza y se dispuso a emprender el retorno. Entonces los vio. Cuatro hinchas de River, ataviados con camisetas, vinchas y banderas, venían sacudiendo los trapos y cantando a voz en cuello. El Gordo consultó su reloj. Debía estar empezando el segundo tiempo. No se atrevió a preguntarles el resultado del partido, pero la actitud festiva de los tipos lo hundió en una desesperación creciente.
Momento. ¿Qué te pasa, Gordo? Pará la moto. Pará un poquito. Que se desesperen ellos. Todos esos nabos que se sienten los dueños de las camisetas y de los clubes. Pensar que él mismo hasta hacía poco había sido uno de ellos. Y desde pibe, para colmo. Pero de más grande fue peor. El ascenso se le subió a la cabeza. Y la definición por penales con Lanús, Dios santo. Lo había ido a ver con Clarisa. Al final del partido él se había desmayado y habían tenido que sacarlo de la popular entre cinco tipos bien grandotes. Pero quién te quita lo bailado. Y el desempate con Temperley, mama mía, cómo habíamos sufrido. Cortala. Cortala, Gordo palurdo, con la primera persona del plural. ¿Ma qué “nosotros”, enfermo? Si vos seguís tan pobre como cuando vinimos de España. ¿Qué hizo Platense por vos? ¿A ver?
Al pasar el peaje no pudo evitar la tentación. Se mintió que sería la última, como esos fumadores que escatiman los puchos del primer atado que compran luego de una larga abstinencia. El cobrador estaba escuchando los partidos en la cabina. ¿Cómo va River?, preguntó. Hincha de cuadro chico, sabía que la gente no tiene ni idea si uno le pregunta por Platense, Banfield o Ferro. Decime que va perdiendo, decime que va perdiendo, pensó. “Va ganando”, informó el fulano, con cara de gallina agradecida a la vida.
Cuando se levantó la barrera se alejó de allí sintiéndose perdido, perplejo, como si la noticia lo hubiese dejando navegando en aguas desconocidas. Al pasar por Francisco Alvarez sus dedos comenzaron a tamborilear sobre el volante mientras silbaba inconscientemente, entre dientes, la melodía de un viejo estribillo que decía “Partirá, la nave partirá, donde llegará, nunca se sabrá”, o algo así. Una letra de porquería que tenía que ver con el arca de Noé. Pero, ¿por qué? Eran las 11:31. Una canción del año del pedo. Cosa rara. Abelardo Tagliaferro se derrumbó a las 11:35 cuando se dio cuenta de que lo que había estado tarareando los últimos diez kilómetros no era ninguna canción pasada de moda, sino la perpetua melodía del “No se va, Platense no se va, Platense no se va, Platense no se va”, y las lágrimas se le desbarrancaron por la mejillas en dos torrentes tibios.
Cuando entrevió que toda resistencia era inútil, y como los chicos cuando se apuestan a sí mismos que si logran determinada proeza la vida les concederá premios impresionantes ( al estilo de: si logro saltar toda la cuadra sobre el pié derecho sin trastabillar, entonces la rubiecita de la panadería gusta de mí), Tagliaferro se convenció de que si llegaba a la Capital Federal y encendía la Motorola antes de que terminara el partido, el Calamar iba a lograr dar vuelta su destino y los demás partidos se le iban a acomodar para seguir con chances.
Apretó el pie derecho contra el piso del auto y éste saltó hacia adelante a una velocidad francamente peligrosa. Era digna de verse la imagen de ese gigante que volaba aferrado con ambas manos al volante como un piloto de carrera, cuya cara bañada de lágrimas recientes se enrojecía por el esfuerzo de cantar a los alaridos un viejo estribillo con la letra cambiada. A la altura de Moreno tuvo miedo de que la promesa de llegar a tiempo para oír el final no fuese suficientemente grandiosa como para lograr el conjuro. De modo que prometió dejar de fumar a las cuatro de la tarde y para siempre. Temeroso de que los hados lo consideraran débil de espíritu, agregó la promesa de una dieta estricta que lo llevara treinta y cinco kilos debajo de su peso actual en un plazo máximo de tres meses. Mientras encendía la radio para ir ganando tiempo, y mientras volaba a la altura de Morón, las promesas se iban acumulando sobre sus espaldas. Prometió volver a misa todos los domingos. Prometió no volver a madrugarle un pasajero a ningún colega por un plazo se seis meses que luego extendió a dos años. Prometió dejar de construir fantasías eróticas con la peluquera de la vuelta. Prometió regalarle flores a Clarisa todos los viernes hasta que la muerte los separase. Estuvo a punto de prometer que no iba a joderlos más a los nietos para hacerlos de Platense, pero se contuvo a tiempo porque Dios no podía pedirle sacrificio semejante y porque supuso que ya había acumulado suficientes méritos con las promesas anteriores.
A la altura del Hospital Posadas, en Haedo, levantó el volumen de la radio hasta darle su máxima potencia. Sintonizó la emisora que siempre lo acompañaba para los partidos. Por detrás del ruido de la fritura se adivinaban voces de relato. Descolgó el rosario que llevaba anudado al retrovisor y empezó a rezar en voz alta. A la altura de Ciudadela la radio recuperó por completo sus funciones. Tagliaferro interrumpió el Ave María y entrecerró los ojos. Estaba bañado en sudor y parecía diez años más viejo que en la mañana.
Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta. Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, Gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.
Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende porque ama las cosas que ama. El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan. Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a qué uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.

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El golpe del Hormiga, de Eduardo Sacheri

[spoiler]
-¡Veinte años, carajo!¡Veinte años! ¿Qué me decís a eso? ¿Querés que me quede así, sin hacer nada?

Bogado no sabe qué contestar. Parpadea varias veces, algo aturdido por los gritos del Hormiga, que sigue de pie al otro lado de la mesa, con los puños sobre la madera. La cara del Hormiga está casi en sombras porque la lámpara es muy baja, pero Bogado sabe que sus ojos sacan chispas y que está empapado de sudor por el esfuerzo de tratar de convencerlos.

Bogado se mira las manos para no cruzarse con los ojos de los demás que, sentados a los costados, sin dudas están clavándole la mirada. Saben que están esperando que hable, como si siempre fuese el dueño de la última palabra. Por algo el Hormiga lo ha llamado primero a él para organizar esa reunión de desquiciados. Y por eso lo ha usado a él como interlocutor principal para darle los pormenores de ese proyecto de locos. Y por eso le ha contestado específicamente a él todas las preguntas, todas las objeciones, que todos los presentes le han ido planteando al Hormiga, y que lo han ido poniendo nervioso hasta dejarlo con ese aspecto de energúmeno escapado de un loquera.

Bogado chista y sacude la cabeza. Ridícula. Toda la situación es ridícula. Y ellos son ocho boludos. Eso es lo que son. Los ocho reunidos en esa habitación oscura, con la lámpara sobre la mesa como si fuera un garito o un aguantadero de película mala, y ellos un banda de chorros planeando al asalto del siglo.

  • ¿Te lo vuelvo a explicar? – el Hormiga baja el tono en un intento por tranquilizarse.

Bogado alza una mano para disuadirlo: -No. Pará. No tiene sentido.

  • Te digo que sí – porfía el Hormiga-. Primero: lo vengo estudiando desde hace dos años. Dos años. ¿Me escuchaste bien? – Bogado, resignado, asiente-. Segundo: conseguí ese laburo de vigilancia nada más que para esto, y vos lo sabés bien, José. –Mira brevemente a su derecha, y una de las cabezas convalida con un gesto afirmativo-. Tercero: me parlé cincuenta veces al supervisor para que me mandase a controlar el sector ese, porque si me mandaban al depósito o al estacionamiento me cagaban, y se iba todo el asunto a la mierda. – De nuevo le habla directamente a Bogado, y éste no quiere que lo haga. – Cuarto: elegí el lugar con un cuidado bárbaro… – duda como buscando palabras más precisas, pero no las encuentra-, bárbaro, el lugar –concluye.

  • Nadie te dice lo contrario, Hormiga – Bogado intenta cortarlo.

  • Pará. Dejame terminar. El lugar que les digo es bárbaro. De lo mejor. Hay una cámara que lo enfoca medio de costado, pero como las luces de ese lado las apagan, por el monitor no se ve un carajo, ya me fijé. Quinto. O sexto, no sé, para el caso da igual: la alarma está apagada hasta bien tarde, primero por los de limpieza y después por la ronda nuestra. ¿Y querés lo mejor, lo mejor de lo mejor?

Bogado hace un posterior intento por detenerlo:

  • Para, Hormiga, cortála. Ya lo dijiste.

El otro lo ignora.

  • Escuchá, escuchame un poco –el Hormiga es ahora enérgico pero no ha vuelto a perder los estribos-. De las tres a las cuatro de la mañana se juntan todos los vigilantes en la recepción a tomar un refrigerio. Se supone que se tienen que turnar, pero van todos juntos porque están podridos de estar al pedo y solos como una ostra sin nadie para charlar.

Bogado nota, contrariado, que a fuerza de escucharlo una y otra vez los otros muchachos empiezan a tomarlo en serio. Intenta romper el efecto: -Estás soñando, Hormiga. Vamos a terminar todos en cana, y vos sin laburo, además.

No es la réplica más feliz, y Bogado se da cuenta de inmediato. El Hormiga se sienta y lo mira fijo, con sus ojos claros muy abiertos por la excitación. La nariz, gorda y ganchuda, parece a punto de estallarle con el color escarlata que ha tomado. Con esa piel blanca y el pelo rubio parece un gringo recién bajado del barco. Cuando se conocieron a Bogado le había extrañado el sobrenombre del Hormiga, porque el tipo es alto, flaco y blanquísimo, y se le nota a la legua que es hijo de tanos. Recién al tiempo le explicaron que el mote no era por es aspecto, sino por lo cabeza dura, por lo tenaz, lo porfiado. Cuando algo se le pone en la cabeza no hay Dios que lo convenza de lo contrario, y no para hasta conseguir lo que busca. Y Bogado, esta noche, está sufriendo en carne propia esa forma de ser de su amigo. Y para peor acaba de decir la frase menos adecuada que pudo ocurrírsele. Serán los nervios, piensa Bogado. Pero el otro lo mira con seguridad, casi con dulzura, con la expresión del jugador que tiene todas las cartas en las manos.

-¿Me estás jodiendo? –arranca el Hormiga- ¿Y vos creés que yo no quiero largar ese laburo? ¡Me hacen un favor si me echan! Estoy para esto, Santiago. Nada más que para esto. No se pueden borrar ahora. Dos años para esto, macho. Dos años me comí ahí adentro para esto.

Vuelve el silencio, Bogado asume que acaban de sacarle otro gol de ventaja en esa extraña definición en la que ambos hace rato están empeñados. El Hormiga no miente cuando dice que aceptó el trabajo de vigilancia para esto. El día que le confirmaron el puesto, los reunió a todos, a los mismos que hoy flanquean la mesa, les anunció solemnemente para qué había aceptado ese trabajo. En ese momento todos se lo habían tomado medio en joda y le habían dado manija. Hasta él, hasta Bogado, había tomado parte en el jolgorio. Y tampoco fueron capaces de detenerse después, con el transcurso de los meses, en las ocasiones en las que el Hormiga, muy serio y más entusiasmado, les pasaba informes sobre sus avances. Todos le habían seguido la corriente.

Pero lo de esta noche es demasiado. Citarlos así, en ese sitio, a esa hora, haciéndose el misterioso. Evidentemente el Hormiga se engrupió con eso de dar el golpe del siglo. Pero, ¿de quién es la culpa?¿De él o de los que no fueron capaces de frenarle el carro?

La primera vez que lo explicó, más temprano, con el plano lleno de cruces y de flechas trazadas con marcadores rojos y verdes, se le cagaron de risa porque acaban de llegar y supusieron que era una joda. Pero después, al ver al Hormiga enchufadísimo, se fueron poniendo serios. Por eso Bogado había empezado a asustarse y a tratar de pararlo, de llamarlo a la realidad, de demostrarle que todo era una locura.

Pero cuando más discuten más siente Bogado que el Hormiga se agranda, se afirma, crece en lo suyo. Y peor aún, Bogado palpa en el aire que los demás se van encandilando con su fantasía. Y esa estupidez de haberle mentado el asunto del trabajo. El flanco más fuerte del Hormiga, precisamente.

Porque el tipo ha sacrificado dos años de su vida para eso. No es el único trabajo que el Hormiga puede hacer, ni el mejor pago. Sin ir más lejos el año pasado José le ofreció un reparto de quesos. Buena guita, porque necesitaba alguien de confianza, y el Hormiga, además de todo, es derecho como una estaca. Pero contestó que no, porque no podía dejar “aquello” sin terminar.

Esa es la cagada. Que el Hormiga habla desde la autoridad que nace del sacrificio y la voluntad. No se llena la boca con bravuconadas. Puede tener un plan ridículo. Puede ser una imbecilidad. Pero el Hormiga se la jugó en el asunto, y se la sigue jugando. A Bogado le está costando discutir, encontrar argumentos terminantes, porque se ha pasado la mitad de la velada preguntándose si el hubiese sido capaz de un sacrificio como ése, durante tanto tiempo, y no puede contestarse del todo.

Y más que nada por algo así, por algo que se supone que es una estupidez en la vida de la gente. Bancarse un laburo mal pago, con jefes hijos de puta, con unos francos rotativos de porquería, para darle de comer a la familia, Bogado lo hace sin dudar un instante y lo mismo cualquiera de los que están reunidos alrededor de la mesa. Pero acá no se trata de alimentar a la familia, si no de algo distinto. El Hormiga hace eso por un amor diferente, que la mayoría seguro que no entiende. Pero Bogado sí, y los otros también, la puta madre. Y por eso Bogado intuye que al Hormiga no hay con qué darle, y mientras intenta pincharle el globo se siente un sicario indigno y traidor.

Bogado trata de detenerse. No puede mezclarse en semejante embrollo, porque lo de terminar todos presos va en serio. Por eso lo enloqueció al otro con sus objeciones. Y le ha hecho mil quinientas porque el plan del Hormiga es imposible. Un sueño. Una utopía. Y aun cuando resulte, ¿qué va a cambiar?

Pero cuando se lo dicen los mira con esa cara de iluminado, con esa expresión de elegido, con esa fe de converso, con esa certidumbre de profeta, y los deja desarmados. O peor, les grita eso de “20 años” y es como que les entierra un clavo filoso entre las costillas; sienten que les chorrea la desolación por las venas y se les enfrían las tripas con el dolor sucio de la humillación y de la burla. Y no se pueden enojar porque el Hormiga, antes que a ellos, se lo está diciendo él mismo. Les dice “20 años” para que les duela, pero ellos saben que a él le duele más decírselo a sí mismo, lo lacera más que a nadie volver a escuchar esa cifra de escalofrío que ya le pesa como un ropero de plomo sobre el alma.

Y parece como si el Hormiga supiese que Bogado está a punto de derrumbarse, porque con uno de los marcadores que estuvo usando para las cruces y para las flechas escribe 1974-1994; esos ocho números a Bogado se le clavan en las entrañas y empieza a sentir que se le desinflan los argumentos y se le enturbia la lógica. Hace un último esfuerzo:

  • Hormiga, te lo pido por favor. Pensá lo que decís. No tiene gollete. Aparte, suponiendo que no nos agarren, ¿para qué va a servir?¿No te das cuenta? Es un sueño, Hormiga, una fantasía.

El otro tarda en contestar, y cuando habla usa un tono mucho más enérgico, tal vez angustiado, casi como si estuviese a punto de largarse a llorar, como si las palabras le saliesen crudas, como si proviniesen de un lugar demasiado hondo como para cocinarlas antes de pronunciarlas: -Ya sé, Santiago. Ya lo sé. Pero no me puedo quedar con los brazos cruzados. ¿Qué querés que le haga?

Bogado no sabe qué contestar. ¿Qué puede retrucarle? El Hormiga no sabe qué hacer. Bogado tampoco. Al Hormiga le duele el alma con ese dolor que sólo entienden algunos. A Bogado también. Pero mientras el Hormiga soñó, calculó, laburó, investigó, planeó y preparó, él, Santiago Bogado, no ha hecho más que lamentarse y sufrir, sin mover un dedo. No sabe qué contestar y simplemente suspira, claudicando.

Carucha, que estuvo en silencio desde el comienzo, dice: “Yo me prendo”. José se apunta: “Yo también”. Bogado sacude la cabeza, con los ojos bajos. Sergio apoya a los otros, y los restantes dudan un segundo y hacen lo mismo. El Hormiga no dice nada. Sigue esperando las palabras de Bogado.

Bogado repasa todas las cosas estúpidas que hizo a lo largo de su vida y siente que está a punto de cometer la peor de todas. Algo lo tranquiliza: la mayor parte de esas estupideces las cometió por la misma causa que lo lleva a lo que está a punto de perpetrar, y tan mal no le ha ido. Toma aire buscando los últimos gramos de decisión que le faltan, alza la mirada hacia el Hormiga y pregunta: ¿Cuándo?”.

Veinte horas después están todos, excepto el Hormiga, en un baño de hombres, embutidos en dos retretes contiguos; de pie, pegados unos a otros, inmóviles y silenciosos, a oscuras. Bogado no siente los pies, adormecidos como están por el plantón. Lleva cinco horas ahí adentro, siguiendo la expresa indicación del Hormiga. Entró al baño, pasó de largo frente a la larga hilera de mingitorios y se metió en el último compartimiento de los inodoros. A las seis llegó Carucha. Seis y media, Ernesto. A las siete, Rubén. Los otros tres se acomodaron en el de al lado a medida que fueron llegando, siempre a intervalos de media hora. Al principio Bogado tenía los nervios de punta. ¿Qué iban a decir si los encontraban? El Hormiga había insistido: “Ese baño no lo revisan nunca y lo limpian cada muerte de obispo”.

Ahora Bogado está más calmado porque parece ser cierto. A las diez apagaron las luces. Carucha enciende de vez en cuando una linternita en forma de lapicera que lleva en la campera y Bogado ve los rostros de los todos como si fueran espectros o personajes de una película de vampiros. El que no quiere callarse es Rubén. En un cuchicheo casi permanente jode, se queja del dolor de gambas, pregunta cada diez minutos cuánto falta. De vez en cuando lanza una risita nerviosa, pero Bogado no teme que vaya a quebrarse. Simplemente muestra un poco más sus nervios, nada más. Él está igual, aunque la juegue de duro y de tranquilo.

A las doce empiezan a acalambrársele las piernas, pero aunque se muere de ganas de salir a dar unos pasos no se anima a desobedecer la orden del Hormiga. A la una escuchan que se abre y se cierra la puerta vaivén del ingreso. Unos pasos rápidos se dirigen en la oscuridad hacia el escondite: “Soy yo”, dice el Hormiga en un murmullo, justo cuando a Bogado está a punto de salírsele el corazón del cuerpo: “¿Cómo van?” contesta Carucha por todos y el Hormiga promete volver a las tres en punto.

A Bogado esas dos horas se le hacen eternas. Repasa una y otra vez la conversación del día anterior y se putea en silencio por haber aceptado semejante idea. Pero no dice nada. Los demás parecen convencidos, o por lo menos no ponen nerviosos a los otros planteando en voz alta sus dudas. Al cabo de un tiempo que parece infinito, Carucha anuncia que son las tres menos dos minutos.

Puntual, vuelve a abrirse la puerta. El Hormiga les dice que salgan. Primero tienen que apretarse contra la pared trasera, y Rubén debe subirse con cuidado al inodoro para hacer lugar suficiente para abrir la puerta. Iluminados a retazos mínimos por la linternita de Carucha mientras se contorsionan para salir de ese escondrijo, parecen títeres torpes. Cuando le toca el turno, Bogado tiene que contener una exclamación de dolor al poner en movimiento sus rodillas entumecidas. No ha dado diez pasos cuando el Hormiga los manda a todos cuerpo a tierra. Bogado se acuesta lo más rápido y silenciosamente que puede. No logra evitar que su nariz choque con el zapato de José, que acaba de aterrizar delante de él. Se palpa a ciegas, tratando de determinar si está sangrando. Cree que no. A una nueva orden del Hormiga, vuelven a ponerse en movimiento.

Bogado se alegra de que lo hayan repetido la noche anterior hasta el cansancio, después de que él se rindiera y aceptase la propuesta del Hormiga. “Al llegar a la puerta, cruzar cuerpo a tierra el pasillo, que va a estar a oscuras. Al sentir el mueble, girar a la derecha y avanzar quince metros, hasta el extremo de la larga repisa. Van a sentir olor a jabón en polvo”. Cuando el olor dulzón que suele saturar el lavadero de su casa le penetra en la nariz magullada Bogado comprueba que las instrucciones son precisas. Sigue recordando: “Ahí se complica un poco, porque tienen que cruzar el pasillo central: tres metros libres. Pero tenemos una ayuda: armaron una isla central con una oferta de papel higiénico que tapa bastante la cámara más cercana. Pasen rápido, a intervalos de un minuto, siempre pegados al piso. Eso sí: no toquen la pila de rollos porque es muy liviana, y si la tiran a la mierda no nos salva nadie”. Bogado pasa último, porque el Hormiga le pidió que cierre la marcha. Por un lado lo hace sentir bien esta confianza en su persona, pero al mismo tiempo teme a cada minuto que alguien salga de la oscuridad y lo levante del pescuezo con un manotazo. Se da vuelta y nada: la penumbra desierta, apenas las frías luces de emergencia llenando de sombras raras los pasillos.

A las tres y cuarto hacen un alto. Como está previsto, el Hormiga se levanta como si nada y camina resueltamente hacia otro extremo del enorme salón, donde están reunidos sus compañeros de trabajo. Vuelven a los cinco minutos. “Todo en orden”, asegura antes de volver a su puesto a la cabeza de la extraña víbora que forman los cuerpos reptando sobre el piso frío.

Es entonces cuando reemprenden la marcha y Bogado ve unas cuantas baldosas del piso frente a sí que, como si una llamarada súbita lo hubiese incinerado en el fuego de la revelación, toma conciencia del sitio en que se encuentra. No ha vuelto ahí en todos esos años, tan grandes son el dolor y la nostalgia. Otros sí han vuelto. Se lo han dicho. Pero él nunca fue capaz. No ha querido siquiera pasar por la calle ni por el barrio. Y ahora está ahí. Ahí metido.

Se abstrae del trance que está atravesando y de los objetos extraños y profanos que lo rodean. Se imagina tendido igual, de cara al piso, pero no sobre esas frías baldosas anodinas sino sobre el suelo que la escatiman. Se imagina la noche estrellada que, más allá del edificio que subrepticiamente recorren, baña de luz ese campo oculto bajo el cemento. Le gusta pensarse así, como visto desde el cielo, bañado por la luz azul de las estrellas, acurrucado en esa cuna de pasto crecido, y el miedo se le va derritiendo como un mal sueño. Con los dedos enguantados acaricia esas baldosas tristes y las baña con unas lágrimas contenidas durante demasiado tiempo.

Da vuelta el último recodo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguen el bulto que hacen sus amigos irguiéndose. Los imita. El Hormiga los ubica en los extremos de la enorme góndola, cuatro de cada lado. “A la una, a las dos, a las tres”. Todos empujan al unísono y logran mover el catafalco unos diez centímetros. Repiten el procedimiento varias veces.

-¿Hora?- pregunta el Hormiga.

  • Tres y media –contesta Sergio.

  • Estamos justo –responde el otro.

El Hormiga se inclina y enciende su linterna. Saca una barra de acero bruñido y hace palanca sobre una baldosa, que se levanta casi sin ruido. La dedicación de la Hormiga sigue conmoviendo a Bogado. Noche a noche, para no hacer bochinche en el momento definitivo, ha corrido solo la góndola, y ha limado la pastina y el adhesivo hasta socavar la mezcla. Levanta otra baldosa. Queda al descubierto un boquete estrecho, sobre un contrapiso gris y parejo.

El Hormiga pregunta de nuevo la hora.

-Menos veinticinco –responde Sergio

  • Es ahora – retruca el primero.

Han formado una ronda alrededor del boquete. En ese momento se enciende un motor ruidoso a la distancia. Bogado está maravillado: los cálculos de Hormiga son exactos hasta en la hora en que se encienden las pulidoras del hall central.

A una señal, Rubén y Sergio sacan dos mazas y dos cortafierros con las cabezas envueltas en trapos gruesos, y empiezan a dar golpes sobre el agujero del piso. Bogado siente como si el ruido fuese atronador. Pero pasan los minutos y nadie viene desde la oficina de los guardias. Evidentemente las lustradoras tapan el sonido. A otra señal del Hormiga, Carucha y Ernesto reemplazan a los otros. Los demás miran extasiados. No pueden apartar los ojos de ese hueco que se ensancha. Se supone que uno de ellos –Bogado ya no recuerda cuál, ni le importa- debe estar de pie en el extremo de la góndola, vigilando el pasillo central y la línea de cajas, pero ninguno puede sustraerse al hechizo proverbial que toma forma en el centro de la ronda.

Cuando le toca el turno, a las cuatro menos diez, Bogado siente que flota en una excitación sin edad. Piensa en su tío, pero trata de borrarlo de su pensamiento por miedo a quebrarse tan cerca del triunfo. El Hormiga, olvidado de su papel de estratega, da vueltas y saltitos asomándose sobre las cabezas inclinadas, y repite como loco: “Ahora sí, muchachos. Ahora van a ver. Ahora se nos da. Es cuestión de sacar de acá y poner allá, en el Bajo. Se acabó la malaria, van a ver, se los juro”. Y Bogado siente, mientras golpea frenético el cemento, que es verdad, que es cierto, que esta vez se corta el maleficio, y que son ellos los ángeles custodios del milagro.

Bogado siente una oleada de pasmo. El cortafierro acaba de hundirse, bajo el contrapiso, en una materia blanda. No puede contener un gritito. El Hormiga apunta la linterna al agujero. Una masa cenicienta y blanda yace bajo los restos de los escombros. No pueden controlarse. Se lanzan al unísono a escarbar con las manos desnudas, unos sobre otros. Dan las cuatro, pero no lo notan. Rubén, de repente, pide casi a gritos que se iluminen la mano. Ocho pares de ojos se clavan en su puño. Tiene la piel arañada, las uñas rotas, el anillo de casamiento opaco y cruzado de raspones. Y bien aferrado, como si fuera un tesoro de cuento, un puñado de tierra negra que asoma entre sus dedos crispados. Bogado trata de contener las lágrimas, pero cuando escucha los sollozos de Carucha, y cuando ve que Sergio se hinca de rodillas y se tapa la cara para que nadie lo vea, se lanza a moquear sin vergüenza.

El Hormiga se adelanta. Los demás le abren un espacio en el medio. Se hinca con la dignidad de un sacerdote egipcio que se dispone a escrutar las más oscuras trampas del destino. Sergio levanta la linterna y le ilumina las manos mientras recoge trocitos del tesoro en un frasco de vidrio. Cuando termina se pone de pie. Alza el brazo derecho con el frasco en alto. Vacíos de palabras, los ocho se apilan en un abrazo. Tardan en destrenzarse. A una orden del Hormiga salen disparando hacia una salida de emergencia.

En la cabina de control de cámaras, un guardia frunce el entrecejo. Otro le pregunta qué le pasa. El guardia piensa antes de responder. Esos monitores color son muy lindos, pero todavía no se acostumbra. Igual contesta que no pasa nada. Teme que su compañero piense que está loco si le dice que creyó ver, a la altura de la góndola de los fideos, pasar corriendo a unos tipos vestidos con camiseta de San Lorenzo. [/spoiler]

Los Traidores

Que nadie se haga cargo de esta historia, ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés.
Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida.
Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años… ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago.
Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor…
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento.
Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara… ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo?
No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe.
¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza.
Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije.
Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta… me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón seguí, es cierto, pero…los tipos me clavaban los ojos, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa.
Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro contesté. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos.
«Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda’, por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro.
Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila.
No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo.
Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede.
Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas.
Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos.
¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa.
Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago… el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria.
Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido.
Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola me decían, la sacaste rebarata, Nicanor.» Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento.
Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes… Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida.
Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.» ¡Chau, pibe!

De Chilena

[spoiler]De chilena
por Eduardo Sacheri

Ayer a Anita se la llevaron un rato largo a firmar un montón de papeles. Al volver, ella dijo que no había entendido muy bien, porque eran muchos formularios distintos, con letra chica y apretada. Supongo que me habrá mirado varias veces, buscando un gesto que le calmara las angustias. Pero yo estaba de un ánimo tan sombrío, tan espantado por el olor a catástrofe en ciernes, que evité con cierto éxito el cruce inquisitivo de sus ojos.

Los doctores dicen que, prácticamente, no hay manera casi de que salgas de ésta. Y lo dicen muy serios, muy calmos, muy convencidos. Con la parsimonia y la lejanía de quienes están habituados a transmitir pésimas noticias. El más claro, el más sincero, como siempre, fue Rivas, cuando salió a la tarde tempranito de revisarte. Cerró la puerta despacio para no hacer ruido, y le dijo a Anita que lo acompañara a la sala del fondo y la tomó del brazo con ese aire grave, casi de pésame anticipado. Yo me levanté de un brinco y me fui con ellos, pobre Anita, para que no estuviera sola al escuchar lo que el otro iba a decirle.

Rivas estuvo bien, justo es decirlo. Nos hizo sentar, nos sirvió té, nos explicó sin prisa, y hasta nos hizo un dibujito en un recetario. Anita lo toleró como si estuviera forjada en hierro. Y te digo la verdad, si yo no me quebré fue por ella. Yo pensaba ¿cómo me voy a poner a llorar si esta piba se lo está bancando a pie firme? Cuando Rivas terminó, supongo que algo intimidado ante la propia desolación que había desnudado, Anita, muy seria y casi tranquila (aunque me tenía aferrado el brazo con una mano que parecía una garra, de tan apretada), le pidió que le especificara bien cuáles eran las posibilidades. El médico, que garabateaba el dibujo que había estado haciendo, y que había hablado mirando el escritorio, levantó la cabeza y la miró bien fijo, a través de sus lentes chiquitos. «Es casi imposible». Así nomás se lo dijo. Sin atenuantes y sin preámbulos. Anita le dio las gracias, le estrechó la mano y salió casi corriendo. Ahora quería estar sola, encerrarse en el baño de mujeres a llorar un rato a gritos, pobrecita. Yo estaba como si me hubiera atropellado un tren de carga. Me dolía todo el cuerpo, y tenía un nudo bestial en la garganta. Pero como Anita se había portado tan bien, me sentí obligado a guardar compostura. Le di las gracias por las explicaciones, y también por no habernos mentido inútilmente. Ahí él se aflojó un poco. Hizo una mueca parecida a una sonrisa y me dijo que lo sentía mucho, que iba a hacer todo lo posible, que él mismo iba a conducir la operación, pero que para ser sincero la veía muy fulera.

A la tarde. la familia en pleno ganó tu habitación v desplegó un aquelarre lastimoso. Todos daban vueltas por la pieza, casi negándose a irse, como si que dándose pudieran torcer al destino y enderezarte la suerte. Vos seguías en tu sopor distante, en esa modorra quieta que te había ido ganando con el transcurso de los días. Ni siquiera comer querías. Dormías casi todo el día. Con Anita apenas cruzabas dos palabras. Y a mí te me quedabas mirando fijo, como sabiendo, como esperando que yo me aflojara y terminara por desembuchar todo lo que me dijo Rivas y que a vos te conté nomás por arriba para que no te asustases. Cuando me clavabas los ojos yo miraba para otro lado, o salía disparado con la excusa de irme a fumar al baño del corredor. Y encima ese cónclave familiar que armamos sin proponérnoslo, pero que tampoco fuimos capaces de ahorrarte. Ayer estaban todos: papá, Mirta, José, el Cholo, y hasta la madre de Anita que no tuvo mejor idea que traer a los chicos para que te saludaran. Menos mal que a Diego y a su mujer los atajé a tiempo saliendo del ascensor y los despaché de vuelta. Venían con cara de pánico, como queriendo rajar en seguida. Así que les di las gracias por pasar y les evité el mal trago.

Después llegó la hora macabra del atardecer. No hay peor hora en un hospital que ésa. La luz mortecina estallando en el vidrio esmerilado. El olor a comida de hospicio colándose bajo las puertas. Los tacos de las mujeres alejándose por el corredor. La ciudad calmándose de a poco, ladrando más bajo, con menos estridencia, dejando a los enfermos sin siquiera la estúpida compañía de su bullicio.
Para entonces, la pieza era un velorio. Faltaba sólo la luz de un par de cirios, y el olor marchito de las flores tristes. Pero sobraban caras largas, susurros culposos, miradas compasivas hacia tu lecho. Justo ahí fue cuando abriste los ojos. Yo pensé que era una desgracia. Anita trataba de convencerlo a papá de que se volviera a Quilmes, y él porfiaba que de ninguna manera. Mirta hojeaba una revista con cara de boba. José te miraba con expresión de «que en paz descanses. Era cosa de que si hasta ese momento no te habías dado cuenta, de ahora en adelante no te quedase la menor duda de lo que estaba pasando. Y vos miraste para todos lados, levantando la cabeza y tensando para eso los músculos del cuello. Se ve que te costaba, pero te demoraste un buen rato en vernos a todos, y al final me miraste a mí y yo no sabía qué hacer con todo eso. Yo temía que me dijeras vení para acá y contámelo todo, pero en cambio me dijiste dame una mano para levantar un poco el respaldo. Y mientras yo le daba a la manija a los pies de la cama de hierro, vos le ordenaste a Mirta que encendiera la luz, que no se veía un pepino. Con la luz prendida todos se quedaron quietos, como descubiertos en medio de un acto vergonzoso y hasta imperdonable, como incómodos en la ruptura de ese ensayo general de velorio inminente.
Y para colmo, como para ponerlos aún más en evidencia, como para que nadie se confundiera antes de tiempo, empezaste a dar órdenes casi gritando, estirando el brazo con el suero que bailaba con cada uno de tus ademanes, que vos papá te vas a casa, que vos José te la llevás a Mirta que para leer revistas bastante tiene en su propio living, que ya mismo alguien se ocupa de darle de cenar a Anita o se va a caer redonda en cualquier momento, y que se dejan de joder y me vacían la pieza. Tu voz tronó con tal autoridad que, en una fila sumisa y monocorde, fueron saliendo todos. Y cuando yo me disponía a seguirlos sin mirar atrás, me frenaste en seco con un «vos te quedás acá y cerrás la puerta». Como un chico que trata de pensar rápido una disculpa verosímil, gané el tiempo que pude moviendo el picaporte con cuidado, corriendo las cortinas para acabar de una vez por todas con la luz moribunda de las siete, pateando y volviendo a su lugar la chata guarecida bajo la cama. Pero al final no tuve más remedio que sentarme al lado tuyo, y encontrarme con tus ojos preguntándome.

Te lo conté todo. Primero traté de ser suave. Pero después supongo que me fui aflojando, como si necesitara hablar con alguien sin eufemismos tontos, sin buscar y rebuscar atenuantes tranquilizadores, sin inventar al voleo ejemplos creíbles de sanaciones milagrosas. Te relaté cada uno de los diagnósticos sucesivos, el inútil anecdotario del periplo de locos de los últimos dos meses, el puntilloso pésame velado de los especialistas.
Vos te tomaste tu tiempo. Llorabas mientras yo seguía el monótono detalle de nuestra pesadilla. Llorabas con lágrimas gruesas, escasas, de esas que a veces sueltan los hombres. Después, cuando por fin me callé, cerraste los ojos y estuviste un largo rato respirando muy hondo. Yo empecé a levantarme de a Poquito, casi sin ruido, como para dejarte descánsar, queriendo convencerme de que te habías dormido.

Y ahí pasó. Te incorporaste en la cama con tal violencia que casi me tumbás de nuevo á la silla del susto. Me agarraste casi por el cuello. haciendo un guiñapo con mi camisa y mi corbata, y miraste al fondo de mis ojos, corno buscando que lo que ibas á decirme me quedara absolutamente claro. Tu cara se había transformado. Era una máscara iracunda, orgullosa, llena de broncas y rencores. Y tan viva que daba miedo. Ya no quedaban en tu piel rastros de las lágrimas. Sólo tenías lugar para la furia. En ese momento me acordé. Te juro que hacía veinte años por lo menos que aquello ni se me pasaba por la cabeza. Parece mentirá cómo uno, á veces, no se olvida de las cosas que se olvida. Porque cuándo me miraste así, y me agarraste la ropa y me la estrujaste y me sacudiste, el dique del tiempo se me hizo trizas, y el recuerdo de esa tarde de leyenda me ahogó de repente. Ahora, en el hospital, no dijiste nada. Como si fuesen suficientes las chispas que salían de tus ojos, y el rojo furioso de tu expresión crispada. Aquella vez, la primera, cuando me agarraste, también era casi de noche. Y también yo estaba cagado de miedo. Me habías mirado fijo y me habías gritado: «Todavía no perdimos, entendés. Vos atajálo y dejáme á mí».

Jugábamos de visitantes, contra el Estudiantil, en cancha de ellos. La pica con el Estudiantil era uno de esos nudos de la historia que, para cuándo uno nace, ya están anudados. Lo único que le cabe al recién venido al mundo, si nació en el barrio, es tomar partido. Con el Estudiantil o con el Belgrano. Sin medias tintas. Sin chance alguna de escapar á la disyuntiva. De ahí para adelante, el destino está sellado. La línea divisoria no puede ser traspuesta.
Ambos clubes jugaban en la misma Liga, y los dos cruces que se producían cada año solían tener derivaciones tumultuosas. Para colmo, ese año era más especial que nunca. Nosotros, en un derrotero inusitado para nuestras campañas ordinarias, estábamos á un punto del campeonato. Quiso el destino que nos tocara el Estudiantil en la última fecha. Con cualquier otro equipo la cosa hubiese sido sencilla. Nos bastaba un simple empate, y ningún osado delantero contrario iba á estar dispuesto á amargarnos la fiesta a cambio de una fractura inopinada, y menos con el verano por delante y el calor que dan los yesos desde el tobillo hasta la ingle. Pero con el Estudiantil la cosa era distinta.

Entre argentinos hay una sola cosa más dulce que el placer propio: la desgracia ajena. Dispuestos á cumplir con ese anhelo folklórico, ellos se habían preparado para el partido con un fervor sorprendente, que nada tenía que ver con el magro décimo puesto en la tabla con el que despedían la temporada.
Lo malo era que lo nuestro, en el Belgrano, era por cierto limitado: dos wines rápidos, un mediocampo ponedor, y dos backs instintivamente sanguinarios, capaces de partir por la mitad hasta á su propia madre, en el caso de que ella tuviera la mala idea de encarar para el área con pelota dominada. Para colmo, de árbitro lo mandaron al negro Pérez, un cabo de la Federal que partía de la base de que todos éramos delincuentes salvo demostración irrefutable de lo contrario. Un árbitro tan mal predispuesto á dejar pasar una pierna fuerte era lo peor que podía sucedernos. Igual nos juramentamos vencer o vencer. También nosotros éramos argentinos: y darles la vuelta olímpica en las narices, y en cancha de ellos, iba a ser por completo inolvidable.

El partido salió caldeado. Nos quedamos sin uno de los backs a los quince del primer tiempo, y si tengo que ser sincero, Pérez estuvo blando. A los diez minutos el tipo ya había hecho méritos suficientes como para ir preso. Pero su sacrificio no fue en vano: a los delanteros de ellos les habrán dolido esos quince minutos, porque después entraron poco, y prefirieron probar desde lejos. Las gradas eran un polvorín, y había como doscientos voluntarios listos para encender la mecha. La cancha tenía una sola tribuna, en uno de los laterales, que estaba copada por la gente de ellos. Los nuestros se apiñaban en el resto del perímetro, bien pegados al alambrado. Encima el gordo Nápoli, que tenía al pibe jugando de ocho en nuestro cuadro, les sacaba fotos a los del Estudiantil y, aprovechando los pozos de silencio, para que lo oyeran con claridad, les gritaba las gracias porque las fotos le servían para el insectario que estaba armando.

El partido fue pasando como si los segundos fueran de plomo. Yo me daba vuelta cada medio minuto y preguntaba cuánto faltaba. Don Alberto estaba pe gado al alambre, y me gritaba que me dejara de joder y mirara el partido o me iba a comer un gol pavote. Pero yo no preguntaba por idiota. Preguntaba porque sentía algo raro en el aire, como si algo malo estuviese por pasar y yo no supiera cómo cuernos evitarlo. Cuando terminaba el primer tiempo, mis dudas se disiparon abruptamente: el nueve de ellos me la colgó en un ángulo desde afuera del área. Sacamos del medio y Pérez nos mandó al vestuario. La hinchada del Estudiantil era una fiesta, y yo tenía unas ganas de llorar que me moría.

Ahora me acuerdo como si fuera hoy. Vos jugabas de cinco, y eras de lo mejorcito que teníamos. Pero en todo el primer tiempo la habías visto pasar como si fueras imbécil. Las pocas pelotas que habías conseguido, o te habían rebotado o se las habías dado a los contrarios. Chiche no lo podía creer, y te gritaba como loco para hacerte reaccionar. Trataba de que te calentaras con él, aunque fuera, como cuando jugábamos en la calle. Pero vos seguías ahí, mirando para todos lados con cara de estúpido. Siempre parado en el lugar equivocado, tirando pases espantosos, cortando el juego con fules innecesarios.

En el entretiempo el gordo Nápoli guardó la cámara y nos improvisó una charla técnica de emergencia. La verdad es que habló bastante bien. Con su tradicional estilo ampuloso, y sin demorarse en falsas ternuras, nos recordó lo que ya sabíamos: si perdíamos el partido, y Estudiantil nos sonaba el campeonato, que ni aportáramos por el barrio porque seríamos repudiados con justa razón por las fuerzas vivas de nuestra comunidad belgraniana. Vos seguías ahí, sentado en un banco de listones grises, con las piernas estiradas y la cabeza baja. Cuando nos llamaron para el segundo tiempo, tuve que ir a buscarte porque ni aún entonces te incorporaste. No sé si fue el miedo o una inspiración mística y repentina, pero de pronto me vi casi llorándote y pidiéndote que me dieras una mano, que no arrugaras, que te necesitaba porque si no íbamos al muere. Se ve que te impresioné con tanta charla y tanto brote emotivo (yo que siempre fui tan tímido), porque después te levantaste y me dijiste solamente vamos, pero tu tono ya era el tuyo.

El segundo tiempo fue otra historia. Ese se me pasó volando. Parece mentira como corre la vida cuando vas perdiendo. Yo ya no preguntaba la hora. Don Alberto nos gritaba que le metiéramos pata, que faltaba poco. Y a vos se te había acomodado la croqueta. Todas las que te rebotaban en el primer tiempo, ahora las amansabas y las distribuías con criterio. En lugar de regalar pelotas ponías pases profundos, bien medidos. Pero no alcanzaba. Pegamos dos tiros en los palos, y el pibe de Nápoli se comió dos mano a mano con el arquero (que encima andaba inspirado). Y para colmo, a los treinta minutos a mí me empezó de nuevo la sensación de catástrofe inminente.

No andaba mal encaminado. Jugados al empate como estábamos, nos agarraron mal parados de contraataque: se vinieron tres de ellos contra el back sobreviviente (Montanaro se llamaba) y yo. La trajo el nueve y cerca del área la abrió a la izquierda para el once. Montanaro se fue con él y lo atoró unos segundos, pero el otro logró sacar el centro que le cayó a los pies de nuevo al nueve, y yo no tuve más remedio que salir a achicarle. Parece mentira cómo a veces el hombre sucumbe a su propia pequeñez: si el tipo la toca a la derecha para el siete, es gol seguro. Pero la carne es débil: los gritos de la hinchada, el arco enorme de grande, el sueño de ser él quien nos enterrase definitivamente en el oprobio. Mejor amagar, quebrar la cintura, eludir al arquero, estar a punto de pasar a la inmortalidad con un gol definitivo, y recibir una patada asesina en el tobillo izquierdo que lo tumbó como un hachazo.

Pérez cobró de inmediato. El petiso seguía aullando de dolor en el piso, pobre. Pero no me echaron. Tal vez fuese el propio ambiente el que me puso a salvo. En efecto, se respiraba una ominosa atmósfera de asunto concluido. Ellos se abrazaban por adelantado. Su hinchada enfervorizada se regodeaba en el sueño hecho realidad. El gordo Nápoli lloraba aferrado a los alambres. Don Alberto insultaba entre dientes. La verdad es que en ese momento, si me hubiesen ofrecido irme, hubiese agarrado viaje. Intuía ya el grito feroz que iban a proferir cuando convirtieran el penal. Ya me veía tirado en el piso, con esos mugrientos saltando y abrazándose alrededor mío, pateando una vez y otra la pelota contra la red. Me volví a buscar la cara de Don Alberto en medio de los rostros entristecidos. ,Faltan tres», me dijo cuando nuestros ojos por fin se encontraron. Y era como una sentencia inquebrantable. Ahí bajé definitivamente los brazos. Un dos a cero es definitivo cuando faltan tres minutos y uno es visitante. De local vaya y pase, aunque tampoco. ¿Cómo dar vuelta semejante cosa?
Me fui a parar a la línea como quien se dirige al cadalso. Lo único que quería ahora era que pasara pronto. Sacarme de una vez por todas a esos energúmenos borrachos en la arrogancia de la victoria.
Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos. Pero lo cier to es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras. Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás, hermanito. Yo te juro que lo empato».

Me encontré diciéndote que sí, que te quedaras tranquilo. Y no por llevarte la corriente, nada de eso. Era como si tu voz hubiese llevado algo adherido, como un perfume a cosa verdadera que apaciguaba al destino y era capaz de enderezarlo. De ahí en más ya fui yo mismo.
Cumplí todos los ritos que debe cumplir un arquero en esos casos límite. Iba a patearlo Genaro, el dos de ellos, un tano bruto y macizo que sacaba unos chumbazos impresionantes. Me acerqué a acomodarle la pelota, arguyendo que estaba adelantada. La giré un par de veces y la deposité con gesto casi delicado, en el mismo lugar de donde la había levantado. Pero a Genaro le dejé la inquietante sensación de habérsela engualichado o algo por el estilo. Volvió a adelantarse y a acomodarla a su antojo. De nuevo dejé mi lugar en la línea del arco y repetí el procedimiento. Pero esta vez, y asegurándome de estar de espaldas al árbitro, lo enriquecí con un escupitajo bien cargado, que deposité veloz sobre uno de los gajos negros del balón. Genaro, francamente ofuscado, volvió hasta la pelota, la restregó contra el pasto, y me denunció reiteradas veces al juez Pérez. Sabiéndome al límite de la tolerancia, e intuyendo que el tipo ya iba incubando ganas de asesinarme, volví a acercarme con ademanes grandilocuentes. Invoqué a viva voz mis derechos cercenados, y mientras le tocaba de nuevo la pelota le dije a Genaro, lo suficientemente bajo como para que sólo él me escuchara, que después de errar el penal mi hermano iba a empatarle el partido, que se iba a tener que mudar a La Quiaca de la vergüenza, pero que en agradecimiento yo le prometía que iba a dejar de afilar con su novia. Genaro optó por putearme a los alaridos, como era esperable de cualquier varón honesto y bien nacido. Pérez lo reprendió severamente, y a mí me mandó a la línea del arco con un gesto que va no admitía dilaciones.

En ese momento empezó a rodar el milagro. Me jugué apenas a la izquierda, pero me quedé bien erguido: Genaro le pegaba muy fuerte pero sin inclinar se, y la pelota solía salir más bien alta. Le dio con furia, con ganas de aplastarme, de humillarme hasta el fondo de mi alma irredenta. Tuve un instante de pánico cuando sentí la pelota en la punta de mis guantes: era tal la violencia que traía que no iba a poder evitar que me venciera las manos. De hecho así fue, pero había conseguido cambiarle la trayectoria: después de torcerme las muñecas la pelota se estrelló en el travesaño y picó hacia afuera, a unos veinte centímetros de la línea. Me incorporé justo a tiempo para atraparla, y para que los noventa y cinco kilos de Genaro me aplastaran los huesos, la cabeza, las articulaciones. Pérez cobró el tiro libre y me gritó: «Juegue».

No me detuve a escuchar los gritos de alegría de los nuestros. Me incorporé como pude y te busqué desesperado. Estabas en el medio campo, totalmente libre de marca: ellos volvían desconcertados, como no pudiendo creer que tuvieran todavía que aplazar el grito del triunfo. Te la tiré bastante mal por cierto; pero como andabas inspirado la dominaste con dos movimientos. Levantaste la cabeza y se la tiraste al pibe de Nápoli que corrió como una flecha por la izquierda. Sacó un centro hermoso, bien llovido al área, pero alguno de ellos consiguió revolearla al córner.

Era la última. Pérez ya miraba de reojo su muñeca, con ganas de terminarlo. Fuimos todos a buscar el centro. Lo mío era un acto simbólico. Si me hubiese caído a mí hubiera sido incapaz de cabecear con puntería. Al arco me defendía, pero afuera era una tabla con patas. El centro lo tiró de nuevo Nápoli, pero esta vez le salió más pasado y más abierto, y bajó casi en el vértice del área. Vos estabas de espaldas al arco. El sol ya se había ido, y no se veía bien ni la cancha ni la pelota. Mientras estuvo alta, donde el aire todavía era más claro, la vi pasar encima mío sin esperanza. Cuando te llegó a vos, supongo que debía ser poco más que una sombra sibilante.

Parece mentira cómo todos estos años lo tuve olvidado, porque mientras avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa. Por que fue justo ahí, mientras yo pensaba sonamos, pasó de largo, ahora la revienta alguno de ellos y Pérez lo termina, fue ahí que el milagro concluyó su ciclo legendario. La camiseta con el cinco en la espalda, las piernas volando acompasadas, la izquierda en alto, después la derecha, la chilena lanzada en el vacío, y la sombra blanquecina cambiando el rumbo, torciendo la historia para siempre, viajando y silbando en una parábola misteriosa, sobrevolando cabezas incrédulas, sorteando con lo justo el manotazo de un arquero horrorizado en la certidumbre de que la bola lo sobraba, de que caía para siempre contra una red vencida por el resto de la eternidad, de que era uno a uno y a cobrar. Y nada más en el recuerdo, porque ya con eso era demasiado, apenas un vestigio de energía para salir corriendo, para treparse al alambrado, para tirarse al piso a llorar de la alegría, para encontrarme con vos en un abrazo mudo y sollozante, para que el gordo Nápoli resucitara la cámara y las fotos para el insectario, y los gestos obscenos, y el grito multiplicado en cien gargantas, y el tumulto feliz en el mediocampo, y la vuelta olímpica lejos del lateral para librarnos de los gargajos.

Ayer a la nochecita, con esa cara de loco y ese puño arrugándome la ropa, me hiciste retroceder veinte años, a cuando vos tenías quince y yo dieciséis, a tu fe ciega y al exacto punto de tu chilena legendaria, heroica, repentina, capaz de torcer los rumbos sellados del destino. Ni vos ni yo tuvimos, ayer, ganas de hablar de aquello. Pero yo sabía que vos sabías que arribos estábamos pensando en lo mismo, recordando lo mismo, confiando en lo mismo. Y nos pusimos a llorar abrazados como dos minas. Y moqueamos un buen rato, hasta que me empujaste y te dejaste caer en la cama, y me dijiste dejáme solo, andá con los demás que van a preocuparse. Y yo te hice caso, porque en la penumbra de la pieza te vi los ojos, llenos de bronca y de rencor, llenos de una furia ciega. Y me quedé tranquilo.

La noche me la pasé en la capilla de la clínica, rezando y cabeceando de sueño pero sin darme por vencido. Recién cuando te llevaron al quirófano me fui hasta la cafetería a tomar un café con leche con medialunas. Me la llevé a Anita, que estaba hecha un trapo, pobrecita. Lógicamente no le dije nada de lo de anoche, porque pensé que con el batuque que debía tener ahora en el balero me iba a sacar rajando si empezaba a desempolvar historias antiguas. A los demás tampoco les dije nada. Los dejé que volvieran con su velorio portátil, esta vez improvisado en la sala de espera del quirófano, a dejar pasar las horas, a consolarla a Anita y a los chicos, a murmurar ensayos de resignación y de entereza.

Ni siquiera dije nada cuando salió Rivas hecho una tromba, cuando la agarró a Anita del brazo y ella lo escuchó llorando pero maravillada, agradecida, in crédula, ni cuando él habló y gesticuló y dejó que se le desordenara el pelo engominado, ni cuando la voz entró a correr entre los presentes, ni cuando empezaron a oírse exclamaciones contenidas y risitas tímidas buscando otras risas cómplices para animarse a tronar en carcajadas y gritos de júbilo, ni cuando Anita me lo trajo a Rivas para que lo oyera de sus labios.

Ahí tampoco dije nada, aunque lloré de lo lindo. Yo lloraba de emoción, es claro. Pero no de sorpresa. No con la sorpresa todavía descreída, todavía tensa y desconfiada de José, de Mirta, de los chicos, de la propia Anita. Yo también, en su lugar, hubiese estado sorprendido. Para ellos este milagro es el primero. Al fin y al cabo, ellos no vivieron aquel partido de epopeya. Y no le dieron la vuelta olímpica al Estudiantil en cancha de ellos, con el gol tuyo de chilena.

FIN [/spoiler]

Yo lei el 3er libro que sacó… son excelentes los cuentos, si les gusta la literatura sobre deportes es altamente recomendable, un groso Sacheri.

Tengo el mismo que vos Nico. Me lo regalaron hace bastante pero nunca lo leí. Cuando tenga tiempo voy a leer algunos cuentos.

creo que este no lo tengo, voy a evr si lo compro entonces en la semana

esos dos estan muy buenos

pero el q mas me gusto fue La Promesa

Despues de leer un par de cuentos de futbol de Fontanarrosa me resulta muy dificil leer a otro autor. Seguramente es otro crack Sacheri, pero es tanta la admiracion que tengo por los relatos del negro que me cuesta salir de ahi.

El segundo cuento realmente es muy bueno, emociona bastante.

Me compré otro libro de Sacheri y quería compartir éste cuento que me hizo cagar de risa. Solamente lo encontré en Google Books, así que dejo link:

Lo raro empezó después: cuentos de … - Google Libros

Se llama “Segovia y el quinto gol”.

me gusta el de los traidores
No se como se pone el spoiler alguien se copa y se lo pone?
Alguien leyo alguna vez el de la derrota mas grande del siglo? trata sobre el maracanazo yo lo lei con valdano alguna vez lo encontre por ahi navegando lo imprimi lo perdi y no lo volvi a enocntrar nunca.

Los traidores
por Eduardo Sacheri

Que nadie se haga cargo de esta historia,
ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.

¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.

Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años… ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor…

¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.

A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara… ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?

Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».

Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta… -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero…-los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».

Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.

Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.

Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia
le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.

Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda’, por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.

El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.

Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.

Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).

El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.

Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.

Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?

Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.

Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.

Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.

Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.

En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.

Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago… el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».

Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.

No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?

Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor.»
Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.

Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes… Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.

Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.»
¡Chau, pibe!

FIN

El chico de la tapa tiene la camiseta violeta de River? :slight_smile:

A mi me gustaba escuchar continental cuando Apo contaba cuentos…

En que precios andan esos libros de Sacheri, tenés idea?

Alrededor de los $45.

Alguien leyó el cuento Motorola??? Piel de gallina. Emocionante.

Nico si querés fusionar mi post con este no hay problema… Digo eso porque la idea de los dos posts son los mismos!

No quiero sacarte protagonismo, jeje. Reviví este porque me hiciste acordar con tu cuento. Me gustó.

Si no leyeron Motorola, háganlo. Es E-S-P-E-C-T-A-C-U-L-A-R.

Gracias gracias!
:oops::oops:
Todos los cuentos de este tipo son geniales

en que libro esta?

En Esperándolo a Tito no está. Está en ese verde que puse la tapa en el post inicial del thread.

Igual ahora lo estoy subiendo contado por Apo, para que los que quieran lo escuchen.

Leí el cuento de Tito y es genial. Ahora leo los otros.