La historia de un olvidado.
Antonio Báez, el genio que tuvo miedo a volar.
Por Alejandro Wall
Una gema oculta bajo los cinco nombres de La Máquina de River, Antonio Báez recibió una reivindicación tardía en la tapa de El Gráfico de 1962. Ídolo en Colombia, su genio quedó reducido a la actuación en Bogotá porque su fobia a los aviones podía más que el fútbol. “Una metáfora de su vida de futbolista –afirma Alejandro Wall- Báez fue un genio que tuvo miedo a volar”
Uno de los mitos más grandes del fútbol argentino está formado por cinco nombres que se recitan de memoria, como un mantra, Muñoz Moreno Labruna Pedernera Loustau, el rezo que todos conocemos como La Máquina, un equipo del que tanto nos hablaron nuestros padres y abuelos; jugadores que demoraban los goles porque era una forma de estirar el placer. La Máquina de River nos lleva siempre a un fútbol perfecto y lleno de nostalgia, la década del cuarenta, la bohemia, el Charro Moreno que fue mejor que Maradona, la doble ve eme, el tango, la nuestra; un fútbol donde no había patadas ni pelotazos, sólo toques y gambetas. No vimos a la Máquina y no vimos nada, nos dicen, somos casi unos parias.
La Máquina, los cinco nombres todos juntos, uno al lado del otro, fueron dieciocho partidos en cuatro años. No parece mucho desde acá, pero resultó lo suficiente como para haber sido una de las cosas más maravillosas que se hayan visto, según el hombre que le puso el apodo al equipo después de que le ganara 6-2 a Chacarita el 7 de junio de 1942: Borocotó, cronista legendario de la revista El Gráfico, espacio de construcción de los grandes mitos futboleros. No fue Borocotó, en realidad, el autor original sino un hincha llamado Regard, que le preguntó al periodista después del partido: “¿Qué te pareció la máquina?” Y Borocotó arrancó su comentario con la pregunta y respondió que sí, que era una calificación acertada, y lo puso en el título: “El puntero jugó como una máquina”. Después se quejó de que con el triunfo asegurado la Máquina hiciera chistes, se burlara del rival con gambetas que quizá estaban de más, que avanzara y volviera hacia atrás. Los Globetrotters del fútbol argentino.
Pero cuando los cinco magníficos no jugaban juntos, River también era la Máquina. Porque además de mantener la base de su delantera llevaba adelante su estilo, el espíritu de un fútbol elegante y ofensivo, la doble ve eme a pleno. Aunque con otros jugadores. Entre ellos Antonio Báez, la leyenda dentro de la leyenda, una gema oculta debajo de Muñoz Moreno Labruna Pedernera Loustau. Amadeo Carrizo, dueño del arco de River durante veintitrés años, varios junto a la Máquina, jura que Báez fue un jugador extraordinario. Carrizo, el arquero que trajo los guantes a la Argentina, nació en Rufino, al sudoeste de la provincia de Santa Fe, como Antonio Báez y como Bernabé Ferreyra, otro héroe de River.
Suelen contarse estas leyendas. Diego Maradona dijo alguna vez que el mejor jugador de fútbol se llamó Tomás Carlovich, el Trinche, un talentoso que nunca jugó en Primera. Pelé eligió como su ídolo a José Ribamar de Oliveira, Canhoteiro, un crack que prefería el carnaval y las mujeres y cuyo sueño era ser cantante. Del Charro Moreno se dice que fue más grande que Maradona y Pelé. Pedernera, uno de los cinco de la Máquina de River, siempre puso a Báez entre los mejores. Bernabé Ferreyra, incluso, decía que había sido “uno de los más grandes insiders”.
En “El fútbol que viví y que yo siento”, su libro, Pedernera destaca a dos jugadores: Antonio Báez y Roberto Coll. “Ambos fueron dos monstruos –dice-. Antonio brilló a la altura de los mejores en Colombia”. Hasta la AFA, en un texto donde presenta su Galería de la Fama, asegura: “Muchos de los grandes de verdad (entre ellos Moreno y Loustau) no dudaron en afirmar que el mejor fue Antonio Báez, un crack que fue suplente en ‘La Máquina’, indiscutida figura en Platense y que brilló en todo su esplendor en Colombia”.
Antonio Báez fue el genio olvidado.
Antonio Báez camina hacia la cámara, justo da un paso con la pierna derecha, los brazos al costado del cuerpo, la cabeza levemente impulsada hacia adelante y la boca apenas entreabierta, lo que alcanza para que apenas se le vean los dientes. Tiene puesta la camiseta de River, una camisa muy prolija, con el cuello ancho, las mangas cortas blancas, y la banda roja unida por botones; el pantaloncito negro atado por arriba de la cintura, los muslos al descubierto y las medias grises algo caídas que no llegan a las rodillas. Piel cobriza, el pelo negro engominado hacia atrás, unas cejas gruesas, Báez parece un hombre bajo. El Monumental está lleno y las tribunas y la gente forman el único espacio en blanco y negro. Arriba, sobre el cielo, el precio: . Al lado, en rojo: El Gráfico. Y sobre el pasto coloreado de verde, un verde poco creíble, un verde viejo, el nombre de Antonio Báez en rojo y el título en negro: “Justicia para un olvidado”.
La tapa de El Gráfico del 5 de septiembre de 1962 fue la última travesura de Dante Panzeri como director de la revista. Su provocación final: una tapa para un jugador retirado, una reivindicación histórica, el último gesto de un rebelde: llevar a la portada una foto que tenía quince años. La imagen de Báez era vieja en 1962. La tapa de El Gráfico ya era un espacio de aspiración social para cualquier futbolista argentino, la patria de los consagrados. Antonio Báez, que había jugado en la Máquina de River, que había sido subcampeón con Platense, que había brillado en Millonarios de Bogotá, nunca había sido tapa de El Gráfico. Panzeri se la dio.
“Cuando ese ejemplar estuvo en la calle provocó extrañeza –dice Héctor Vega Onesime, autor del artículo sobre Báez que se publica en esa edición-. En ese tiempo la tapa de El Gráfico se mandaba a taller quince o veinte días antes. Es decir, el elegido estaba (o debía estar) por encima de la contingencia. De esa forma adquirió fama de consagratoria. Luego, con el avance de la tecnología, se despachaba el domingo por la noche con el personaje destacado de ese fin de semana. Por eso más de una vez salió alguien de fulgor efímero. No obstante, ‘ser tapa’ de El Gráfico siguió siendo una aspiración para los deportistas”.
No haber salido en esa portada era quedarse afuera de una parte de la historia. Porque El Gráfico es, de algún modo, una suerte de memoria futbolera colectiva. Cada tapa marca una época deportiva. Panzeri se encargó, entonces, de hacer encajar el bloque Báez en el rompecabezas de nuestros recuerdos. Se puede ir al archivo, revisarlo, y ahí aparecerá el crack tapado por los monstruos.
Báez nació en 1922. Llegó a Buenos Aires de la mano de Bernabé, el hombre por el que River pagó 35 mil pesos a Tigre en 1932. Báez hizo el mismo recorrido que su padrino futbolístico, aunque sin tanta plata en el medio: arrancó en Tigre a los veintidós años y pasó a River cuando ya había empezado a funcionar La Máquina. Lo mejor llegó después, cuando pasó a Platense, donde fue subcampeón en 1949, el mejor puesto de ese club en un campeonato de Primera.
Santiago Vernazza atiende el teléfono de su casa de Aldo Bonzi, en el partido de La Matanza, corazón obrero de la provincia de Buenos Aires, y cuando termina de escuchar las cuatro letras del apellido de Antonio Báez pide permiso para ponerse de pie.
-Es uno de los futbolistas más grandes que he visto jugar.
Vernazza fue su compañero en Platense. Dice que Báez jugaba de diez pero lo ponían de ocho. Que salían de la mitad de la cancha haciendo pasecitos, pero que Báez se daba vuelta, encaraba otra vez para el mediocampo, volvía a darse vuelta y le metía el pase al área.
-Yo lo único que hacía era pararla con el pecho o la pierna y hacer el gol, era nuestro caballito de batalla.
Pero había un problema: Báez le tenía miedo a los aviones. “Eso le trajo inconvenientes en Colombia”, dice Vernazza. Báez jugó en Millonarios. El periodista Alejandro Fabbri, hincha de Platense y autor de varios libros de historia del fútbol argentino, dice que en El Campín de Bogotá hay una gigantografía del futbolista argentino. En Colombia, Báez jugó con Di Stéfano, Néstor Rossi, Pedernera y el arquero Julio Cozzi, con el que habían estado en Platense. A Báez lo llamaban el maestrito. El maestro era Pedernera.
-¿Por qué no la coges?- se reprochaban los jugadores de Deportivo Manizales en el entretiempo de un partido contra Millonarios.
-¿Querés que la coja? Si la tienen siempre Di Stéfano y Báez…
El diálogo se cuenta en el libro que se encuentra en internet: “El año dorado del club azul: Millonarios 1952”, de César Ruíz de la Torre.
Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado vieron jugar a ese equipo contra el Real Madrid mientras viajaban por Latinoamérica. Di Stéfano les regaló las entradas, contó Granado en su libro “Con el Che por Latinoamérica”. Y ahora lo ratifica desde La Habana su hijo Alberto: “Fue en su paso por Colombia durante el viaje que hicieron juntos. Ellos no podían comprarlas por una cuestión económica y se las consiguió Di Stéfano”. Granado, que se ganó el apodo de “Pedernerita” por cómo jugaba, dijo en una entrevista con el diario Olé que junto al Che también vieron al Millonarios contra el Real Madrid en España. Debió ser una confusión: tanto su hijo como Calica Ferrer, amigo de ambos y compañero de viaje del Che en su segunda y definitiva travesía por Latinoamérica, aseguran, con mucha razón, que Granado y Guevara nunca estuvieron juntos en Madrid. El partido que vieron se jugó en El Campín de Bogotá en julio de 1952. Ese mes, Millonarios y Real Madrid jugaron varios amistosos. No está claro a cuál fueron. Granado contó en la nota con Olé que al Che le gustaba mirar fútbol en silencio. Pero a sus espaldas, el día del partido, había un español muy nervioso ante el baile de los colombianos: “Jugaba Antonio Báez y lo tenía loco a Muñoz, que era un half de ellos, y el gallego grita: ‘¡Rompelo!’. Y el Che se da vuelta y le dice: ‘Eh, si tanto te gusta la sangre, ¿por qué no vas a ver a los toros?’”
Báez, ídolo en Colombia, prefería quedarse en tierra cuando sus compañeros volaban para jugar como visitantes. La fobia a los aviones podía más que el fútbol. Colombia es un país donde las distancias obligan a acortar camino por el aire. “Antonio era un genio pero jugaba sólo en Bogotá”, dice Vernazza. “No viajaba y entonces perdía los premios y los sueldos”.
Una metáfora de su vida de futbolista, Báez fue un genio que tuvo miedo a volar.
Dante Panzeri rompió su nota y tiró los papeles al tacho de basura. Agarró el saco que estaba colgado en la silla y le gritó a la redacción que cerrara la revista como pudiera. La escena la cuenta Matías Bauso en “Dirigentes, decencia y wines”, donde recopila la obra periodística de Panzeri: Constancio Vigil (h) le había pedido que publicara unas declaraciones de Álvaro Alsogaray, entonces ministro de Economía, sobre el Superclásico que se había jugado el fin de semana. Panzeri se negó. Las cosas ya no estaban bien desde hacía tiempo entre el periodista y la familia Vigil, los dueños de Editorial Atlántida. Pero aquella noche el periodista le puso fin a la situación: retiró su comentario del partido y se fue.
Mientras negoció los términos de su salida, Panzeri se dio el último gusto. Llamó a Héctor Vega Onesime a su oficina de director y le dijo: “El Gráfico tiene una gran deuda con un gran jugador al que nunca sacamos en la tapa. Es Antonio Báez. Andá y hacé una nota con él”. Vega Onesime nunca había visto jugar a Báez y, en todo caso, si lo había visto tampoco tenía un registro de su talento, aunque sabía de su fama de buen jugador tapado por el rezo de cinco nombres de la Máquina. “Quedé confundido y preocupado por la responsabilidad”, escribe en un correo electrónico 51 años después.
El 5 de septiembre de 1962 El Gráfico salió a la calle con Báez en la tapa. En la casa de Fabián Mauri, fotógrafo y dueño de una gran colección de la revista, revisamos el ejemplar. A los pocos días me manda escaneadas las páginas sobre el jugador olvidado. Y agrega otra donde se publica un aviso del Empréstito 9 de Julio, los bonos que había creado Alsogaray. Ahí, tal vez, se explique el pedido para publicar sus declaraciones. “Vigil no daba puntada sin hilo”, me escribe Fabián, que trabajó muchos años en El Gráfico.
Vega Onesime firma como Héctor Onesime, sin el Vega, el artículo “Recuerdo hecho justicia” de la página 20 a la 23. Habló con futbolistas que habían jugado con Báez o lo conocían: Manuel Giúdice, que jugó en River durante los años de la Máquina; Juan José Pizzuti, que lo tuvo como rival; Néstor Rossi, su compañero en River y Millonarios, y Carlos Peucelle, el creador de la Máquina. En la nota, todos coinciden en que Báez fue un crack sin suerte que mereció un reconocimiento que no tuvo. Peucelle se hace cargo de su parte: “Yo también contribuí a frustrar la posibilidad de que integrara el primer equipo, pues no quise incluirlo por no hacer decaer la moral de Ángel Labruna”. “Era un jugador que estaba fuera de la categoría en que actuaba –dice-. De su actuación en Colombia, donde jugó con Pedernera y Di Stéfano, recuerdo que en determinado momento llegó a superar a ambos”.
“Jugaba con un fútbol sereno –dice Manuel Giúdice y le adjudica “falta de garra”-. Jugaba al fútbol-fútbol, y por eso la carencia de entusiasmo no perjudicaba al fútbol de conjunto”. Para Pipo Rossi, Báez estaba “a la altura de grandes jugadores como Moreno y De la Mata” pero no consiguió la consagración que merecía, entre otras cosas, por “su condición de muchacho modesto, callado, que buscaba pasar inadvertido”. Pizzuti también lo pone bien arriba: “Considero que no ha habido, salvo Pedernera, mejor tirador de media distancia que él”.
Báez fue un hombre sin rencores. En la nota de Vega Onesime asegura que siempre le gustó jugar al lado de Pedernera, junto con Moreno uno de los que lo tapaba. “Era tanta la confianza en él –explica- que jugando a su lado nunca creía que podría fracasar”. Y dice que los jóvenes deberían estar en manos de formadores como Peucelle: “Gente con una concepción cabal de lo que debe ser el fútbol”. A lo largo de la nota, con las frases que va dejando caer Onesime, hay una noción de las ideas de Báez:
-Las escuelas de fútbol, al estilo de la que tuvo River, salvarán a nuestro fútbol.
-Los europeos buscaron anularnos. Por eso crearon las tácticas. Las tácticas se rompen con los genios.
-El fútbol es sencillo. La intervención de gente que no sabe lo hace complicado.
“A muchos les parecerá extraño –se lee en un recuadro que parece escrito por Panzeri-. Otros pensarán que tienen en sus manos un ejemplar viejo. Pero nuestra portada de hoy tiene una explicación. Antonio Báez fue un jugador injustamente relegado en el fútbol argentino. Y al analizar las causales de esa situación, El Gráfico reconoce su parte de culpabilidad. Por eso, partiendo del reconocimiento de nuestra injusticia hacia Báez, dedicamos a éste número de hoy. Pretendemos saldar nuestra deuda con esta PORTADA A UN OLVIDADO”. Las mayúsculas son de Panzeri.
Bauso relata en su libro que la salida del periodista como director de El Gráfico se produjo a partir del episodio con Alsogaray, cuyas declaraciones finalmente se publicaron en la edición del triunfo de River sobre Boca por tres a uno, la primera que se hizo con una foto en la tapa del partido del fin de semana: Luis Artime está en pleno salto mientras desde el piso lo miran Delem y el arquero de Boca, Néstor Errea, los tres bajo el título: “Zapatazo”. Fue el propio Panzeri, dice Bauso, el que contó que dejó su cargo por ese episodio, lo que acaso resume su historia de principios.
Pero Panzeri dirigió un número más antes de dejar su cargo. El número de Báez. “Está muy claro que sabiéndose afuera hizo justicia por mano propia y sacó esa tapa anacrónica y reparó una injusticia histórica con ese elegante gesto final. Una declaración de principios”, dice Vega Onesime. La idea inicial era que Panzeri continuara como columnista. Pero ante la renuncia de Enrique Lazzatti, el ex jugador de Boca al que había llevado a El Gráfico y le demostraba su fidelidad, se fue definitivamente. Lo remplazó su enemigo en la revista, Carlos Fontanarrosa, su antítesis periodística. “Poco hubiera durado con Fontanarrosa - dice Vega Onesime-. Se odiaron de siempre. De hecho, Fontanarrosa dejó de escribir en El Gráfico bajo el mando de Panzeri. Después desde los editoriales la revista le tiraba palitos a Dante, que él respondía profusamente desde Así”.
Un recuadro pequeño en la edición del 12 de septiembre despidió a Panzeri como director de El Gráfico.
Báez no tiene entrada en la Wikipedia (Nota: ahora sí) y sus resultados en Google son bastante vagos: sólo aparece cuando se escribe su nombre junto a alguno de los equipos donde jugó. Así, por ejemplo: Antonio Báez River. Recién ahí sale alguna nota que lo menciona por arriba o una base de datos que lo consigna. Jugó en Tigre, River, Platense y Millonarios. Y pasó por Sportivo Baradero, en la liga de esa ciudad, antes de llegar a Defensores de Belgrano, donde fue técnico y jugador al mismo tiempo hasta retirarse y quedarse sólo con el banco de suplentes.
En el libro de Bauso se lee parte de un artículo de Panzeri publicado en el diario El Día: “Un Antonio Báez necesitó de su reivindicación como crack completísimo una vez retirado del fútbol, porque mientras jugó activamente casi pasó ignorado. Es cierto que postergaciones como las de Sarlanga o Báez son también una resultancia de la falta de idoneidad del periodismo que no supo reparar en ellos y sí en el mito de ‘la estampa’, ‘la pinta’, ‘el físico’, ‘el vigor’ o ‘ el fuerte despeje’ de muchos mediocres jugadores ungidos cracks por espejismos aplicados al fútbol”.
Alejandro Fabbri me dice que Báez era el ídolo de su viejo. Uno de los mejores de la historia de Platense. Andrés Piccione, un periodista partidario del club de Vicente López, me cuenta que por la falta de datos sobre su vida, la falta de un contacto, no pudieron homenajearlo en vida, durante el entretiempo de algún partido, como hicieron con casi todos los ídolos. Todavía lo lamentan. Es difícil, incluso, llegar a la fecha de su muerte. Fabbri, gracias a un historiador amigo, la confirma: Báez murió el 27 de junio de 1995 a los 73 años.