El malestar social se extiende en Brasil
Las protestas contra la subida del transporte y la inseguridad ciudadana cuestionan el milagro económico brasileño
Hasta ahora en Brasil con 20 céntimos de real (unos 7 céntimos de euro) podía comprarse un chicle, pero esas monedas se han convertido en la mecha para que la frustración de miles de jóvenes brasileños salga a la calle e incendie las principales ciudades del país. São Paulo, Río de Janeiro o Porto Alegre se alzan desde la semana pasada contra el aumento de 20 céntimos de las tarifas del transporte público. Esta oleada de manifestaciones, aún poco organizadas, marca un precedente en un país con una democracia de apenas 28 años en la que sus ciudadanos no toman la calle ni ante los escandalosos casos de corrupción con los que se levantan cada día.
La manifestación del jueves en São Paulo, marcada por la “violencia policial” según su propio alcalde, se saldó con 235 detenidos y más de 100 heridos, la mayoría afectados por gases lacrimógenos y por disparos de pelotas de goma a quemarropa. Aunque la Secretaría de Seguridad investiga si hubo abuso policial durante la protesta, el gobernador Geraldo Alckmin, del opositor Partido Social Democrático Brasileño (PSDB), defendió la actuación de los agentes e insistió en el “cuño político” de las manifestaciones.
Partidarias o no, las proclamas, los enfrentamientos con la policía y los actos de vandalismo contra bancos, autobuses y estaciones de metro no están motivadas únicamente porque el billete del transporte público alcance los 1,12 euros en un país donde el salario mínimo es de 237 euros. “Yo no me muevo en autobús, pero creo que el aumento es injusto y quiero ayudar a que los brasileños se organicen. Nosotros no tenemos una cultura de protesta: el brasileño no tiene información, no tiene educación y no conoce sus derechos. No voy a una protesta así desde las manifestaciones contra el presidente [Fernando] Collor de Melho en 1992”, dice Iva Oliveira, que a sus 49 años era una de las más veteranas de la marcha.
La violencia es otra de las razones que mueven a esta multitud de jóvenes, muchos de ellos aún en la universidad. El Estado de São Paulo convive con unos índices de criminalidad que, aunque bajos en comparación con otros Estados del país —11,5 homicidios por cada 100.000 habitantes, frente a los 0,84 de Madrid—, mantienen a la población en una constante sensación de inseguridad.
La frustración no solo se dirige contra los delincuentes que no pestañean antes de apretar el gatillo sino también contra los procedimientos policiales de los agentes, que hasta ahora solo tienen que justificar la muerte de un sospechoso como “resistencia a la autoridad”. “Este movimiento no es de acción es de reacción. Las autoridades no abren el diálogo, nuestra política no es transparente”, criticaba Débora Ungaretti, estudiante de derecho de 23 años al comenzar la manifestación. “Yo no hice uso de la violencia, pero entiendo cómo se justificó. Se dirigió contra los bancos para protestar contra el sistema financiero que nos está dominando, se atacaron bases de la policía militar porque son ellos los que nos están oprimiendo, se quemaron autobuses porque aún hay 35 millones de brasileños que no tienen acceso al transporte público porque no pueden pagarlo… Tiene sentido”, dice su compañero de facultad Rodrigo Paiva Silva, de 21 años.
Antes de que la manifestación se convirtiese en una batalla campal, los llamados sin techo arengaban a los manifestantes desde los edificios que mantienen ocupados en el centro de la ciudad —41 en total— poniendo de manifiesto otra de las asignaturas pendientes del milagro latinoamericano: Brasil también convive con un problema de falta de vivienda. En São Paulo, capital financiera del país, un 30% de sus 11millones de habitantes vive en condiciones inadecuadas —favelas, zonas de riesgo o en viviendas muy por encima del valor que sus inquilinos pueden asumir—, según la Secretaría de Vivienda municipal.
De los balcones colgaba una pancarta con parte del poema de Bertolt Brecht titulado “Sobre la violencia”: “Del río que todo lo arrastra se dice que es violento, pero nadie llama violento al margen que lo oprime”.
Aún es pronto para aventurar si este puede ser el germen de una primavera brasileña, pero muchos de los que ayer acudieron a la manifestación esperan que así sea. “No aguantamos más la corrupción, los problemas en el sistema de salud, la falta de educación… El billete del autobús es solo la punta del iceberg”, dice Marcos de Antonio, un comercial inmobiliario de 28 años, simpatizante de Anonymous, que acudió acompañado de su “banda del barrio”. “Lo que esperamos es que esto se convierta en algo más grande y para eso tenemos que salir a la calle para mostrar quién debería tener el poder”, advierte.
Las manifestaciones pillan con el pie cambiado a las autoridades, centradas en impulsar el débil crecimiento económico del país. Las prioridades del Gobierno son vender Brasil como un país atractivo para el extranjero ante los próximos acontecimientos deportivos y a la propia Copa Confederaciones de fútbol que comienza este sábado.
La presidenta Dilma Rousseff, de visita oficial en Río de Janeiro, no se ha manifestado sobre las protestas, pero su ministra de Relaciones Institucionales, Ideli Salvatti, ha condenado la violencia y ha justificado las razones que han llevado a los manifestantes a la calle: “El transporte es caro, es insuficiente, hay personas que pasan tres, cuatro horas para llegar a su destino”.
Mientras se organizan nuevas protestas para la semana que viene, se abren otros frentes: ayer en Brasilia 300 manifestantes se concentraron frente al estadio Mané Garrincha para reclamar que el mismo dinero que se está invirtiendo en el Mundial de 2014 se destine a construir viviendas populares.
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