No lo va a leer nadie, pero acá les dejo un fallo de 1984, relacionado con una foto publicada sobre Balbin cuando estaba agonizando en una clinica.
Ponzetti de Balbín, Indalia c. Editorial Atlántida, S.A.
Buenos Aires, diciembre 11 de 1984.
Considerando: 1º) Que la sentencia de la sala F de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil confirmó la dictada en primera instancia, que hizo lugar a la demanda que perseguía la reparación de los daños y perjuicios ocasionados por la violación del derecho a la intimidad del doctor Ricardo Balbín, a raíz de la publicación de una fotografía suya cuando se encontraba internado en una clínica, sobre la base de lo dispuesto por el art. 1071 bis del Cód. Civil. Contra ella la demandada dedujo recurso extraordinario, que fue concedido. Sostiene la recurrente que el fallo impugnado resulta violatorio de los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional.
2º) Que en autos existe cuestión federal bastante en los términos del art. 14 de la ley 48, ya que si bien la sentencia impugnada se sustenta en el art. 1071 bis del Código Civil, el a quo para resolver la aplicabilidad de la norma citada efectuó una interpretación de la garantía constitucional de la libertad de prensa contraria a los derechos que en ella funda el apelante.
3º) Que esta causa se origina en la demanda por daños y perjuicios promovida por la esposa y el hijo del doctor Ricardo Balbín, fallecido el 9 de setiembre de 1981 contra “Editorial Atlántida S. A.” propietaria de la revista “Gente y la actualidad”, Carlos Vigil y Aníbal Vigil, debido a que dicha revista, en su número 842 del 10 de setiembre de 1981, publicó en su tapa una fotografía del doctor Balbín cuando se encontraba internado en la sala de terapia intensiva de la Clínica Ipensa de la Ciudad de La Plata, la que ampliada con otras en el interior de la revista, provocó el sufrimiento y mortificación de la familia del doctor Balbín y la desaprobación de esa violación a la intimidad por parte de autoridades nacionales, provinciales, municipales, eclesiásticas y científicas. Los demandados, que reconocen la autenticidad de los ejemplares y las fotografías publicadas en ella, admiten que la foto de tapa no ha sido del agrado de mucha gente y alegan en su defensa el ejercicio sin fines sensacionalistas, crueles o morbosos, del derecho de información, sosteniendo que se intentó documentar una realidad; y que la vida del doctor Balbín, como hombre público, tiene carácter histórico, perteneciendo a la comunidad nacional, no habiendo intentado infringir reglas morales, buenas costumbres o ética periodística.
4º) Que en tal sentido, en su recurso extraordinario fs. 223/230 el recurrente afirma no haber excedido “el marco del legítimo y regular ejercicio de la profesión de periodista, sino que muy por el contrario, significó un modo quizá criticable pero nunca justiciable de dar información gráfica de un hecho de gran interés general” fundamentando en razones de índole periodística la publicación de la fotografía en cuestión, por todo lo cual no pudo violar el derecho a la intimidad en los términos que prescribe el art. 1071 bis del Cód. Civil.
5º) Que en el presente caso, si bien no se encuentra en juego el derecho de publicar las ideas por la prensa sin censura previa (art. 14 de la Constitución Nacional) sino los límites jurídicos del derecho de información en relación directa con el derecho a la privacidad o intimidad (art. 19 de la Constitución Nacional) corresponde establecer en primer término el ámbito que es propio de cada uno de estos derechos. Que esta Corte, en su condición de intérprete final de la Constitución Nacional ha debido adecuar el derecho vigente a la realidad comunitaria para evitar la cristalización de las normas y preceptos constitucionales. Que la consagración del derecho de prensa en la Constitución Nacional, como dimensión política de libertad de pensamiento y de la libertad de expresión, es consecuencia, por una parte, de las circunstancias históricas que condujeron a su sanción como norma fundamental, y por la otra, la de la afirmación, en su etapa artesanal, del libre uso de la imprenta como técnica de difusión de las ideas frente a la autoridad que buscaba controlar ese medio de comunicación mediante la censura; de ahí que la reivindicación estuvo referida a la difusión y expresión de los “pensamientos y las opiniones” conforme lo estableciera la declaración de los Derechos del Hombre de 1789 y por tanto a garantizar la libre publicación de las ideas. La prensa pasó a ser un elemento integrante del estado constitucional moderno, con el derecho e incluso el deber de ser independiente a la vez que responsable ante la justicia de los delitos o daños cometidos mediante su uso, con la consecuencia jurídica del ejercicio pleno de dicha libertad. Es así como esta Corte dijo que “ni en la Constitución de los Estados Unidos ni en la nuestra ha existido el propósito de asegurar la impunidad de la prensa. Si la publicación es de carácter perjudicial, y si con ella se difama o injuria a una persona, se hace la apología del crimen, se incita a la rebelión y sedición, se desacata a las autoridades nacionales o provinciales, no pueden existir dudas acerca del derecho del Estado para reprimir o castigar tales publicaciones sin mengua de la libertad de prensa… Es una cuestión de hecho que apreciarán los jueces en cada caso” (Fallos t. 167, p. 138) y que “este derecho radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, esto es, sin el previo contralor de la autoridad sobre lo que se va a decir; pero no en la subsiguiente impunidad de quien utiliza la prensa como un medio para cometer delitos comunes previstos en el Cód. Penal” (Fallos, t. 269, p. 195, cons. 5º Rev. La Ley, t. 130, p. 809).
6º) Que elevado el derecho de prensa a la categoría de un derecho individual, autónomo, la legislación sobre la prensa garantizó su ejercicio estableciendo criterios e inmunidades con el objeto de impedir la intromisión arbitraria del Estado tanto en la publicación como a las empresas que realizaban la publicación, asegurando la libre iniciativa individual, la libre competencia y la libertad de empresa considerados elementos esenciales para la autonomía humana.
7º) Que las profundas transformaciones producidas como consecuencia del tránsito de la sociedad tradicional, de tipo rural y agrícola, a la sociedad industrial, de tipo urbano, y los avances de la ciencia y de la técnica y el consecuente proceso de masificación, influyeron en los dominios de la prensa toda vez que las nuevas formas de comercialización e industrialización afectaron el ejercicio de publicar, la iniciativa y la libre competencia, hasta entonces concebidos en términos estrictamente individuales. El desenvolvimiento de la economía de la prensa y la aparición de las nuevas técnicas de difusión e información cine, radio, televisión, obligan a un reexámen de la concepción tradicional del ejercicio autónomo del derecho individual de emitir y expresar el pensamiento. De este modo, se hace necesario distinguir entre el ejercicio del derecho de la industria o comercio de la prensa, cine, radio y televisión; el derecho individual de información mediante la emisión y expresión del pensamiento a través de la palabra impresa, el sonido y la imagen, y el derecho social a la información. Es decir el derecho empresario, el derecho individual y el derecho social, que se encuentran interrelacionados y operan en función de la estructura de poder abierto que caracteriza a la sociedad argentina.
8º) Que en cuanto al derecho a la privacidad e intimidad su fundamento constitucional se encuentra en el art. 19 de la Constitución Nacional. En relación directa con la libertad individual protege jurídicamente un ámbito de autonomía individual constituida por los sentimientos, hábitos y costumbres, las relaciones familiares, la situación económica, las creencias religiosas, la salud mental y física y, en suma, las acciones, hechos o datos que, teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad están reservadas al propio individuo y cuyo conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real potencial para la intimidad. En rigor, el derecho a la privacidad comprende no sólo a la esfera doméstica, el círculo familiar de amistad, sino otros aspectos de la personalidad espiritual física de las personas tales como la integridad corporal o la imagen y nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no destinadas a ser difundidas, sin su consentimiento o el de sus familiares autorizados para ello y sólo por ley podrá justificarse la intromisión, siempre que medie un interés superior en resguardo de la libertad de los otros, la defensa de la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen.
9º) Que en el caso de personajes célebres cuya vida tiene carácter público o de personajes populares, su actuación pública o privada puede divulgarse en lo que se relacione con la actividad que les confiere prestigio o notoriedad y siempre que lo justifique el interés general. Pero ese avance sobre la intimidad no autoriza a dañar la imagen pública o el honor de estas personas y menos sostener que no tienen un sector o ámbito de vida privada protegida de toda intromisión. Máxime cuando con su conducta a lo largo de su vida, no han fomentado las indiscreciones ni por propia acción, autorizado, tácita o expresamente la invasión a su privacidad y la violación al derecho a su vida privada en cualquiera de sus manifestaciones.
- Que en caso “sub examine” la publicación de la fotografía del doctor Ricardo Balbín efectuada por la revista “Gente y la actualidad” excede el límite legítimo y regular del derecho a la información, toda vez que la fotografía fue tomada subrepticiamente la víspera de su muerte en la sala de terapia intensiva del sanatorio en que se encontraba internado. Esa fotografía, lejos de atraer el interés del público, provocó sentimiento de rechazo y de ofensa a la sensibilidad de toda persona normal. En consecuencia, la presencia no autorizada ni consentida de un fotógrafo en una situación límite de carácter privado que furtivamente toma una fotografía con la finalidad de ser nota de tapa en la revista “Gente y la actualidad” no admite justificación y su publicación configura una violación del derecho a la intimidad.
Por ello, se admite el recurso extraordinario y se confirma la sentencia en lo que fue materia de recurso. * Genaro R. Carrió. * José S. Caballero (según su voto). * Carlos S. Fayt. * Augusto C. Belluscio (según su voto). * Enrique S. Petracchi (según su voto).
Voto de los doctores Caballero y Belluscio.
Considerando: 1º) Que la sentencia de la sala F de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil confirmó la dictada en primera instancia, que había hecho lugar a la demanda de reparación de los daños y perjuicios ocasionados por la violación del derecho a la intimidad del doctor Ricardo Balbín, a raíz de la publicación de una fotografía suya tomada sin su consentimiento cuanto estaba internado en una clínica, por lo dispuesto en el art. 1071 bis del Cód. Civil. Contra ella la demandada dedujo recurso extraordinario, que fue concedido, en el cual sostiene que resulta violatoria de los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional.
2º) Que en autos existe cuestión federal bastante en los términos del art. 14, inc. 3º, de la ley 48, y que si bien la sentencia impugnada se sustenta en el art. 1071 bis del Cód. Civil, al considerar el agravio referente a la libertad de prensa, el tribunal a quo decidió, en forma contraria las pretensiones del recurrente la cuestión constitucional que éste había fundado en los arts. 14 y 32 de la Carta Magna.
3º) Que esta causa se origina en la demanda de daños y perjuicios promovida por la esposa y el hijo del doctor Ricardo Balbín, fallecido el 9 de setiembre de 1981, contra “Editorial Atlántida S. A.”, propietaria de la revista “Gente y la actualidad”, Carlos Vigil y Aníbal Vigil, debido a que dicha revista, en su núm. 842 del 10 de setiembre de 1981, publicó en su tapa una fotografía tomada al doctor Balbín cuando estaba internado en la sala de terapia intensiva de la Clínica Ipensa de la Ciudad de La Plata, la cual ampliada con otras en el interior de la revista provocó el sufrimiento y la mortificación de la familia del enfermo. Los demandados, que reconocen la autenticidad de los ejemplares y las fotografías publicadas en ellas, admiten que la foto de tapa no ha sido del agrado de mucha gente, y alegan en su defensa el ejercicio sin fines sensacionalistas, crueles o morbosos, del derecho de información, sosteniendo que se intentó documentar una realidad; y que la vida del doctor Balbín, como hombre público, tiene carácter histórico, pertenece a la comunidad nacional, sin que se haya intentado infringir reglas morales, buenas costumbres o ética periodística.
4º) Que si bien la jurisprudencia del tribunal, la libertad en que se funda el recurso aparece frecuentemente designada con las denominaciones literales que le da la Constitución, o sea, libertad de imprenta, libertad de publicar las ideas por la prensa sin censura previa y libertad de prensa (Fallos, t. 248, p. 291, consid. 23; t. 248, p. 664; t. 269, ps. 189, 195 y 200; t. 270, p. 268; t. 293, p. 560), en Fallos t. 257, p. 308, consid. 9º Rev. D. T., t. 961, p. 16; Rev. La Ley, t. 105, p. 568; t. 130, ps. 760 y 809; t. 120, p. 40; t. 130, p. 458; t. 1976A, p. 238, t. 115, p. 250*, la Corte, refiriéndose a la garantía de los arts. 14 y 32 de la Constitución, recalcó “las características del periodismo moderno, que responden al derecho de información sustancial de los individuos que viven en un estado democrático…”, conceptos que también fueron subrayados en el voto concurrente del doctor Boffi Boggero, al afirmar que “…la comunidad, dentro de una estructura como la establecida por la Constitución Nacional, tiene derecho a una información que le permita ajustar su conducta a las razones y sentimientos por esa información sugeridos; y la prensa satisface esa necesidad colectiva…” (voto cit., consid. 7º).
En Fallos, t. 282, p. 392 (Rep. La Ley, XXXIII, J*Z, p. 909, sum. I) se extendieron dichos conceptos: i) “la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión cubre las manifestaciones recogidas y vertidas por la técnica cinematográfica” (consid. 3º), y en el consid. 5º se aludió, además, a la libertad de expresión oral, escrita o proyectada.
En consecuencia, cabe concluir que el sentido cabal de las garantías concernientes a la libertad de expresión contenidas en los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional ha de comprenderse más allá de la nuda literalidad de las palabras empleadas en esos textos, que responden a la circunstancia histórica en la que fueron sancionadas. El libre intercambio de ideas, concepciones y críticas no es bastante para alimentar el proceso democrático de toma de decisiones; ese intercambio y circulación debe ir acompañado de la información acerca de los hechos que afectan al conjunto social o a alguna de sus partes. La libertad de expresión contiene, por lo tanto, la de información, como ya lo estableció, aunque en forma más bien aislada, la jurisprudencia de este tribunal. Por otra parte, el art. 13, inc. 1º, de la Convención Americana de Derechos Humanos, llamado Pacto de San José de Costa Rica, ratificada por la ley 23.054, contempla el derecho de toda persona a la libertad de pensamiento y de expresión, la cual “comprende la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística o por cualquier otro procedimiento de su elección”.
En consecuencia, la libertad de expresión, garantizada por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y por el art. 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, incluye el derecho a dar y recibir información, especialmente sobre asuntos atinentes a la cosa pública o que tengan relevancia para el interés general.
5º) Que, no obstante, el aludido derecho a la libre expresión e información no es absoluto en cuanto a las responsabilidades que el legislador puede determinar a raíz de los abusos producidos mediante su ejercicio, sea por la comisión de delitos penales o de actos ilícitos civiles. En ese sentido, el tribunal ha expresado que aun cuando la prohibición de restringir la libertad de imprenta comprende algo más que la censura anticipada de las obligaciones, no pueden quedar impunes las que no consistan en la discusión de los intereses y asuntos generales, y sean, por el contrario, dañosas a la moral y seguridad públicas, como las tendientes a excitar la rebelión y la guerra civil, o las que afectan la reputación de los particulares (Fallos, t. 119, p. 231); que el principio de la libertad del pensamiento y de la prensa, excluye el ejercicio del poder restrictivo de la censura previa, pero en manera alguna exime de responsabilidad al abuso y al delito en que se incurra por este medio, esto es, mediante publicaciones en las que la palabra impresa no se detiene en el uso legítimo de aquel derecho, incurriendo en excesos que las leyes definen como contrarios al mismo principio de libertad referido, al orden y al interés social (Fallos, t. 155, p. 57); que resulta preciso advertir que la verdadera esencia de este derecho radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, esto es, sin el previo control de la autoridad sobre lo que se va a decir, pero no en la subsiguiente impunidad de quien utiliza la prensa como un medio para cometer delitos comunes previstos en el Cód. Penal (Fallos, t. 269, p. 189, consid. 4; t. 269, p. 195, consid. Rev. La Ley, t. 130, ps. 760 y 809); y, con fórmula aún más amplia, que la garantía constitucional de la libertad de imprenta radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, esto es, sin el previo control de la autoridad sobre lo que se va a decir, pero no en la subsiguiente impunidad de quien utiliza la prensa como un medio para cometer delitos comunes previstos en el Cód. Penal, o de quienes se proponen violentar el derecho constitucional respecto a las instituciones de la República, o alterar el bienestar general o la paz y seguridad del país, o afectar las declaraciones, derechos y garantías de que gozan todos los habitantes de la Nación (Fallos, t. 293, p. 560).
6º) Que, por tanto, la protección del ámbito de intimidad de las personas tutelado por la legislación común no afecta la libertad de expresión garantizada por la Constitución ni cede ante la preeminencia de ésta; máxime cuando el art. 1071 bis del Cód. Civil es consecuencia de otro derecho inscripto en la propia constitución, también fundamental para la existencia de una sociedad libre, el derecho a la privacidad, consagrado en el art. 19 de la Carta Magna, así como también el art. 11, incs. 2 y 3, del ya mencionado Pacto de San José de Costa Rica, según los cuales nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio o en su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra o reputación, y toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o ataques.
7º) Que, a la luz de tales principios, no puede ser admitida la pretensión de la demandada de que el interés general en la información concerniente a un hombre público prominente justifica la invasión de su esfera de intimidad.
Las personas célebres, los hombres públicos, tienen, como todo habitante, el amparo constitucional para su vida privada. Según lo juzga acertadamente el a quo, el interés público existente en la información sobre el estado de salud del doctor Ricardo Balbín en su última enfermedad, no exigía ni justificaba una invasión a su más sagrada esfera de privacidad, como ocurrió con la publicación de la fotografía que da fundamento al litigio, cuya innoble brutalidad conspira contra la responsabilidad, la corrección, el decoro, y otras estimables posibilidades de la labor informativa, y la libertad que se ha tomado la demandada para publicarla ha excedido la que defiende, que no es la que la Constitución protege y la que los jueces están obligados a hacer respetar.
8º) Que, a mérito de lo expuesto, cabe concluir que el lugar eminente que sin duda tiene en el régimen republicano la libertad de expresión comprensiva de la de información obliga a particular cautela en cuanto se trate de deducir responsabilidades por su ejercicio. Empero, ello no autoriza al desconocimiento del derecho de privacidad integrante también del esquema de la ordenada libertad prometida por la Constitución mediante acciones que invadan el reducto individual, máxime cuando ello ocurre de manera incompatible con elementales sentimientos de decencia y decoro.
Por ello, y de acuerdo con lo dictaminado en sentido concordante por el Procurador General, se confirma la sentencia apelada en cuanto ha sido materia de recurso, con costas. * José S. Caballero. * Augusto C. Belluscio.
Voto del doctor Petracchi.
Considerando: 1º) Que sobre la base de lo dispuesto por el art. 1071 bis del Cód. Civil, la sentencia de la sala F de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil confirmó la dictada en primera instancia, que hizo lugar a la demanda que perseguía la reparación de los daños y perjuicios ocasionados por la violación del derecho a la intimidad del doctor Ricardo Balbín, a raíz de la publicación de una fotografía que lo muestra cuando se encontraba internado en una clínica en la sala de terapia intensiva donde falleció. Contra tal pronunciamiento la demandada dedujo recurso extraordinario, que fue concedido. En dicho recurso sostiene que el fallo impugnado resulta violatorio de los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional.
2º) Que el citado art. 1071 bis, introducido en el Cód. Civil por la ley 21.173 del año 1975, dispone: “El que arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena, publicando retratos, difundiendo correspondencia, mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad, y el hecho no fuere delito penal, será obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubieren cesado; y a pagar una indemnización que fijará equitativamente el juez, de acuerdo con las circunstancias; además, podrá éste, a pedido del agraviado, ordenar la publicación de la sentencia en un diario o periódico del lugar, si esta medida fuese procedente para una adecuada reparación”.
Según es sabido, el texto transcripto remplazó al que había sido publicado como ley 20.884, instrumento éste cuyo trámite legislativo irregular condujo a su remplazo por el que fijó la ley 21.173.
Ahora bien, el tenor del art. 32 bis, número con el cual la ley 20.884 había añadido al cuerpo legal la protección a la esfera de intimidad, no fue exactamente reproducido por la ley 21.173 que, en lo que importa, recogió la crítica formulada en su comentario sobre el tema por el ilustre juez Orgaz ex Presidente de esta Corte Suprema (v. E. D., t. 60, p. 927 y sigts.).
En dicho comentario expresó aquel: "Este texto (el de la ley 20.889) dice: “Toda persona tiene derecho a que sea respetada su vida íntima. El que, aun sin dolo ni culpa, y por cualquier medio, se entromete en la vida ajena, publicando retratos divulgando secretos, difundiendo correspondencia, mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad será obligado a cesar en tales actitudes y a indemnizar al agraviado…’ …b) Las primeras palabras de la disposición tienen que incluir un adjetivo inexcusable: ‘El que arbitrariamente…’ ya que en numerosos casos de ejercicio legítimo de un derecho, o de cumplimiento de una obligación legal (arts. 1071, Cód. Civil y 34, incs. 2º y sigts. Cód. Penal), se causan mortificaciones y aun daños que no comprometen la responsabilidad del agente, en tanto obre dentro de los límites de su derecho u obligación. Se trata de las llamadas ‘causas legales de justificación’. La Declaración de las Naciones Unidas precisa también que las injerencias han de ser ‘arbitrarias’”.
La observación de Orgaz fue recogida por el Congreso, como surge del cotejo de los textos de las leyes 20.889 y 21.173 antes transcriptos.
Las consideraciones precedentes se han formulado porque en este caso el apelante pretende que, en virtud del derecho a la libertad de prensa que consagran los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional, la publicación aludida ha importado el legítimo ejercicio del derecho de informar.
Tal alegación ha sido desestimado por el a quo sobre la base de que la libertad de prensa no justifica la intromisión en la esfera privada, aun cuando se trate de la correspondiente a un hombre público, y sin desconocer que mediaba un interés general en la información acerca del estado de salud de tan importante personalidad política.
La juridicidad o antijuridicidad de la conducta de la apelante resulta, pues, vinculada directa e inmediatamente con la interpretación dada por el a quo a la garantía de la libertad de prensa en sus relaciones con el derecho a la intimidad, cuyo perfil, en el aspecto sometido a consideración, procura dibujar la sentencia en recurso. Y, con tal propósito, cabe recordar que las leyes 20.889 y 21.173 encuentran sustento, según lo expuesto en el respectivo debate, en el art. 19 de la Constitución Nacional (v. respecto de la ley 20.889, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados, año 1974, ps. 3604 a 3607 y ps. 3789 y 3800 y respecto de la ley 21.173, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados, año 1975, ps. 3368 a 3371).
Aparece, por lo tanto, claramente configurada la hipótesis del art. 14, inc. 3º de la ley 48, toda vez que se controvierten derechos inmediatamente fundados en cláusulas constitucionales y la decisión ha sido contraria a los que se invocan con base en dichas cláusulas.
En consecuencia, el recurso extraordinario ha sido bien concedido a fs. 234 y vta.
3º) Que, para examinar el caso a buena luz, conviene efectuar algunas reflexiones acerca de los argumentos que sustentan a la sentencia apelada y al recurso extraordinario con que se la impugna.
El a quo llegó a su decisión partiendo del principio según el cual la libertad de prensa no es absoluta, sin desconocer que ella comprende el derecho de informar acerca de los acontecimientos de interés público. Empero, estimó necesario efectuar la siguiente distinción, “…una cosa es brindar la debida información de la actuación pública del personaje, incluso de algunas facetas o aspectos de su vida familiar o privada (en el mejor de los casos), pero otra bien distinta es incursionar sin autorización alguna (expresa ni presunta) en su lecho de moribundo, publicando una fotografía…”, “…violando así en forma descarada algo que debe ser de la esencia de la privacidad, como lo es sin duda la antesala de la muerte, en ese tránsito de la persona humana hacia el Divino Creador”.
Frente a estos juicios la apelante argumenta, en sustancia, que “La libertad de prensa, debe ser amplia, no reconocer cortapisas, partir del supuesto de que los frenos y las prohibiciones obran en forma negativa. Por ello, cualquiera sea la impresión que provoque la noticia o en el caso la fotografía, en tanto ella no encierre una clara ilicitud, debe buscarse la preservación del principio constitucional de la libertad de prensa, pilar fundamental de la vida republicana”. Y también manifiesta: “Mi parte sostuvo en su expresión de agravios que el caso de autos planteaba un típico conflicto entre dos garantías constitucionales: la libertad de prensa y el derecho a la intimidad; y que la decisión debía inclinarse por la más importante y valiosa para la comunidad, por aquélla que permite al hombre expresarse y dirigirse a la sociedad: la libertad de prensa”.
“Pero ello en modo alguno supuso admitir el otorgamiento de una total impunidad para quienes a través de los órganos periodísticos incurran en conductas ‘ilícitas’, dignas de sanción, caso que, reiteramos, no es ni puede ser el de autos. Como se dijera en el escrito de contestación de demanda, ambas garantías deben coexistir en un estado de derecho”.
4º) Que, como ya se adelantó el punto de partida del quo, para resolver la cuestión planteada en los términos transcriptos, puede sintetizarse en el enunciado de que la libertad de expresión que consagran los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional no es absoluta e ilimitada ni está exenta de responsabilidad (v. una formulación análoga en Perfecto Araya “Comentario a la Constitución de la Nación Argentina”, t. I, p. 221, Buenos Aires, 1908).
Las dos proposiciones relatadas son, a juicio de este tribunal, correctas; pero, no obvias, por lo cual requieren tanto de una adecuada fundamentación como de precisiones y matices.
Y, además, antes de abordar esa tarea es forzoso establecer si la conducta reprochada en esta causa se halla incluida a la esfera de actividad protegida por los arts. 14 y 32 de nuestra Carga Magna.
5º) Que, en lo que al punto concierne, el objeto de las aludidas garantías constitucionales es indudablemente, la comunicación de ideas e información, la expresión o exteriorización de pensamientos o de conocimientos (v. Carlos M. Bidegain, “La libertad constitucional de expresión”, “Freedom of speech and press” de los norteamericanos, Rev. La Ley, t. 917, ps. 916 y 919, sec. doc.).
Si bien en la jurisprudencia del tribunal la libertad a la que se hace referencia aparece frecuentemente designada con las denominaciones literales que le da la Constitución, o sea, libertad de imprenta, libertad de publicar las ideas por la prensa sin censura previa y libertad de prensa (Fallos, t. 248, p. 291, consid. 23, v. p. 324, y en el mismo t. 248 la sentencia publicada a partir de la p. 664; t. 269, ps. 189, 195 y 200; t. 270, p. 268; t. 293, p. 560), debe tenerse en cuenta que en Fallos, t. 257, p. 308, consid. 9º, p. 314, la Corte Suprema, refiriéndose a la garantía de los arts. 14 y 32 de la Constitución, recalcó “las características del periodismo moderno, que responden al derecho de información sustancial de los individuos que viven en un estado democrático…”. Conceptos que también fueron subrayados por el juez Boffi Boggero en su voto concurrente en el mismo caso, al afirmar que “…la comunidad, dentro de una estructura como la establecida por la Constitución Nacional, tiene derecho a una información que le permita ajustar su conducta a las razones y sentimientos por esa información sugeridos; y la prensa satisface esa necesidad colectiva…” (consid. 7º, p. 325).
En Fallos, t. 282, p. 392 se extendieron dichos conceptos: “la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión cubre las manifestaciones recogidas y vertidas por la técnica cinematográfica” (consid. 3º, p. 397), y en el consid. 5º se aludió, además, a la libertad de expresión oral, escrita o proyectada.
En el mismo orden de ideas, en Fallos t. 295, p. 215 (Rev. La Ley, t. 1975*C, p. 188) se declaró que la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión no se limita al supuesto previsto en los arts. 14, 32 y 33 de la Constitución Nacional, sino que abarca las diversas formas en que aquélla se traduce, entre las que figura la libertad de creación artística, que constituye una de las más puras manifestaciones del espíritu humano y fundamento necesario de una fecunda evolución del arte.
6º) Que, como corolario de lo expuesto, cabe concluir que el sentido cabal de las garantías concernientes a la libertad de expresión contenidas en los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional ha de comprenderse más allá de la nuda literalidad de las palabras empleadas en esos textos, que responden a la circunstancia histórica en la que fueron sancionadas.
Cuando los creadores de esta Nación establecieron por primera vez la libertad de imprenta mediante el Reglamento dictado por la Junta Superior, llamada Junta Grande, el 20 de abril de 1811 (Registro Nacional, t. I, ps. 108/109) juzgaron que “…la facultad individual de los ciudadanos de publicar sus pensamientos e ideas políticas, no es sólo un freno de la arbitrariedad de los que gobiernan, sino también un medio de ilustrar a la nación en general y el único camino para llegar al conocimiento de la verdadera opinión pública…”.
La preocupación de entonces fue la de echar los basamentos del régimen republicano, para cuya existencia es indispensable la libre discusión de las cuestiones públicas. Sobre el particular, es inolvidable la caracterización de este principio formulada por el Juez Brandeis en la sentencia dictada in re: “Whitney v. California” por la Corte Suprema de los Estados Unidos (274 U. S. 357, ps. 375 y 376, año 1926), cuya segunda parte fue citada en el dictamen del Procurador General en el caso de Fallos, t. 269, p. 200, omitiéndose el comienzo que aquí se transcribe: “…Quienes ganaron nuestra independencia creían que el último fin del Estado era hacer a los hombres libres de desarrollar sus facultades y que en su gobierno las fuerzas deliberantes deberían prevalecer sobre las arbitrarias. Ellos valoraban que la libertad de pensar como uno quiera y de hablar como uno piensa, son medios indispensables para el descubrimiento y la difusión de la verdad política; que sin la libertad de palabra y de reunión, la discusión sería fútil; que con ellas, la discusión suministra ordinariamente una adecuada protección contra la diseminación de doctrinas nocivas; que la más grande amenaza para la libertad es un pueblo inerte; que la discusión pública es un deber político; y que éste debería ser un principio fundamental del gobierno americano…”.
7º) Que con el mismo sentido de la opinión transcripta es que la doctrina nacional ha entendido la garantía de la libertad de prensa.
Así, por ejemplo, Luis V. Varela, juez de esta Corte Suprema, afirmó: “…La prensa es el más poderoso baluarte de la opinión; es la más alta tribuna popular y es el más directo representante de las mayorías y minorías que forman los partidos…” (Historia Constitucional de la República Argentina, vol. 1, p. 402, ed. 1910).
José Manuel Estrada se refirió al tema diciendo: “…Es menester, por consiguiente, para que las sociedades no se inmovilicen en la contemplación de sí mismas, para que los pueblos, en la marcha constante de la vida que es milicia, no vuelvan la espalda y se queden estáticos y abandonen la senda del progreso y las reglas del deber, que una plena libertad favorezca al pensador para protestar contra el error dominante; y a todo hombre preocupado por el bien público y en cuyas entrañas palpiten sentimientos humanitarios y generosos, para despertar a los gobiernos de su error y a los pueblos de su apatía, para inspirar, en una palabra, el movimiento constante y la reforma lenta que los hombres y las sociedades humanas necesitan hacer de sus propias instituciones a fin de no retroceder…” (Curso de Derecho Constitucional, t. 1, p. 215, 2ª ed., 1927).
Y Joaquín V. González expresó: “Pero de un punto de vista más constitucional, su principal importancia está en que permite al ciudadano llamar a toda persona que inviste autoridad, a toda corporación o repartición pública, y al gobierno mismo en todos sus departamentos al tribunal de la opinión pública, y compelerlos a someterse a un análisis y crítica de su conducta, procedimientos y propósitos, a la faz del mundo, con el fin de corregir y evitar errores y desastres; y también para someter a los que pretenden posiciones públicas a la misma crítica con los mismos fines. La prensa es uno de los más poderosos elementos de que el hombre dispone para defender su libertad y sus derechos contra la usurpación de la tiranía, y por éste y los demás objetos generales y particulares de su institución, puede decirse que por medio de la palabra y de la prensa, el pueblo hace efectiva y mantiene toda la suma de soberanía conferida a los poderes creados por él en la Constitución. Así, pues, la libertad de la prensa es la garantía de todas las demás, es la propia defensa de la persona colectiva del pueblo, y una fuerza real de las minorías, que por medio de ella hacen públicas las injusticias y abusos de poder de las mayorías, y refrenan sus tentativas despóticas…” (Manual de la Constitución Argentina, Nº 158).
Joaquín V. González extrajo la primera parte del pensamiento transcripto de una obra de Cooley, según lo puntualiza en la nota respectiva, y la segunda se inspira, según la nota siguiente, en la obra de Desjardins “La libertad política en el Estado Moderno”. Pero ese autor francés, en el mismo pasajes mencionado por Joaquín V. González, añade: “…Los ciudadanos se ven en la imposibilidad de concurrir a la dirección de los asuntos públicos si no se encuentran exactamente informados sobre todo lo que pasa, tanto fuera como dentro del país…”. “Una prensa libre sirve entonces para verificar los hechos propios a formar una opinión general y se convierte así en auxiliar del trabajo nacional…” (v. Jorge M. Mayer, “El derecho público de prensa”, p. 43, Buenos Aires, 1944).
En suma, que el libre intercambio de ideas, concepciones y críticas no es bastante para alimentar el proceso democrático de toma de decisiones; ese intercambio y circulación debe ir acompañado de la información acerca de los hechos que afectan al conjunto social o a alguna de sus partes.
La libertad de expresión contiene, por lo tanto, la de información, como ya lo estableció, aunque en forma más bien aislada, la jurisprudencia de este tribunal.
8º) Que tal conclusión emana de la finalidad y sentido de las prescripciones pertinentes de los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional, y no resulta posible sostener lo contrario sin menoscabo del art. 31 de aquélla, toda vez que está en vigencia la ley 23.054, que ratifica la Convención Americana de Derechos Humanos, y cuyo instrumento de ratificación ha sido oportunamente depositado (con una reserva efectuada respecto al art. 21, sobre la propiedad). Dicho Pacto, llamado de San José de Costa Rica (art. 4, inc. 2º de éste), se halla pues, desde ese momento, en vigor para nuestro país.
Sus cláusulas revisten la jerarquía de ley suprema de la Nación, entre ellas el art. 13, inc. 1º, según el cual “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística o por cualquier otro procedimiento de su elección”.
De esta manera se ha incorporado deliberadamente al ordenamiento positivo argentino el derecho de informar y ser informado, concepción que había sido consagrada en el art. 19 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, en la encíclica Pacen in Terris del Santo Pontífice Juan XXIII (“Todo ser humano tiene el derecho natural… para tener una objetiva información de las nuevas públicas…”, v. “El derecho a la verdad Doctrina de la Iglesia sobre prensa, radio y televisión edición preparada por Jesús Irribarren”, p. 363, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1968). Del mismo modo, el Papa Pablo VI expresó que “…la información es unánimemente reconocida como un derecho universal, inviolable e inalienable del hombre moderno; responde a una profunda exigencia de su naturaleza social, y según la expresión de nuestro venerado predecesor Juan XXIII, en su encíclica Pacen in Terris tan justamente célebre, todo ser humano tiene derecho a una información objetiva…”.
También el Concilio Vaticano II, en el decreto Intemirifica, del 4 de diciembre de 1963, proclama la existencia del derecho de información (cap. I, op. cit. p. 76 de la introducción).
Por último, es pertinente consignar que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas, cuyo proyecto de ley ratificatoria cuenta ya con la sanción de la Honorable Cámara de Diputados (reunión 14 de la Cámara de Diputados publicada en el Diario de Sesiones de Diputados del 9 de febrero de 1984, ps. 1305 a 1324); contiene en su art. 19 un texto análogo al del art. 13 del vigente Pacto de San José de Costa Rica.
Como consecuencia de lo expuesto, la libertad de expresión, garantizada por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y por el art. 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, incluye el derecho a dar y recibir información, especialmente sobre asuntos atinentes a la cosa pública o que tengan relevancia para el interés general.
9º) Que el punto que corresponde ahora abordar, de acuerdo con lo anticipado en el consid. 4º), es el referente al sentido con el que quepa afirmar que la libertad de expresión instaurada por nuestra Carta Magna no es absoluta. Dicha afirmación no debe ser descuidadamente generalizada porque generalizar de tal manera suele ser una peligrosa forma de omitir. Existe un aspecto de la libertad de expresión en que ésta adquiere los caracteres de un derecho absoluto, no susceptible de ser reglamentada por la ley. Se trata de la prohibición de la censura previa que, según nuestra doctrina, es la esencia misma de la garantía.
Al respecto, se impone el recuerdo de Alberdi: “La mayor innovación, la única tal vez que la revolución moderna de ambos mundos haya traído en lo concerniente a la prensa, es la supresión de la censura previa… Pero de lo que no tenemos ejemplo en lo pasado, es de la libertad de publicar sin censura previa; libertad que se debe íntegramente al establecimiento del régimen moderno, y forma, por decirlo así, como su sello especial y distintivo. Renovad el examen anterior, bajo cualquier nombre, y no tendréis régimen moderno; llamada la previa censura, previsión o aprobación, junta protectora o tribunal de libertad, consejo literario o consejo de hombres buenos, admonición ministerial de carácter amistoso, dadle si queréis nombres más decentes y amables que éstos; y no tendréis otra cosa por resultado, que el régimen español absolutista puesto de nuevo en planta, en materia de imprenta…” (“Legislación de la prensa en Chile”, “Obras Completas”, t. III, p. 107, Buenos Aires, 1886).
En la propia jurisprudencia de la Corte Suprema ha sido reiteradamente citado el pasaje en el cual José Manuel Estrada afirma que… “las condiciones generales sobre las cuales reposa la libertad de imprenta en la legislación moderna son: la supresión de la censura previa, la abolición de la represión administrativa, y el establecimiento de una represión puramente judicial contra todos los delitos cometidos por medio de la prensa…” (“Curso de derecho constitucional”, 2ª ed., ps. 229/230, 1927).
Este fragmento se encuentra transcripto en Fallos, t. 270, p. 268; p. 277, consid. 4º, t. 270, p. 289; p. 292, consid. 4º, Rev. La Ley, t. 130, ps. 458 y 452; t. 293, p. 560, veto del juez Héctor Masnatta, consid. 6º; p. 568 y t. 305, p. 474 (Rev. La Ley, t. 1983*C, p. 307), dictamen del Procurador General, punto 6º, p. 482.
Asimismo, la índole absoluta de la garantía contra la censura previa es la ratio decidendi de los casos de Fallos, t. 270, ps. 268 y 289, y la suspensión de aquélla durante el estado de sitio sólo puede admitirse con criterio especialmente restrictivo y con particularizado control de razonabilidad (Ver el dictamen del Fiscal de la Cámara Nacional en lo Federal y Contenciosoadministrativo del 2 de julio de 1976 “in re”: “M. B. C. Producciones, S. A. c. Instituto Nacional de Cinematografía y Ente de Calificación Cinematográfica s. amparo” y Fallos, t. 293, p. 560 Rev. La Ley, t. 1976A, p. 238*).
No resultan compatibles pues con la línea dominante de la doctrina de esta Corte los asertos de dos precedentes, en el primero de los cuales se afirma sin distinciones que… “la libertad de expresión cinematográfica como toda otra libertad de expresión no es absoluta: debe coexistir armónicamente con los demás derechos que integran el ordenamiento jurídico y admite también el ponderado ejercicio del poder de policía, con base en la necesidad y el deber de preservar la moral, las buenas costumbres, el orden y la seguridad pública, frente a una información desaprensiva, deformada, usurreccional o maliciosa (ley 18.019, art. 1º)…”. Fallos, t. 282, ps. 392 y 397, consid. 4º) (Rev. La Ley, XXXIII, J*Z, p. 909, sum. 1); en el segundo se asevera que… “no es absoluta y, como todos los derechos y libertades, susceptibles de reglamentación razonable, debiendo coexistir armónicamente con los demás derechos que integran el ordenamiento jurídico y admite, desde luego, el ponderado ejercicio del poder de policía, con base en la necesidad de preservar la moral, las buenas costumbres, el orden y la seguridad pública (Fallos, t. 282, p. 392)…” (Fallos, t. 295, ps. 215 y 217, consid. 4º).
Igual crítica, en cuanto a la generalidad de su lenguaje, alcanza el dictum de Fallos, t. 257, p. 275, consid. 2º) (Rev. La Ley, t. 115, p. 437).
- Que aparte de la exclusión total de la censura previa, y como surge de lo ya expuesto, el aludido derecho a la libre expresión no es absoluto en cuanto a las responsabilidades que el legislador puede determinar a raíz de los abusos producidos mediante su ejercicio.
Al respecto, la jurisprudencia de la Corte Suprema ha establecido que “…aun en el sentir de los que interpretan la primera parte de nuestro art. 32, atribuyéndole el alcance de que la prohibición de restringir la libertad de imprenta comprende algo más que la censura anticipada de las publicaciones, no pueden quedar impunes las que consistan en la discusión de los intereses y asuntos generales, y son, por el contrario, dañosas a la moral y seguridad públicas, como las tendientes a excitar la rebelión y la guerra civil, o afectan la reputación de los particulares (Cooley * Principles of Const. Law, p. 301, Const. Limit. p. 603 y sigts., 7ª ed.)…” (Fallos, t. 119, ps. 231 y 248).
Hay una formulación más terminante en Fallos, t. 155, ps. 57 y 59: “…el principio de la libertad del pensamiento y de la prensa previa, pero en manera alguna exime de responsabilidad el abuso y el delito en que se incurra por este medio, esto es, mediante publicaciones en las que la palabra impresa no se detiene en el uso legítimo de aquel derecho, incurriendo en excesos que las leyes definen como contrarios al mismo principio de libertad referido, al orden y al interés social…”.
En fecha más cercana, la Corte ha sentado “…preciso resulta advertir que la verdadera esencia de este derecho radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, esto, sin el previo contralor de la autoridad sobre lo que se va a decir, pero no en la subsiguiente impunidad de quien utiliza la prensa como un medio para cometer delitos comunes previstos en el Código Penal…” (Fallos, t. 269, ps. 189 y 193, consid. 4º, t. 269 y ps. 195 y 197, consid. 5º).
Y con una fórmula aún más amplia se pronuncia la mayoría en Fallos, t. 293, p. 560, de cuyo consid. 6º se extrae que… “la garantía constitucional de la libertad de imprenta radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, esto es, sin el previo contralor de la autoridad sobre lo que se va a decir, pero no en la subsiguiente impunidad de quien utiliza la prensa como un medio para cometer delitos comunes previstos en el Código Penal (Fallos, t. 169, p. 195, sentencia del 30 de octubre de 1967, “Calcagno, Rosario R. (a) Caiki s: inf. art. 244 del Cód. Penal” consid. 5º) (Rev. La Ley, t. 130, p. 809); o de quienes se proponen violentar el derecho constitucional respecto a las instituciones de la República o alterar el bienestar general, o la paz y seguridad del país o afectar las declaraciones, derechos y garantías de que gozan todos los habitantes de la Nación”.
- La doctrina a que se alude en el considerando anterior encuentra su fundamento en la clásica exposición efectuada por Blackstone en los Comentarios sobre las Leyes de Inglaterra que se cita en los precedentes registrados en Fallos, t. 269, ps. 189 y 195, consids. 6º y 7º, respectivamente, también sostenida por Story en sus Comentarios a los que igualmente se hace referencia en sos precedentes (v. “Comentario sobre la Constitución de los Estados Unidos”, t. II, ps. 575 y 580, IV edición, traducción N. A. Calvo, Buenos Aires, 1888).
Vale la pena no seguir en este caso la corriente del uso y transcribir con mayor extensión que la habitual el pasaje mencionado en dichos Fallos “…la libertad de prensa es por cierto esencial a la naturaleza de un estado libre; pero consiste en no establecer restricciones previas sobre las publicaciones y no en la libertad respecto a la censura de escritos de carácter criminal después de publicados. Cada hombre tiene un indiscutible derecho de exponer ante el público los sentimientos que le plazcan; prohibir esto sería destruir la libertad de prensa; pero si se publica lo que es impropio, malicioso, o ilegal, debe cargar con las consecuencias de su temeridad. Sujetar a la prensa al poder restrictivo de un censor, como se hacía anteriormente, tanto antes como después de la revolución, es someter toda la libertad de sentimiento a los prejuicios de un hombre y convertir a éste en el juez arbitrario e infalible de todas las cuestiones controvertidas en materia de ciencia, religión y gobierno. Pero castigar (como lo hace la ley actual) cualquier escrito peligroso u ofensivo que, un vez publicado, se juzgue de tendencia perniciosa en un proceso justo e imparcial, es necesario para la preservación de la paz y del buen orden, del gobierno y de la religión, el único fundamento sólido de la libertad civil. De este modo, la decisión de los individuos es todavía libre; sólo el abuso de esa libre decisión es objeto de castigo legal. No se impone ninguna restricción a la libertad de pensamiento privado; la diseminación o publicidad de malos sentimientos destructores de los fines de la sociedad, es el delito que la sociedad corrige…” (“Commentaries on the laws of England”, t. IV, ps. 151 y 152, 13ª ed., Londres, 1800).
Esta posición, que ha sido compartida en nuestro país por numerosos autores (v. la reseña que efectúa Jorge M. Mayer, op. cit., ps. 126 y sigts.) uno de los cuales, Rodolfo Rivarola, es citado en Fallos, t. 269, p. 189 y 195, consids. 5º y 6º respectivamente (Rev. La Ley, t. 130, ps. 560 y 809) ha merecido la crítica de la doctrina de los Estados Unidos, pues no se ajusta al presente estado del derecho constitucional de ese país, crítica que también se ha formulado en nuestro medio (v. Carlos M. Bidegain, art. citado en el consid. 5º).
Tal crítica parte de observar que el criterio de Blackstone no resulta corolario de una reflexión de filosofía política sobre la democracia constitucional, y que, al contrario, simplemente resume la situación del derecho inglés en su tiempo y aparece, por su generalidad, y por la simplificación que comporta, poco conciliable con la fecunda idea enunciada en precedentes como el de “Whitney v. California”, antes citado (v. consid. 6º).
Ocurre, en efecto, que en la doctrina de Blackstone la posibilidad de sancionar los abusos está enunciada sin condiciones que excluyan la aplicación de criterios arbitrarios, sin advertir que las sanciones a posteriori pueden servir tanto como la censura previa para una política de supresión de la libertad de expresión.
- Que existen precedentes de la Corte Suprema que indican que la doctrina de Blackstone a la que se refieren los dos considerandos anteriores tampoco da cuenta del estado actual de la jurisprudencia de este tribunal.
Así en el consid. 8º (p. 313) de Fallos, t. 257, p. 308 se pone de relieve que… “esta Corte participa del criterio admitido por el derecho norteamericano, con arreglo al cual la libertad constitucional de prensa tiene sentido más amplio que la mera exclusión de la censura previa en los términos del art. 14. Basta para ello referirse a lo establecido con amplitud en los arts. 32 y 33 de la Constitución Nacional y a una razonable interpretación del propio art. 14. Ya había señalado Hamilton, que la libertad de prensa tutela el derecho de publicar con impunidad, veracidad, buenos motivos y fines justiciables, aunque lo publicado afecte al gobierno, la magistratura o los individuos, confr. Chafee Zechariah, “Free Speech in the United States”, ps. 3 y sigts., Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1941; Corwin, “The Constitution of the United States of America”, p. 770, Washington, 1953, ver también Konvitz, Milton R., “La libertad en la declaración de derechos en los Estados Unidos”, ps. 211 y sigts., Buenos Aires, Ed. Bibliográfica Argentina, confr. también doctrina de esta Corte sobre libertad de prensa en lo atinente al principio democrático de gobierno y a las relaciones de aquélla con la función judicial de los precedentes de los diarios “La Prensa” y “El Día”, registrados en Fallos, t. 248, ps. 291 y 664, respectivamente…”.
Este principio se halla reiterado en el caso de Fallos, t. 269, p. 200, especialmente en el dictamen del Procurador General que expone con detenimiento el desarrollo de la doctrina norteamericana al respecto, hasta su culminación en el célebre caso “New York Times v. Sullivan”, 376, U. S., 254.
En consecuencia, se encuentra firmemente arraigado en la jurisprudencia del tribunal que “…debe reputarse esencial manifestación del derecho a la libertad de prensa el ejercicio de la libre crítica de los funcionarios por razón de actos de gobierno ya que ello hace a los fundamentos mismos del gobierno republicano…” (pronunciamiento de Fallos, t. 269, ps. 189, 195, 200; t. 270, p. 289, consids. 3º, 4º, 2º y 7º, respectivamente).
Hay que conservar memoria de que tal principio no es novedoso en el derecho argentino, pues lo establecía la ley sobre libertad de imprenta dictada por la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires el 8 de mayo de 1828, promulgada por Manuel Dorrego al día siguiente. Mientras su art. 1º establece un amplio catálogo de abusos de la libertad de prensa, el segundo reza así: …“No están comprendidos en el artículo anterior, los impresos que sólo se dirijan a denunciar o censurar los actos u omisiones de los funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones…” (leyes y decretos promulgados en la provincia de Buenos Aires desde 1810 a 1876, recopilados y concordados por el doctor Aurelio Prado y Rojas, t. III, ps. 333/335, Buenos Aires, 1877).
Del mismo modo, el iniciador de la Cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires, Florentino González, observa que “…Los términos en que habla Blackstone tienen, sin embargo algo de vago y peligrosos, porque si nos conformásemos literalmente a ellos, podrían darse disposiciones como las que han existido en Francia, y aun existen todavía, para perseguir los escritos públicos con el pretexto de que excitan el odio del gobierno. Los términos en que se expresa Junius son más precisos y exactos y tranquilizadores para los amigos de la libertad, y los que están de acuerdo con la práctica de los tribunales que hacen efectiva la libertad de prensa. ‘Esta, dice Junius, es el paladín de todos los derechos civiles, políticos y religiosos de los ingleses, y el derecho de los jurados para pronunciar el veredicto general, en todos los casos, cualesquiera que sean, una parte esencial de nuestra Constitución. Las leyes de Inglaterra proveen, tanto como pueden hacerlo cualesquiera leyes humanas, a la protección del súbdito en su reputación, persona y propiedad. Con respecto a observaciones sobre caracteres de hombres que ocupen puestos públicos, el caso es un poco diferente: una considerable latitud debe concederse en la discusión de los negocios públicos, o la libertad de la prensa de nada serviría a la sociedad’…” (“Lecciones de derecho constitucional”, p. 30/40, 2ª ed. París, 1871).
En consecuencia, el principio de la libre crítica a los funcionarios por razón de sus actos de gobierno impone, de acuerdo con lo que surge del ya citado dictamen del Procurador General de Fallos, t. 269, p. 200, que las reglas comunes en materia de responsabilidad penal y civil deban experimentar en la materia de que se trata las modificaciones requeridas para que no se malogren las finalidades institucionales de la libre expresión.
- Que la libre crítica a los funcionarios por razón de sus actos de gobierno es una de las manifestaciones de un criterio más general, consistente en trazar los límites de las responsabilidades que pueda acarrear el ejercicio de la libertad de expresión atendiendo a pautas específicas construidas con miras a las particularidades que ofrecen los diversos ámbitos de la comunicación de las creencias, de los pensamientos, de la información y de los sentimiento.
En la jurisprudencia del tribunal se halla apenas esbozada la idea, tan desarrollada en la doctrina de la Corte Suprema de los Estados Unidos, según la cual, en el campo de la manifestación de opiniones, sobre todo sociales y políticas, la libertad de expresión debe ser sopesada con los valores relativos a la seguridad e incolumidad de las instituciones constitucionales (balancing test). La pauta aceptada para llegar al punto de equilibrio es la del peligro claro y actual, complementado por el de la inminencia del daño (v. sobre el origen y desarrollo de esta idea el resumen del voto del juez Douglas en el caso Brandenburg v. Ohio 395 U. S. 444, 968, p. 450 y sigts. y la obra de Henry J. Abraham “Freedom and the Court * Civil rights and the Liberties in The United States”, p. 204 y sigts., 4ª, ed. New York, 1982; como línea principal entre los numerosos casos a tenerse en cuenta pueden citarse: Schenk v./United States 249 U. S. 47, p. 52; Forhwerk v. United States 249 U. S. 204; Debs v. United States 249 U. S. 211; Abrams v. United States 250 U. S. 616; Schaefer v. United States 251 U. S. 466; Pierce v. United States 252 U. S. 239; Herndon v. Lowry 301 U. S. 242; Dennis v. United States 3241 U. S. 494 (1951); Yates v. United States 354 U. S. 298 (1957); Noto v. United States 367 U. S. 290 (1961); Bond v. Eloyd 385 U. S. 116 (1966); Brandenburg v. Ohio, 395 U. S. 450 y Hess v. Indiana, 414 U. S. 105 (1973)…).
Bien es verdad que dos esclarecidos jueces de la Corte Suprema norteamericana trazan a las atribuciones del Estado f rente a la libertad de expresión límites mucho más estrechos que los de la doctrina mayoritaria, pues desde una concepción bautizada como “absoluta” de las libertades garantizadas por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, entre ellas la libertad de expresión, juzgan que sólo las manifestaciones que son parte de una conducta ilícita que se está realizando pueden ser objeto de sanción (juez Blacken, Konigsberg v. State Bar of California 366 U. S. 36 p. 64 1960), mientras que la apología de ningún modo ligada a la acción está protegida por la Primera Enmienda (juez Douglas en “Speiser v. Randall”, 357 U. S. 513, p. 536/537).
Conviene también tener en cuenta los votos de ambos magistrados en el célebre caso de los papeles del Pentágono (“New York Times Co. v/United States”, 403, U. S. 713, ps. 714/724).
- Que en lo atinente al equilibrio entre la libertad de expresión y otros intereses públicos o privados es preciso evitar concepciones como las expuestas en Fallos, t. 282, p. 392 y 295, p. 215, criticadas en el consid. 9º y que se encuentran también en Fallos, t. 284, p. 345, consid. 13, p. 352 (Rev. La Ley, t. 152, p. 172).
En la tarea armonizadora ha de advertirse el rango superior que en el sistema democrático constitucional que nos rige posee la libertad de expresión. Como lo ha afirmado esta Corte Suprema, citando, precisamente, al juez Douglas, “la dignidad institucional de la justicia independiente y de la prensa libre son valores preeminentes del orden democrático. Deben excluirse, por consiguiente, los procedimientos que conduzcan al sometimiento del ejercicio de ésta a la discreción judicial aunque ella sea bien intencionada e intrínsecamente sana” (Fallos, t. 248, p. 664, consid. 4º, ps. 672/673 y t. 293, p. 560, consid. 6º p. 568).
Frente a los criterios bosquejados en el consid. 9º, que se critican, resultan válidas las objeciones del juez Black reflejadas en las expresiones del juez Douglas recogidas en el precedente citado en el párrafo anterior, y que el gran magistrado expuso en el pronunciamiento de “Konigsberg v. State Bar of California”, 366 U. S. 36, de la siguiente manera: “…La única cuestión que actualmente debemos resolver consiste en determinar si al discurso que bien encuentra su cabida en la protección de la Enmienda debe dársele completa protección, o si sólo es acreedora a ella, en la medida en que es compatible, en el pensamiento de la mayoría de esta Corte, con cualquier interés que el Gobierno pueda afirmar para justificar su restricción…” (ps. 66/67).
- Que, sentado lo anterior, si la protección al ámbito de intimidad no tuviera otro rango que el de un respetable interés de los particulares dotado de tutela por la legislación común, podría, entonces, llegar a asistir razón al apelante, que funda su derecho en la preeminencia de la libertad de expresión.
Ocurre, empero, que el mencionado art. 1071 bis es la consecuencia de otro derecho inscripto en la propia Constitución, también fundamental para la existencia de una sociedad libre, o sea, el derecho a la privacidad.
Tampoco la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica contiene previsiones literales sobre el derecho a la privacidad (sight of privacy), pero ello no ha impedido que la Corte Suprema de aquel país lo considerase emergente de distintos derechos consagrados con claridad, y que importan manifestaciones del concepto más general y no escrito del derecho a la inviolabilidad de la esfera íntima.
En la célebre causa “Griswold v. Connecticut” (381 U. S. 479) el Juez Douglas, expresando la opinión de la Corte, sostuvo: “…En Pierce v. Society of Sisters (268 U. S. 510) se estableció el carácter vinculatorio para los Estados del derecho de educar a los propios hijos según la propia elección en virtud de la Primera y Decimocuarta Enmienda. En Meyer v. Nebraska (262 U. S. 390) se otorgó la misma dignidad al derecho de estudiar la lengua alemana en una escuela privada. En otras palabras, el Estado no puede, de modo consistente con el espíritu de la Primera Enmienda, estrechar el espectro de conocimientos adquiribles. El derecho de la libertad de palabra y prensa incluye no sólo el derecho de expresarse o de imprimir, sino también el derecho de distribuir, el derecho de recibir, el derecho de leer (Martín v. Struthers 319 U. S. 141, 143) y la libertad de investigación, la libertad de pensamiento y la libertad de enseñanza (Wieman v. Updegraff 344 U. S. 183, 195)… Sin esos derechos periféricos los derechos específicos se hallarían menos garantizados… En Naacp v. Alabama 357 U. S. 449, 462, 1958, protegimos la 'libertad de asociarse y la privacidad de la propia asociación, advirtiendo que la libertad de asociación era un derecho periférico de la Primera Enmienda… En otras palabras la Primera Enmienda tiene una zona de penumbra en la cual la privacidad se halla protegida de la intrusión gubernamental… El derecho de asociación… incluye el derecho de expresar las propias actitudes o filosofías mediante la incorporación a un grupo o afiliación a él o por otros medios legales. Asociación en este contexto es una forma de expresión de opiniones y aunque no esté expresamente incluido en la Primera Enmienda es necesaria para dotar de pleno significado a las garantías expresas…”.
“Los casos mencionados sugieren que existen, en la declaración de derechos específicos, garantías que tienen una zona de penumbra, formada por emanaciones de aquellas garantías que contribuyen a darles vida y sustancia… Varias garantías crean zonas de privacidad. El derecho de asociación es, como hemos visto, uno de los que está contenido en la penumbra de la Primera Enmienda. La Tercera Enmienda en su prohibición contra el alojamiento de soldados ‘en cualquier casa’ en tiempo de paz sin el consentimiento de su propietario es otra faceta de tal privacidad. La Cuarta Enmienda afirma explícitamente ‘el derecho del pueblo de estar a salvo de allanamientos y de secuestros irrazonables en sus personas, casas, papeles y pertenencias’. La Quinta Enmienda ‘en la cláusula contra la autoincriminación permite al ciudadano crear una zona de privacidad que el gobierno no puede obligarle a renunciar en su perjuicio’. La Novena Enmienda establece ‘la enumeración en la Constitución de determinados derechos no será entendida como denegación o disminución de otros retenidos por el pueblo’…” “La Cuarta y Quinta Enmiendas fueron descriptas en Boyd v. United States, 116 U. S. 616 (1886) como una protección contra toda invasión gubernamental ‘de la santidad de la morada de cada persona y de las privacidades de la vida’. Recientemente nos referimos en Mapp v. Ohio (367 U. S. 643, 656) a la Cuarta Enmienda como creadora de ‘un derecho de privacidad, no menos importante que cualquiera de los otros derechos cuidadosa y particularmente reservados al pueblo’ …Estos casos dan testimonio de que es legítimo el derecho de privacidad cuyo reconocimiento se reclama en el caso…” (381 U. S. ps. 482/485).
Parecería ocioso reproducir estos razonamientos en nuestro derecho, si se entendiera que la primera parte del art. 19 de la Constitución Nacional proporciona directo y exhaustivo fundamento al derecho de privacidad.
Sin embargo, es preferible decir que aquél valiéndose de la figura utilizada en el fragmento transcripto se encuentra la “penumbra” del art. 19 que, en esta materia, no ahorra un proceso de inferencias al estilo del efectuado por la jurisprudencia norteamericana, pero amplía y consolida la base de esas inferencias.
- Que, en el referido orden de ideas, debe atenderse a que si bien la jurisprudencia de la Corte ha señalado algunas pautas interpretativas del primer párrafo del art. 19 de la Constitución Nacional, no se ha derivado aún de éste el derecho de que se trata en autos.
Respecto de esas pautas, cabe tener en cuenta que las más cercanas en el tiempo, contenidas en el pronunciamiento de Fallos, t. 296, p. 15 (consid. 4º y 6º) y reiteradas en el publicado en el t. 302, p. 604 (Rev. La Ley, 1977A, p. 35; t. 1980C, p. 280), no parecen compatibles con la esencia de nuestras tradiciones republicanas.
Del consid. 4º de la sentencia de Fallos, t. 296, p. 15, reproducido de manera abreviada en la del t. 302, p. 604, surge: “Que, cuando el art. 19 de la Constitución Nacional establece que las acciones privadas de los hombres están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados está claramente delimitando, así sea en forma negativa, su ámbito específico en el sentido de que aquéllas son las que 'de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero. Acciones privadas son, pues, las que arraigan y permanecen en la interioridad de la conciencia de las personas y sólo a ellas conciernen, sin concretarse en actos exteriores que puedan incidir en los derechos de otros o que afecten directamente a la convivencia humana social, al orden y a la moral pública y a las instituciones básicas en que ellas se asientan y por las cuales, a su vez son protegidas aquéllas para la adecuada consecución del bien común temporal, fin último de la ley dada y aplicada por los hombres en el seno de la comunidad política”.
“Las primeras pertenecen al ámbito de la moral individual y están reservadas sólo al juicio de la propia conciencia y al de Dios y escapan, por ende, a la regulación de la ley positiva y a la autoridad de los magistrados. Las segundas, que configuran conductas exteriores con incidencia sobre derecho ajeno y proyección comunitaria, entran en el campo de las relaciones sociales objetivas que constituyen la esfera propia de vigencia de la justicia y el derecho; estas conductas por ende, están sometidas a la reglamentación de la ley en orden al bien común y a la autoridad de los magistrados, encargados de adecuar y aplicar aquélla a los casos particulares”.
“Las primeras conforman el amplio espectro de las acciones humanas ‘ajurídicas’, esto es, que quedan fuera de la competencia del ordenamiento jurídico; podrán estimarse buenas o malas moralmente, pero no admiten la calificación de lícitas o ilícitas según el derecho. Las segundas, caracterizadas supra, constituyen conductas jurídicas sean conformes o disconformes a la norma legal en tanto forman parte del complejo de relaciones humanas que cae bajo la específica competencia del orden jurídico”.
O sea que el ámbito sustraído a la legislación positiva por el art. 19, primera parte, de la Constitución, sería sólo el del fuero íntimo, en cuanto no se reflejara en acciones privadas dotadas de “proyección comunitaria”, con lo cual no habría límites para la autoridad en cuanto los estados mentales de las personas se tradujeren en conductas que se juzgaran dotadas de “proyección comunitaria”.
Así, este baluarte de la sociedad libre que se supone es el art. 19 de la Ley Fundamental, se limitaría a consagrar la libertad interior pero negaría la exterior, separando lo que por ser entrañable, no se puede dividir sin desgarramiento.
Véase sobre el punto el dictamen del Fiscal de la Cámara Nacional en lo Federal y Contenciosoadministrativo, del 23 de octubre de 1979, “in re”: “Carrizo Coito, Sergio c. Dirección Nacional de Migraciones”: “Ante todo, debería acotarse al alcance de la garantía, y para ello es principal la advertencia de que todas las ‘acciones privadas’ no pueden dejar de afectar de ningún modo a los terceros y, al hacerlo, queda permanentemente abierta la cierta posibilidad del perjuicio a esos mismos terceros. A continuación, cabría destacar que la expresión ‘ofender al orden y a la moral pública’ solo tiene sentido si se incluye a los ‘terceros’, de otro modo se hallaría referida a una fantástica superposición de robinsones”.
Sólo un pensamiento poco sazonado dejaría de advertir que la conciencia subjetiva también depende de los factores objetivos que forman el contexto de la personalidad, y que, además, la vieja noción de la inaccesibilidad del “forum internum” está derrotada por el avance de los medios técnicos de invasión y manipulación de la conciencia individual. En la época del “lavado de cerebro” adquieren su mayor valor los severos principios limitativos de la actividad estatal, que una lectura humanista y fiel al sentido básico de la norma halla sin esfuerzo en el art. 19 de la Constitución Nacional.
- Que existe un precedente de la Corte Suprema, de antigua data que, si bien lleva la impronta del individualismo de su tiempo, importa una aproximación menos criticable a la norma constitucional examinada.
Se trata de la sentencia de Fallos t. 150, p. 419, del año 1928, suscripta por los jueces Antonio Bermejo, José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto y Ricardo Guido Lavalle.
En ese pronunciamiento esos distinguidos magistrados del tribunal dijeron: “…procede en todo caso observar que la tesis de la defensa se aparta del terreno de la legislación positiva para invadir el fuero interno de la conciencia, reservado a Dios y exento de la autoridad de los magistrados (Constitución, art. 19), sosteniendo que se puede inculcar por Ley mediante apremios pecuniarios, el culto de virtudes superiores que radican substancialmente fuera del alcance de los preceptos legales y jurídicos. ‘Los deberes que impone el imperativo interior a la conciencia humana’, no han podido, pues, por sí solos, constituir la base de la ley impositiva aludida; …En la sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos que se cita por el ex procurador general, doctor Matienzo en el t. 128, p. 440 de los Fallos de este tribunal, el juez Miller dijo: ‘Es necesario reconocer que existen derechos privados en todos los gobiernos libres, fuera del contralor del Estado. Un gobierno que no reconozca tales derechos, que mantenga las vidas, la libertad y la propiedad de los ciudadanos sujeta en todo tiempo a la absoluta disposición e ilimitada revisión aun de los más democráticos depositarios del poder, es, al fin y al cabo, nada más que un despotismo…’” (ps. 431/432).
Despojada de matices individualistas esta posición no difiere, en substancia, de la mantenida en torno al art. 19 por dos lúcidos intérpretes de la Constitución que, aunque con orientaciones políticas diferentes, representan al pensamiento tomista.
Al respecto, Arturo J. Sampay manifiesta: “…cuando el artículo 19 establece, de rechazo, que las acciones de los hombres que de algún modo ofendan al orden o a la moral pública o perjudiquen a un tercero sometidas a ‘la autoridad de los magistrados’, resuelve: conforme a los principios de la filosofía clásica antes enunciados, que sólo los actos externos materia de la virtud de justicia caen bajo la potestad legislativa del Estado…”.
“…Orden es la disposición de las partes en el interior de un todo, consecuentemente, para que el orden social no sea ofendido, el legislador debe reglar la actividad externa de los sujetos enderezada a cambiar bienes de uso humano, de modo que cada uno actúe respetando los derechos de los otros…”.
“…Si se considera que el adjetivo ‘publicus’, esto es ‘populicus’, denota la calidad de pertenecer a un ‘populus’, es decir, a una muchedumbre de hombres organizada en orden, resulta lógico inferir que la expresión constitucional ‘moral pública’ significa la parte de la moral que regla las acciones referentes al orden de la comunidad, y sabemos que la justicia es la virtud que causa y conserva ese orden, por lo que Aristóteles afirma que la justicia es cosa de la polis porque la justicia es el orden político…”.
“…‘No perjudicar a un tercero’ es la definición de acción justa dada por Aristóteles y que Ulpiano, según ya quedó advertido recogió en su definición del derecho con la tajante locución: ‘alterum non laedere’…”.
“…En conclusión, averiguado que el art. 19 de la Constitución Nacional fija como materia de la potestad legislativa del Estado a los actos humanos objeto de la virtud de justicia, se deduce que dicha disposición considera ‘acciones privadas de los hombres’ no sólo a las acciones interiores, sino también a las exteriores que no sean actos de justicia, pues en los casos que la ley manda alguna cosa de las otras virtudes lo hace siempre considerándola bajo la razón de justicia…” (“La filosofía jurídica del artículo 19 de la Constitución Nacional”, ps. 37/38, Ed. Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1975.
De modo análogo, pero más concreto en cuanto a los límites de la potestad estatal, se expide José Manuel Estrada: “…la doctrina que acta un derecho natural y un derecho divino, distintos del derecho positivo y superiores a la potestad social, asigna límites a la autoridad de las leyes, fuera de las cuales actúa y permanece inmune la libertad de los individuos. El primero de esos límites afecta la forma sustancial de las leyes. Las leyes deben amoldarse a los principios supremos de justicia, de moral y de caridad que no nacen de convenciones, no son de humana invención. El segundo límite se relaciona con su papel y determina sus funciones. La ley debe coartar todas las libertades para garantir todos los derechos, reprimiendo los actos que agravien el de tercera persona; los que subvirtiendo el orden, comprometen la existencia y la marcha pública, esto es, contra aquellos principios de moral que tienen conexión inmediata con la existencia de la sociedad…” (p. et vol. cit., ps. 122/123).
Estas últimas palabras del gran tribuno son traducción del pasaje de Santo Tomás de Aquino que está al pie de página y que dice: “…Non potest humana lex… omnia vitia cohibere, ssed graviora tantum sine quorum prohibitione societas humana conservari non posset…” (Summa Teológica, 2ª parte, 1ª secc., QU.XCVI, art. II).
Desde luego, el problema consiste en determinar según qué criterios deben calificarse las acciones que ponen en peligro la existencia de la sociedad.
- Que, en este punto, resulta oportuno reflexionar sobre la exactitud de la vinculación que el juez Harlan, en su voto concurrente en el citado caso “Griswold v. Connecticut” (381 U. S. 479), establece entre el derecho de privacidad y el debido proceso legal sustantivo, remitiéndose, para ello, a los fundamentos de su disidencia en el caso “Poe v. Ullman” (367 U. S. 497, 522/555).
Antes de examinar esta opinión, conviene tener presente que la garantía de la Enmienda 14 de la constitución de los Estados Unidos, que respecto de nuestro propio derecho constitucional ha sido calificada como “garantía innominada del debido proceso”, no es ajena, en modo alguno, a la Ley Fundamental argentina, pues el art. 18 de ésta en cuanto consagra la defensa en juicio de la persona y de los derechos, entronca con el cap. 39 de la Carta Magna de 1215, de la cual deriva la Enmienda 14; el eco de aquel capítulo se percibe también en nuestro art. 29, mientras que el art. 33, en lo que atañe a la Enmienda IX de la Constitución de los Estados Unidos, señala indiscutidos rasgos del debido proceso legal sustantivo en el aludido país (como antecedente del art. 18 obsérvese que, con lenguaje paralelo al de la Carta Magna, el art. 1º del decreto de seguridad individual del 23 de noviembre de 1811 consigna que “ningún ciudadano puede ser penado ni expatriado sin que preceda forma de proceso y sentencia legal…”; ver sobre el desarrollo anglosajón, Corwin, “The higher Law, Background of American Constitutional Law”, Harvard law Review, vol. 42, 1928*1929, ps. 171/185 y 365/380).
Cabe también advertir que la garantía del debido proceso legal es innominada, no en el aspecto adjetivo explicitado en el art. 18 de la Constitución sino en el sustantivo, que a su vez, ofrece dos distintas vertientes.
La primera que, por lo común, no ha sido analizada en la doctrina argentina (con la conocida excepción de la obra de Juan Francisco Linares: “El debido proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina”), es la del debido proceso como fuente de limitaciones de carácter general al poder del estado en aspectos definidos de la vida de los ciudadanos, o sea, de derechos que tienen rango fundamental aunque no se encuentren especificados en la Constitución.
Tal es el sentido del pronunciamiento de la Corte Suprema de los Estados Unidos en el célebre caso “Palko v. Connecticut” (302 U. S. 319 1937) redactado por el juez Cardozo. De acuerdo con su dictum, existen derechos básicos que pertenecen a la “verdadera esencia de un esquema de ordenada libertad” y que están por lo tanto implícitos en el concepto de ésta; los califica como “principios fundamentales de libertad y justicia que se encuentran en la base de todas nuestras instituciones civiles y políticas” y que “están de tal modo arraigados en las tradiciones y conciencia de nuestro pueblo que pueden ser conceptuados como fundamentales” (p. 325).
La transición entre este primer aspecto del debido proceso sustantivo y el segundo que se ha venido desarrollando en la jurisprudencia del tribunal y que consiste en la exigencia del control concreto de razonabilidad de las limitaciones impuestas a la libertad se halla puntualmente enunciada en los votos del juez Harlan emitidos en los ya citados casos “Griswold v. Connecticut” y “Poe v. Ullman”.
En el primero de ellos se asevera: “…Un correcto análisis constitucional en este caso lleva a determinar si la ley de Connecticut infringe valores básicos ‘implícitos en el concepto de ordenada libertad’ (Palko v. Connecticut). Por razones que he expresado con amplitud en mi disidencia de Poe v. Ullman mi respuesta es afirmativa. Si bien es cierto que el análisis puede ser enriquecido por el recurso a una o más normas de la declaración de derechos o a alguna de sus indicaciones, la cláusula del debido proceso se sustenta, en mi opinión, sobre su propia base…” (381, U. S. 479, p. 500).
En el caso “Poe v. Ullman” sostiene el juez Harlan que la enumeración de derechos en particular efectuado en las ocho primeras Enmiendas no agota el alcance del debido proceso de la Enmienda 14, sino que más bien… le dan un contenido aquellos conceptos que se consideran comprensivos de aquellos derechos que son fundamentales; ‘que pertenecen a los ciudadanos de todos los gobiernos libres…’ para… ‘cuya protección los hombres entran en sociedad’. El debido proceso no puede ser reducido a ninguna fórmula; su contenido no puede ser determinado con referencia a código alguno".
“Lo mejor que puede decirse es que ‘a través del debido proceso’ la serie de decisiones de esta Corte ha representado el equilibrio establecido por nuestra Nación entre esa libertad y las exigencias de la sociedad organizada, fundada sobre el postulado de respeto por la libertad del individuo. Si la provisión de un contenido para este concepto constitucional tuvo necesariamente que venir de un proceso racional, éste, ciertamente, no ha dejado libres a los jueces para vagar por donde pudiera conducirlos la especulación sin guía. El equilibrio del cual hablo es el resultado extraído por este país, considerando que lo que la historia enseña son tanto las tradiciones desde las cuales ella se ha desarrollado como aquellas de las que ella se ha apartado. Esa tradición es una realidad viviente. Una decisión de esta Corte que se apartase radicalmente de ella no podría sobrevivir por mucho tiempo, mientras una decisión que construya sobre lo que ha sobrevivido es probablemente correcta”.
“En este ámbito, ninguna fórmula puede sustituir al juicio y a la prudencia”.
“Desde esta perspectiva, la Corte ha ido percibiendo continuamente distinciones en el carácter imperativo de las previsiones constitucionales, ya que tal carácter debe discernirse por medio del contexto más amplio en el cual se encuentra una norma particular. Y en tanto este contexto no es verbal sino de historia y finalidades, el pleno objetivo de la libertad que garantiza la cláusula del debido proceso no puede ser hallado o limitado por los términos precisos de las garantías específicas previstas en otras partes de la Constitución”.
“Esta libertad no es una serie de puntos aisladamente insertos en términos de respeto a la propiedad; a la libertad de palabra, prensa y religión; al derecho de poseer y portar armas; a la libertad contra pesquisas y secuestros irrazonables; etc. es un continuo racional que, hablando con amplitud, incluye la libertad respecto de toda imposición arbitraria o restricción sin sentido… y que también reconoce… que ciertos intereses requieren un escrutinio particularmente cuidadoso de las necesidades del Estado que se alegan para justificar su restricción…” (367 U. S. 497, ps. 541/543).
- Que, cuando nuestra propia Constitución preceptúa que “es inviolable la defensa en juicio de la persona o de los derechos” (art. 18), proscribe las facultades extraordinarias “por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna” (art. 29), y aclara que los derechos enumerados no pueden entenderse negación de los no enumerados “pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno” (art. 33), esboza el esquema de ordenada libertad del que hablaba Cardozo. Dicho esquema está integrado por derechos fundamentales que pertenecen a los ciudadanos de todos los gobiernos libres, según las manifestaciones de Harlan, y utilizando sus brillantes definiciones general el “continuo racional” en cuya vasta trama se entrelazan los derechos explícitos y los implícitos, y se incluye a la libertad enfrentándola a toda imposición arbitraria o restricción sin sentido, pues el art. 28 de nuestra Ley Fundamental ha sido interpretado por el tribunal en el sentido de que impide al legislador “obrar caprichosamente de modo de destruir lo mismo que ha querido amparar y sostener” (Fallos t. 117: ps. 432 y 436).
Con ayuda de las categorías así compuestas se puede avanzar en la búsqueda de una mayor precisión en los límites de la potestad estatal frente a las acciones privadas.
Obsérvese, ante todo, que el art. 19 de la Constitución integra el esquema de “la ordenada libertad” que ella proclama y sostiene.
Así lo intuyó Rodolfo Rivarola, al decir: “…Estas libertades, las políticas y las civiles, no se llaman así en la Constitución, la palabra libertad se encuentra en ella solamente en el Preámbulo, como uno de los objetos de la Constitución: asegurar los beneficios de la libertad. Luego reaparece el concepto en el art. 14, profesar libremente su culto; los esclavos quedan libres, etc. (art. 15) y se repite en el art. 20 para los extranjeros: ejercer libremente su culto. En el art. 19, sin mencionar la palabra, está implícito el concepto con mayor energía: Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados, la reserva o invocación a Dios, no disminuirá, para los no creyentes, la energía de esta declaración, porque aún suprimida, se leerá siempre que aquellas acciones están exentas de la autoridad de los magistrados. Su complemento o corolario es que nadie está obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no prohíbe” (“La Constitución Argentina y sus Principios de Etica Política” ps. 127/128, Rosario, 1944).
Ahora bien, el art. 19 no es sino una versión peculiarmente argentina, pues se debe a la pluma del primer Rector de la Universidad de Buenos Aires, del Presbítero Antonio Sáenz (Ver Sampay, op. cit., ps. 12 y sigtes.) del art. 5º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Versión que presenta una notoria pátina escolástica debida al pensamiento de su autor.
La base de tal norma es la base misma de la libertad moderna, o sea, la autonomía de la conciencia y la voluntad personal, la convicción según la cual es exigencia elemental de la ética que los actos dignos de mérito se realicen fundados en la libre, incoacta creencia del sujeto en los valores que lo determinan.
Esta idea, “caput et fundamentum” de la democracia constitucional, es el fruto sazonado de la evolución del cristianismo, ha sido solemnemente proclamado por el Concilio Vaticano II con las siguientes palabras: “…la verdadera dignidad del hombre requiere, que él actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido y guiado por una convicción personal e interna, y no por un ciego impulso interior u obligado por mera coacción exterior…” (Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, Parte L, cap. 1, núm. 17, colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, t. II 7ª ed., Madrid, 1967).
Dicha convicción convoca a las esencias del personalismo cristiano y del judío, y a las de las otras concepciones humanistas y respetuosas de la libertad con vigencia entre nosotros.
En el siglo pasado, Coley acuñó la expresión que se ha tornado clásica con referencia al derecho de privacidad según la cual él es el “derecho a ser dejado a solas” y, sin duda, la incolumidad del principio de determinación autónoma de la conciencia requiere que la persona sea dejada a solas por el Estado no por la religión ni por la filosofía cuando toma las decisiones relacionadas con las dimensiones fundamentales de la vida.
La intromisión estatal con repercusión en dichas dimensiones sólo podrá justificarse sobre la base de ponderadísimos juicios que sean capaces de demostrar, a la luz de la clase de test histórico*cultural propuesto en el voto transcripto del juez Harlan, que las restricciones conciernen a la subsistencia de la propia sociedad, como lo exigía nuestro Estrada.
Pero el derecho a la autodeterminación de la conciencia requiere la protección integral del ámbito privado también en el sentido material, para que aquel alto propósito espiritual no se frustre.
Así lo indica el voto del juez Brandeis en el caso Olmstead v. United States (277 U. S. 438, ps. 478/479): “…La protección garantizada por la Enmienda (la cuarta) tiene un alcance más amplio. Los creadores de nuestra Constitución intentaron asegurar condiciones favorables para la búsqueda de la felicidad. Ellos reconocieron el significado de la naturaleza espiritual del hombre, de sus sentimientos y de su intelecto. Ellos sabían que sólo una parte del dolor, del placer y de las satisfacciones de la vida pueden hallarse en las cosas materiales. Ellos procuraron proteger a los americanos en sus creencias, sus pensamientos, sus emociones y sus sensaciones. Ellos confirieron, frente al gobierno el derecho de ser dejado a solas el más amplio de los derechos y el derecho más valioso para los hombres civilizados. Para proteger ese derecho, toda intrusión injustificable por parte del gobierno a la privacidad del individuo, cualesquiera sean los medios empleados, debe juzgarse violatoria de la Cuarta Enmienda y el uso como prueba en un procedimiento criminal de hechos evidenciados por tal intrusión debe considerarse violatorio de la Quinta…”.
La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona y un rasgo diferencial entre el estado de derecho democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias.
Ilustran el tema los pensamientos de Thomas I. Emerson en “The System of Freedom of Expression” ps. 544/547, Random House, New York, 1970.
Este autor, luego de referirse a la transcripta opinión del juez Brandeis, señala que "…El Profesor Bloustein mantiene una visión similarmente amplia de la privacidad que envuelve el ‘interés en preservar la dignidad e individualidad humanas’ y como una protección necesaria contra conductas que, podrían destruir la dignidad e integridad individual y enervar la libertad e independencia del individuo’. Del mismo modo el profesor Kovitz escribe sobre la privacidad: “Su esencia es la pretensión de que existe una esfera del espacio que no está destinada al uso o control públicos. Es un género de espacio que no está destinado al uso o control públicos. Es un género de espacio que un hombre puede llevar consigo, a su cuarto o a la calle. Aun cuando sea visible, es parte del interior del hombre, es parte de su ‘propiedad’ como diría Locke, la clase de ‘propiedad’ a cuyo respecto su poseedor no ha delegado poder alguno en el Estado”.
Más adelante transcribe Emerson la definición dada por el informe de la Oficina de Ciencia y Tecnología denominado “Privacidad e Investigación de la Conducta”: “El derecho de privacidad es el derecho del individuo para decidir por sí mismo en qué medida compartirá con los demás sus pensamientos, sus sentimientos y los hechos de su vida personal”.
Después agrega Emerson: “…En suma, el derecho de privacidad establece un área excluida de la vida colectiva, no gobernada por las reglas de la convivencia social. El se basa sobre premisas de individualismo, consistentes en que la sociedad existe para promover el valor y la dignidad del individuo. Es contrario a las teorías de la total entrega al Estado, a la sociedad o a una parte de ella”.
“En orden a mantener esta custodia de la privacidad es necesario que exista cierto grado de protección para el individuo contra la intrusión física en esa zona, contra la vigilancia desde afuera, contra la no deseada comunicación a otros de lo que ocurre en el interior. Debe haber alguna restricción de las conductas provenientes del exterior que puedan destruir la identidad, la individualidad o la autonomía…”.
Es bueno reproducir, por último, la siguiente observación del nombrado autor: “…El mantenimiento de la privacidad se enfrenta a dificultades crecientes a medida que nuestro país se vuelve más populoso, nuestra sociedad más técnica, nuestro modo de vivir más intenso. No hay que asombrarse de que hayan aumentado las presiones para el desenvolvimiento de las reglas legales tendientes a formular con mayor precisión, y hacer observar con mayor eficacia, el derecho de privacidad…”.
- Que las razones precedentes, relacionadas de modo directo y concreto con la cuestión debatida en la especie, indican que, ni en el derecho constitucional norteamericano ni en el nuestro bastan, para la protección adecuada del ámbito de la privacidad las garantías de libertad de conciencia, de expresión, de la inviolabilidad del domicilio y los papeles privados de no ser obligado a declarar contra sí mismo (arts. 14 y 18), de la inmunidad contra el alojamiento forzado de tropas (art. 17, in fine), que la Ley Fundamental consagra.
Más allá de ellas, como parte integrante del esquema de “libertad ordenada” que da forma a la estructura interna, a la médula y los huesos de la Constitución, y sostiene todos sus elementos, se halla el derecho genérico al aseguramiento incluso en lo material de un área de exclusión sólo reservada a cada persona y sólo penetrable por su libre voluntad. Tal exclusión no sólo se impone como un límite al poder estatal, sino también a la acción de los particulares, especialmente cuando éstos integran grupos que, en el presente grado de desarrollo de los medios de comunicación, se han convertido en factores que ejercen un poder social considerable, ante los cuales no cabe dejar inermes a los individuos. El reconocimiento constitucional del derecho a la privacidad está, además, corroborado por el vigente Pacto de San José de Costa Rica, cuyo art. 11, incs. 2 y 3, prescribe que: “2. Nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio o en su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra o reputación”.
“3. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques”.
- Que la pretensión de la demandada, en el sentido de que el interés general en la información concerniente a un hombre público prominente justifica la invasión de su esfera de intimidad, resulta a la luz de las consideraciones efectuadas un exceso de liberalismo desagradable.
Si bien es de notar, aunque no lo señale el apelante, que el criterio de valor o relevancia de la información ha sido empleado por la Corte Suprema de los Estados Unidos como parámetro delimitativo entre el derecho de privacidad y la libertad de información (Time v. Hill, 385 U. S. 374 1967), tal precedente contempla la situación de particulares involucrados aun contra su voluntad en episodios del dominio público; y, en todo caso, la doctrina que puede extraerse del complejo pronunciamiento citado consiste en que la libertad de información no puede acotarse con base en el derecho de privacidad cuando los hechos son, desde su inicio, del dominio público (v. el comentario de Emerson al caso recién aludido, op. cit. ps. 551 a 557).
Este autor, después de examinar un caso de especiales características en el que los tribunales federales inferiores otorgaron tutela contra la invasión al derecho constitucional de privacidad (más tarde la Corte Suprema denegó el certiorari intentado), expresa que la publicidad de descripciones o fotografías de detalles personales e íntimos de la vida privada recibirían igual protección constitucional (op. cit., p. 557).
Las personas célebres, los hombres públicos tienen, por lo tanto, como todo habitante, el amparo constitucional para su vida privada. Según lo juzga acertadamente el a quo, el interés público existente en la información sobre el estado de salud del doctor Ricardo Balbín en su última enfermedad no exigía ni justificaba una invasión a su más sagrada esfera de privacidad, como ocurrió al publicarse revelaciones “tan íntimas y tan inexcusables en vista a la posición de la víctima como para ultrajar las nociones de decencia de la comunidad” (Emerson, op. cit. ps. 552/553).
En efecto, la innoble brutalidad de la fotografía origen de este pleito conspira contra la responsabilidad, la corrección, el decoro, y otras estimables posibilidades de la labor informativa, y la libertad que se ha tomado la demandada para publicarla ha excedido la que defiende, que no es la que la Constitución protege y la que los jueces estamos obligados a hacer respetar.
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Que, a mérito de todo lo expuesto, cabe concluir que el lugar eminente que sin duda tiene en el régimen republicano la libertad de expresión comprensiva de la información obliga a particular cautela en cuanto se trate de deducir responsabilidades por su ejercicio. Empero, ello no autoriza al desconocimiento del derecho de privacidad integrante también del esquema de la ordenada libertad prometida por la Constitución mediante acciones que invadan el reducto individual, máxime cuando ello ocurre de manera incompatible con elementales sentimientos de decencia y decoro.
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Que, antes de concluir, sólo queda por declarar que no existe óbice constitucional, sustentable en el art. 32 de la Constitución Nacional, a que la legislación común dictada por el Congreso en virtud de las atribuciones conferidas por el art. 67, inc. 11 de aquélla, sea penal o, como en la especie: civil, alcance a hechos ilícitos realizados por medio de la prensa, siempre que se respete la reserva a favor de las jurisdicciones locales formulada en el mencionado art. 67, inc. 11 y en el 100 de la Carta Magna (doctrina de Fallos t. 1, p. 297; t. 8, p. 195 y t. 278, p. 62 Rev. La Ley, t. 141, p. 221).
Por ello, y de acuerdo con lo dictaminado en sentido concordante por el Procurador General, corresponde confirmar la sentencia apelada en cuanto ha sido materia de recurso. Con costas. * Enrique S. Petracchi.
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