En Tucumán, la ciudad de Lules ahora una zona de produccion de frutilla, los inmigrantes bolivianos llegaron para trabajar y terminaron comprando los campos, ya que muchos abandonaban la zona cuando los precios del azucar estaban por el piso , ocurrio en principio de los 90.
Así como el número de delincuentes argentinos no es, ni por casualidad, representativo de la totalidad de ciudadanos de nuestro pais, la cantidad de inmigrantes que delinquen tampoco lo es respecto de todos los extranjeros que recibimos. Con lo cual, no es mentira que pesa sobre ellos un grado cierto de prejuicio y estigmatización que nace de una generalización injusta. Tu mensaje es solo una muestra más…
Muy lindo todo lo que decís, muy progre, muy acorde a la integración actual del discurso capitalista, la democracia liberal y los derechos del hombre, pero repito la pregunta son apresados porque delinquen o por prejuicios?
Perdón, pero yo no me guío en títulos ni categorías como “progre” para decir lo que pienso.
No lo sé, no trabajo en el poder judicial ni tengo la verdad de la milanesa. Habría que evaluar una generalidad de casos. Eso sí, estoy seguro es de que si se sortea el puesto de peregil en un proceso penal, un inmigrante que vive en un barrio pobre se lleva todos los números.
Claro, lo tenés tan incorporado ya que ni te das cuenta.
Respecto a lo otro, será porque el sistema judicial que vos tanto defendés funciona tan bien…, y no te preocupes, también hay perejiles de nacionalidad inglesa.
Por último, la nota que pegaste dice que son apresados por prejuicios, por lo menos leela antes de pegarla.
No hay duda de que hay prejuicios, pero no siempre eh. Fijate que a veces cuentan cuestiones de imagen, de simulación, cuestiones políticas, como el caso del físico inglés. Un tipo que es una eminencia internacional lo tienen en devoto con presos comunes… ni siquiera lo dejan salir a dar clases en la uba o en la plata, por pedido expreso de ambas universidades, lo tuvieron en comodoro py cagado de frio, sin abrigo, horas. Físicos de todo el mundo, varios de ellos premios nobeles, le mandaron una cartita a cris… parece que no la leyó. No se dignaron ni a hacerle una pericia psiquiátrica, cuando el tipo tiene un trastorno de la personalidad esquizoide… Así el mundo ve lo bien que funciona la justicia argenta…
Prefiero tener incorporada cierta xenofobia antes que cierta clase de hipocresía bien vista hoy en día.
No sabía donde poner esto, y aquí me pareció un buen lugar.
De una amiga:
Una muy triste noticia, mi hijo Juan Pablo muere en España producto de apremios ilegales y sin un marco de detención, la misma policia lo lleva a un hopital en coma, donde fallece y sin que se haya comunicado ni a la Embajada Argentina ni a la familia.
Estamos haciendo todas las denuncias de derechos humanos e iniciando gestiones con familiares que tenemos alla para repatriarlo.
¿Y porque llegan solo españoles?, si desde el discurso oficial, asi como del periodismo afin, hablan de que se cae el 1er mundo.
¿O el primer mundo solo es España?
Será porque las barreras culturales e idiomáticas son mas fáciles de saltar para un español que para un francés, irlandés, escoces, griego, etc. Un griego acá no podría leer ni el menu de McDonalds.
El del Banco Central Europeo ?..El del FMI ?..El del Banco Mundial ?..El de Obama diciendo que la eurozona esta en serios problemas ?
Si tuviera que ir a desarraigarme a Europa tentaria en España y no por ejemplo en Grecia que no les entiendo un corno, y lo unico que conozco es el yogurt y que revolean los platos.:lol:
Error
En muchas regiones del pais hay miles de familias alemanas, polacas, ucranianas, italianas, suizas, que vinieron en su momento.
Si la barrera cultura no fue un escollo antes ¿porque lo seria ahora?
Probablemente porque ahora a todos los europeos de países en crisis les es mucho más fácil acceder a una potencia (Alemania) que antes, en tanto son ciudadanos europeos. Y no tienen esa ligazón cultural que España tiene con Latinoamérica, que es más o menos lo que nos compensa como opción.
Junto a obreros y empleados, marchan bomberos, policias y desocupados
El gigantesco plan de ajuste lanzado por Rajoy -que recorta casi 60.000 millones de euros en dos años- parece cosa de un pasado remoto. Difundido en inglés antes que en castellano -para su discusión en el parlamento alemán-, reconoce que no logrará alcanzar siquiera la mitad del objetivo de reducción de déficit que se propone el gobierno.
Pero los propósitos o intenciones del gobierno ya no le importan a nadie, porque España se encuentra irrevocablemente quebrada. El jueves 19, el “riesgo país” cerró en niveles récord, superando los 600 puntos; y el lunes siguiente llegó a 640. El pánico se aceleró cuando la Comunidad Valenciana anunció su propia quiebra y enseguida fue seguida por otras Comunidades Autonómicas; incluso Cataluña.
“El mercado barrunta un segundo rescate, incluso una suspensión de pagos; y ya está pensando cómo hacer dinero con eso. Los inversores se han ido para no volver, al menos durante un tiempo”, indica una fuente europea con reserva de nombre en El País (22/7). El presidente del Bundesbank planteó que España debería “acogerse al paraguas del rescate”, lo cual implicaría “sacar al Estado español de los mercados con las ayudas de los fondos europeos y a cambio de la intervención directa de la troika (BCE, FMI y Comisión Europea)” (El País, 15/7). Esto significa entrar en una terapia “a la griega”: pérdida del manejo del Tesoro, privatizaciones en gran escala, despidos y rebajas salariales mayores y la liquidación de porciones importantes de la banca española.
Las comparaciones con la Argentina de 2001 no se limitan a la quiebra financiera: el verano español está atravesado por lo que debe ser caracterizado como un principio de levantamiento popular. El jueves 19, precisamente cuando se cumplía otro aniversario de la revolución de 1936, centenares de miles de personas salieron a la calle en todo el país -sólo en Madrid hubo más de medio millón de personas.
La movilización popular excede con mucho a la burocracia de los sindicatos, que ha convocado a nuevas medidas… para septiembre. Las crónicas coinciden en destacar que la marcha de los mineros del carbón -que llegaron a Madrid procedentes de distintos puntos del país- ha actuado como un detonante, articulando múltiples sectores que están en conflicto. El sábado 21, siguiendo el mismo ejemplo, llegó a Madrid una “marcha de parados” (desocupados), procedentes de distintos puntos del país, que se concentraron frente al Ministerio de Trabajo y luego marcharon acompañados de miles de personas hasta la Puerta del Sol, donde realizaron una asamblea. Este movimiento recoge las grandes tradiciones de organización de masas de los obreros desocupados -el movimiento piquetero.
Cuando Rajoy anunció la supresión del aguinaldo a todos los empleados públicos, en pocas horas emergieron concentraciones, cortes de calle y manifestaciones de estatales en las principales ciudades. En Madrid se vienen realizando acciones diarias frente a edificios públicos. Además de docentes, de médicos, de enfermeros y de personal de todas las dependencias públicas, han cobrado un papel protagónico los bomberos, aclamados por los manifestantes. Las crónicas dan cuenta de una participación creciente de personal policial, que en algunos casos llegó a enfrentar a las brigadas antidisturbios. En Valencia ha sido convocada una manifestación de policías, de bomberos y de guardias civiles en protesta contra los recortes. Como un símbolo de la “argentinización” de España, el gobierno ha dispuesto un vallado permanente del Congreso de los Diputados.
Apenas han pasado ocho meses desde el triunfo electoral del PP, y la “imagen” de Rajoy se ha derrumbado a menos de 20 puntos. El “rescate total” de la Unión Europea implicaría la liquidación del gobierno. En los últimos días han crecido las voces que reclaman un “gobierno de unidad nacional”, un editorial de un periódico financiero agrega que una “pieza fundamental” de ese gobierno “sería un vicepresidente económico de consenso”, y que al mismo “deberían integrarse algunos miembros de la oposición y algún técnico particularmente cualificado” (El Economista, 23/7). El País dedicó su tapa y páginas centrales del domingo, en un virtual editorial, a una entrevista con Felipe González, que reapareció para criticar al gobierno y denunciar que España está intervenida como Grecia o Irlanda, pero sin siquiera contar con los fondos de un rescate como el de esos países. El ex presidente del gobierno planteó que la situación ha “sobrepasado el límite” y reclamó que, si bien “no cree en los gobiernos de tecnócratas”, Rajoy tiene la obligación de convocar a un “gran acuerdo nacional para salir de la crisis y para actuar en Europa”. Es el reflejo de la magnitud de la crisis y la identidad del PSOE con el Partido Popular en la implementación del ajuste más antiobrero y antipopular en décadas; ambos tienen en común enfrentar la lucha contra el ajuste o “tijeretazo” que los desocupados y trabajadores están librando en las calles.
España no puede formar un “gobierno de unidad nacional”, por la simple razón de que el PP y el PSOE están liquidados frente a los trabajadores. Deberían ensayar un “gobierno técnico”, a la italiana, patrocinado por el Rey -cuando en Italia se está negociando el adelantamiento de las elecciones, porque el gobierno Monti acaba de anunciar que ha agotado sus recursos de gobierno. Pero la monarquía española ha perdido la autoridad que alguna vez fue promovida como una arquitecta de la democracia. Un gobierno de recambio será mil veces más débil en España de lo que fue en Grecia e Italia.
La estructuración de una izquierda revolucionaria en España ha adquirido características de urgencia: Izquierda Unida apoya a gobiernos autonómicos -incluso del PP- y reclama, junto a los partidos oficiales, que el BCE aporte el dinero para los bancos, que evite la quiebra de España y su intervención por parte de la Comisión Europea y el FMI.
[SPOILER] ”Hay muchas maneras de matar. Pueden meterte un cuchillo en el vientre. Quitarte el pan. No curarte de una enfermedad. Meterte en una mala vivienda. Empujarte hasta el suicidio. Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo /…/ Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro estado”.
Bertolt Brecht
Pongamos que un hombre es detenido en plena calle de una ciudad de un estado que se denomina democrático; pongamos que sea verdad que estaba cometiendo un pequeño delito, quién sabe si un robo o un hurto; pongamos que puede ser falso ese delito, una excusa retroactiva pergeñada por alguien para ocultar algo. Todo es posible en un país donde los de arriba acumulan cada vez más riqueza y poder mientras que los de abajo empiezan a despeñarse vertiginosamente por la pendiente de la supervivencia diaria y la impotencia ante las autoridades que decretan y gestionan su miseria. Qué importa: el caso es que un hombre es detenido por la policía en la calle de una ciudad de un estado que se hace llamar democrático.
Pongamos que un hombre es trasladado a dependencias policiales. Pongamos que en un estado que se denomina democrático las personas han de tener su seguridad garantizada cuando se encuentran bajo custodia de la policía. Pongamos, quién sabe, que la policía identifica a este hombre, conoce su vida no acorde al estilo de la gente bienpensante; pongamos que la policía tuviera querencia por tomarse la justicia por su mano contra quienes considera un peligro para el orden de los bienpensantes, que la policía está compuesta mayoritariamente por trabajadores alienados a quienes cuesta caer en la cuenta de que están haciendo el trabajo sucio para los de arriba que cada vez atesoran más riqueza y poder a costa incluso de su propia policía. Pongamos que esa justicia autogestionada por la policía pero encubierta institucionalmente puede adoptar muy diferentes formas, de la humillación verbal al mero cachetazo; de la presión continuada sobre un sujeto a la severa paliza; de la falsificación de pruebas para acusar de un delito a la literal tortura física. También podría ser que la policía detenga un día a un hombre y, pongamos, sencillamente lo trate con frialdad, indiferencia o neutralidad; eso también sucede en muchas ocasiones, puede ser cierto. El caso es que, pongamos, un hombre es detenido e ingresado en dependencias policiales, y su seguridad e integridad físicas deben ser garantizadas en un estado que se califica democrático.
Pongamos que un hombre bajo custodia policial se encuentra desaparecido para sus personas allegadas, para su familia e incluso para el Consulado de su país de origen, durante casi tres semanas. Cuesta llamar a eso respeto a los derechos humanos. Pongamos que la administración policial o judicial puedan justificar la forma en que habrían actuado; pongamos que, por el contrario, pudiéramos calificar esa actuación como negligencia administrativa grave. Hagamos sin embargo un esfuerzo por desplazar el enfoque sobre ese dato de la desaparición de un hombre bajo custodia policial: costaría no darse cuenta de que este mero hecho, la simple y llana evaporación de un hombre en tales circunstancias, resulta abominable, es una auténtica infamia, un atentado contra nuestra mera dignidad colectiva como seres humanos. Un hombre permanece desaparecido durante más de dos semanas para la gente que lo conoce y que lo quiere, para sus compañeros, para la administración de su país de origen, estando bajo custodia policial, en un estado que se llama democrático.
Pongamos que un hombre resulta severamente herido mientras se encuentra encarcelado bajo custodia de una policía formalmente democrática. Pongamos que se le traslada con urgencia a un centro hospitalario público. Pongamos que la policía, diligentemente, presenta en un juzgado las pruebas que la exculpan del grave estado de salud de ese hombre. Cambiemos el enfoque. Pongamos que las palabras ‘pruebas’ y ‘exculpar’ están aquí incorrectamente utilizadas. Resulta difícil pensar que la policía pueda ser sencillamente ‘exculpada’ con respecto a los daños físicos irreversibles que sufre una persona que se encuentra bajo su protección en una sociedad que se denomina democrática, donde, pongamos, las personas no pierden sus derechos, ni la policía queda eximida de su obligación de velar por la integridad física de las personas por el simple hecho de haber sido detenidas tras supuestamente cometer un delito nunca confirmado por sentencia judicial. Pongamos que pudiera existir una disputa en torno a si fue la propia policía quien infligió graves daños físicos a un hombre bajo su custodia. Desde este enfoque, de haber sido la policía quien ejerció maltrato o tortura, ésta resultaría culpable. De haberse autoinfligido esos daños ese hombre, por el contrario, la policía resultaría exculpada. Cambiemos el enfoque. Resulta extraño que en una democracia la policía y la justicia puedan considerar justificable en algunos casos delegar en un hombre la responsabilidad de su propia seguridad mientras se encuentra bajo custodia en dependencias policiales, y argumentar que actuaron correctamente intentando ‘salvarle’, pongamos, de un accidente o de una lesión autoinducida, como si un hombre detenido en el calabozo de una comisaría de policía fuera un ciudadano en su propio domicilio o una persona cualquiera caminando por la calle, y un policía que lo custodia fuera meramente alguien que pasaba casualmente por ahí, y un juez a quien corresponde emitir un juicio sobre ese hecho fuera ni más ni menos que cualquier otro sujeto que observa la escena a distancia de manera desapasionada y neutral.
Pongamos que un desconocido se presenta en casa de una persona para avisarle de que un amigo de ésta se encuentra agonizando en un hospital público. Pongamos que ese desconocido se muestra aterrado e insinúa haber presenciado malos tratos o torturas en sede policial. Pongamos que un hombre agoniza en un hospital público y un amigo que puede acudir a visitarlo precipitadamente después de haber tenido noticia de su estado por medios demasiado siniestros como para no estremecerse, asegura que, efectivamente, ese hombre mostraba indicios de que pudiera haber sido golpeado. Pongamos que un hombre muere tras haber agonizado durante tres días en un hospital público. Tres días sin la compañía de sus personas allegadas, ni de las personas que lo aman, ni de su hijo ni de su hija. Pongamos que ese hombre hubiera llegado al hospital gravemente lesionado, trasladado por la policía bajo cuya custodia ese hombre se encontraba. La policía afirma haber actuado correctamente. El hospital afirma haber actuado correctamente. La justicia podría, pongamos, afirmar que todo se ha producido bajo la máxima corrección. El caso es que, pongamos, un hombre que es sustraído del espacio público y de su cotidianeidad por la policía de un estado que, por democrático, debe garantizar su seguridad, su integridad física y sus derechos como ser humano, acaba agonizando durante tres días en soledad, atravesando esa fase final de su vida sin poder ser acompañado por nadie a quien amó ni despedirse de sus dos hijos. Pongamos que cuesta no desear, a cada una de las personas bajo cuya custodia se encontraba aquel hombre, que tengan el mismo final: solos, en un país que no es el suyo, desaparecidos para quienes le conocen, pensando quizá que nunca jamás sus hijos puedan llegar a saber cuál fue su destino, sin saber siquiera si aquellas personas a quienes aman llegarán a disponer de una tumba adonde acudir a rendirles culto y memoria. Cuesta, a quien esta condena desea para otros, no sentirse inmediatamente miserable, porque, al contrario, el deseo de una vida digna y de una muerte digna para todas las personas es una componente esencial de nuestra moral como simples seres humanos. Pero, más allá de esta ética que, pongamos, quizá algunas personas no comparten ni practican, existe un hecho evidente a todas luces: alguien tendría cuando menos que dar explicaciones e incluso, pongamos, hacerse responsable de la muerte que causa espanto de un hombre bajo custodia policial, una forma de morir que es no solo una violencia simbólica y física objetiva contra ese hombre que ha muerto, sino que es además una agresión general contra nuestra condición compartida de seres humanos.
Pongamos que un hombre ha muerto y que su familia y sus personas allegadas están sobrecogidas y seriamente alteradas por las noticias que reciben informalmente después de que ese hombre haya estado desaparecido durante casi tres semanas, vivo, agonizante y finalmente muerto bajo custodia policial y judicial en un estado que se denomina democrático. Pongamos que esas personas no reciben oficialmente nunca ni una llamada, ni un comunicación, ni una explicación, ni un dato, ni una prueba, nada, completamente nada, la más absoluta y sobrecogedora nada, acerca del paradero, de la muerte y de las circunstancias bajo las que se produjo el fallecimiento de un hombre. Nada. El vacío. Quizá alguna disculpa, pongamos, por haber ‘comunicado’ su muerte tarde. Pongamos que esa aparentemente sencilla negligencia incumple preceptos legales inexcusables. Alguien debería en tal caso, pongamos, hacerse legal o administrativamente responsable. Alguien tiene a su cargo la seguridad de un hombre bajo su custodia, y después de su cadáver. Ese hombre muere bajo circunstancias que no se comunican ni se hacen públicas cuando se debe y sobre las que empiezan a circular informalmente datos alarmantes. Las personas allegadas a ese hombre, agitadas, pongamos que publicitan el caso por ser la difusión pública la principal herramienta con que cuentan para hacer valer algo que en realidad son sus derechos, pongamos, por ejemplo, el derecho a saber la verdad de primera mano y de fuentes fiables. Pongamos que, en ese ambiente de urgencia e incertidumbre, algunos datos que se publicitan pudieran estar equivocados. Pongamos que quienes eran responsables de la seguridad de ese hombre que ha muerto, utilizan esos errores para desprestigiar a quienes plantean públicamente la hipótesis de que un crimen pudiera haberse cometido, y que son nada menos que los familiares, los hijos, la gente allegada a ese hombre que ha muerto separado de ellos de manera violenta. Pongamos que quienes son responsables de la seguridad de ese hombre que ha muerto echan mano de cualquier detalle secundario para justificar indirectamente el hecho de que un hombre bajo su custodia tras haber sido detenido haya permanecido casi tres semanas desaparecido, agonizando en un hospital durante tres días, muerto sin comunicación oficial a personas ni instituciones del país de origen de ese hombre. Pongamos que, de haber sucedido esto, no puede caber duda alguna de que alguien tendría que hacerse legalmente responsable de tan grave negligencia administrativa. Con todo, hagamos un esfuerzo por desplazar el enfoque. Pongamos que, además de la justicia ordinaria, tendríamos algo que decir, como seres humanos, con respecto a qué condena ética, moral y social corresponde a quienes han impuesto una muerte indigna a un hombre bajo su custodia.
Pongamos que existe una grabación en vídeo realizada mediante el circuito interno de vigilancia de las dependencias policiales adonde un hombre ha sido conducido tras ser detenido en la calle. Pongamos que la policía que detuvo y bajo cuya custodia se encontraba un hombre, de cuya seguridad la policía es por tanto responsable, afirma que ese vídeo muestra cómo ese hombre resultó gravemente herido tras intentar suicidarse en la celda donde se encontraba recluido. Pongamos que solo se tienen noticias de la existencia de ese vídeo una vez que han comenzado a publicitarse ciertas hipótesis en torno a la responsabilidad de la policía en la muerte de un hombre detenido y bajo su custodia. Pongamos que el jefe de la policía, es decir, el mando policial último responsable de la seguridad de ese hombre, afirma solo entonces, una vez que las graves sospechas sobre la actuación policial comienzan a hacerse públicas, que ese vídeo había sido depositado en sede judicial inmediatamente después de abandonar en el hospital a un hombre custodiado gravemente herido; depositado en sede judicial con el fin de que esa grabación adquiriese el carácter de prueba exculpatoria de la policía. Pongamos que a muy pocas personas les pudiera haber sido dado a visionar ese vídeo. Pongamos que ni a la familia, ni a las personas allegadas, ni a los hijos, ni a los compañeros de un hombre que ha muerto bajo inciertas circunstancias les hubiera sido dada a visionar esa grabación que supuestamente muestra el intento de suicidio de un hombre. Pongamos que un diario local publica in extremis una breve nota describiendo el contenido de esa grabación.
Pongamos que a la periodista que firma la nota le hubiera sido dado visionar ese vídeo del intento de suicidio de un hombre, la grabación del momento en que un hombre supuestamente intenta quitarse la vida, un momento dramático por un lado, y sagrado por otro, el instante en que un hombre busca supuestamente poner fin a su existencia; y que esa gracia a una periodista se le concede por encima y en exclusión de los familiares, las personas allegadas, los hijos y los compañeros de ese hombre que fue registrado por la cámara de vigilancia de una comisaría de policía en donde, pongamos, no solo su seguridad física, sino además el derecho a su propia imagen, el derecho a su dignidad como persona, el derecho a su intimidad deberían estar garantizados; máxime si se trata del registro del momento en que ese hombre decide poner fin a su vida. Pongamos, además, que ese desprecio a la dignidad, a la identidad, a la imagen de un hombre que ha muerto se ejerce porque un jefe de policía prioriza el interés de exculparse ante la opinión pública, por delante de las exigencias que conlleva su condición de alto responsable de garantizar plenamente los derechos de las personas, más aún de las personas bajo su expresa custodia por haber sido detenidas en un estado que se llama democrático.
Pongamos que el máximo responsable de la policía de una ciudad en un estado que se llama democrático ha pisoteado ciertos derechos de un hombre bajo su custodia, de sus familiares y de sus personas allegadas, mostrando el vídeo del momento crucial de su supuesto intento de suicidio exclusivamente a una periodista. Esa forma de actuar podría ser calificada, pongamos, cuando menos de insensible; quizá más ajustadamente de repugnante a la moral que debiéramos compartir como seres humanos. Pongamos que, sin embargo, el vídeo no hubiera sido dado a visionar a la periodista, sino que ésta hubiera podido sencillamente publicar con su nombre una nota directamente redactada o dictada por el jefe de policía urgido a contrarrestar las noticias que crecen arrojando sombras sobre el hecho de que un hombre bajo su custodia haya muerto. No es una hipótesis descartable, dado el oscurantismo que rodea este caso y otros muchos semejantes. ¿A partir de qué umbral podemos empezar a considerar que la complicidad de la prensa con los poderes públicos y las élites económicas, pongamos, convierte a una sociedad que se llama democrática en una dictadura del ocultamiento y de la desinformación? Hagamos no obstante un esfuerzo por desplazar el enfoque. Aceptemos por un momento que ese vídeo existe, o pongamos que aceptamos la existencia de la ‘descripción’ de ese vídeo, tal y como ha sido publicada en una nota de una periodista que parecía muy apremiada. Dice así (traduzco del catalán, de El Punt Avuí): “El juzgado tiene sobre la mesa el registro de las cámaras de seguridad que le entregó la policía y donde se ve todo el proceso. Se ve cómo [ese hombre] entra pacíficamente a la celda tras un agente, cómo intenta dormir y se tapa la cara con la camiseta porque la luz le molesta, se levanta varias veces y da vueltas por la celda. Desaparece de la visión de las cámaras cuando se cuelga de los barrotes, que quedan justo bajo la cámara, y entonces es cuando el policía que vigila las cámaras da la señal de alerta. Las imágenes también muestran diversos agentes que le hacen el boca a boca reanimándolo, lo que inicialmente consiguen, y el detenido es trasladado vivo al [Hospital] Trueta, donde muere tres días después”.
Hagamos el esfuerzo de volver a leer en detalle esta sencilla descripción. Pongamos que aceptamos la existencia de una prueba que se propone como irrefutable pero que a nadie, ni a la familia, ni a los allegados, ni a los hijos, ni a los abogados que canalizan la denuncia por la muerte de un hombre les ha sido dado visionar. Se trataría de hacer un ejercicio básico de análisis, pongamos, sobre cómo el ‘carácter documental’ o ‘probatorio’ de una imagen no es consustancial a esa imagen; es más bien un efecto que se construye, es propiamente el resultado de una enunciación que oculta la posición desde la que alguien habla, naturalizando así los hechos que se quieren demostrar como objetivos. Una imagen, pongamos, esconde tanto como aparenta mostrar. Una descripción y un relato, pongamos, exponen unos hechos tanto como ocultan qué interés alguien tiene en promover un efecto, en orientar una lectura de la realidad, en inducir una conciencia o un estado de ánimo. Tenemos en primer lugar, pongamos, la descripción fría de cómo un hombre, aparentemente, se inflige daños irreversibles que le conducen a la muerte. Como si el acaecimiento de ese hecho en sede policial pudiera ser tomado por una circunstancia natural que debiera ser analizada con neutralidad, sin apasionamiento. Pongamos que se nos dicta lo siguiente, con el fin de aplacarnos: mantengamos la cabeza fría, pongamos que un hombre ha muerto, pero no pasa nada, estemos tranquilos, tan solo observemos desapasionadamente qué ha sucedido. “El registro de las cámaras de seguridad… donde se ve todo el proceso”: como si la realidad entera, como si las circunstancias completas que rodean y todas las implicaciones que se derivan de ese escenario pudieran ser comprendidas por una sola grabación de vídeo. “Se ve cómo… entra pacíficamente a la celda tras un agente”, como si el ingreso en una celda fuera un hecho aceptable para cualquier hombre, como si existiera, pongamos, una supuesta naturalidad en el permanecer en sede policial tras haber sido detenido; como si el desenlace fatal que ha de llegar, por tanto, no fuera sino una anomalía, un hecho impredecible en la quietud de una estancia tranquilamente asumida por todos (policía, detenido, espectadores) en sede policial. “Desaparece de la visión de las cámaras cuando se cuelga de los barrotes, que quedan justo bajo las cámaras“. “El detenido es trasladado vivo al [Hospital] Trueta, donde muere tres días después”. Esta frase final, añadida como corolario a la descripción previa de la grabación, obviamente no puede estar describiendo nada que el vídeo contenga, pues se trata de un hecho, el traslado a un hospital, que sucede fuera del radio de acción de esa cámara de vigilancia. Esta frase, añadida consecutivamente a la descripción del supuesto contenido del vídeo, tiene una función. Naturaliza la construcción de una secuencia lineal, perfectamente correlativa. Un hombre es detenido. El aceptar tranquilamente su detención prueba que asume su culpabilidad. El ingreso en una celda caminando por detrás de un agente implica sometimiento. Su incapacidad para dormir denota inquietud. Aunque desaparezca por un momento de la mirada de la cámara ‘sabemos’ que se cuelga de los barrotes. Esta última deducción de lo que la imagen ‘demuestra’ sin necesidad de efectivamente mostrar es el efecto de haber asumido una ‘verdad’ a priori, que no es sino una interpretación de los hechos partidaria previa al relato. El relato periodístico pretende hacer ‘ver’ que una verdad se deduce de una prueba visual; en realidad, tal relato consiste en la interpretación de una imagen que nadie puede ver sino solo la periodista, una interpretación que está conforme con una ‘verdad’ previa que se asume y que no permite ser contradicha. La descripción de la imagen de ‘varios’ agentes logrando reanimarle opera como una sinécdoque de la implicación de todo el cuerpo policial en el intento de salvar a un hombre de un daño infligido a sí mismo, de manera imprevisible, y del que solo ese hombre sería responsable. Como si la parte pudiera efectivamente ser equivalente al todo. Si son ‘varios’ los agentes que intervienen, entonces se trata de ‘la policía’ en general quien intervino. Actuó ‘la policía’ para salvar la vida de un hombre quien solo él puede ser responsable de lo que se hizo a sí mismo. Si ‘la policía’ interviene para reanimarlo es que no hay un solo policía que pueda tener otro interés diferente al de salvar la vida de un hombre, no puede haber ni un solo policía que pueda ser sospechoso de haber actuado, fuera de esa imagen (recordemos: de acuerdo con el relato periodístico, esta grabación lo muestra ‘todo’, no hay ‘nada’ por fuera de esta imagen), de manera diferente al interés por salvar la vida de un hombre. Pero de la urgencia que el relato muestra por demostrar que el hombre murió ‘fuera’ de la jurisdicción policial, lo cual exculparía a la policía de su muerte, se puede deducir también que, si bien la imagen muestra cómo ‘la policía’ intervino movida por el interés de salvar la vida a ese hombre, quizá intervino también para que ese hombre se mantuviera vivo hasta poder hacerlo salir de la sede policial. Se le trasladaría, en definitiva, al hospital, quizá para que allí muera. Para construir la ‘verdad’ de que ahí acaba ‘evidentemente’, de acuerdo con ‘la prueba’, la responsabilidad del cuerpo policial sobre el futuro de ese hombre. Muere tres días después. Lo que quiere decir que su muerte es ya un acontecimiento privado posterior, pues tiene lugar fuera de la jurisdicción de la policía que lo detuvo y bajo cuya protección resultó herido hasta perder posteriormente la vida.
Si la periodista a quien supuestamente le fue dado visionar ese vídeo por encima del derecho que asiste a familiares y personas allegadas a un hombre que ha muerto, y por encima, incluso, del derecho a la imagen, a la intimidad y a la integridad personal de ese mismo hombre, si a esa periodista, pongamos, le mueve el interés de mostrarlo ‘todo’, el mismo interés que parece motivar, por cierto, a quien dio a ver esta grabación a esta periodista, esto es, el jefe de la policía de una ciudad bajo cuya custodia se encontraba un hombre que ha muerto, entonces conviene, sí, si es el interés de todos, que hagamos ver ‘todo’. Habrá quienes, pongamos, piensen que esta carta es demasiado larga y farragosa, que bastaría haber comenzado con un simple y directo ‘Yo acuso’ e informar taxativamente de que un hombre ha muerto, pongamos. A quien la ha redactado le parece, por el contrario, que hay ocasiones en que resulta inevitable ejercer una cierta violencia: la de asir la cabeza de otros para girarla con firmeza y hacerla sostener ininterrumpidamente la mirada en detalle sobre la manera implacable en se ejerce, a veces mediante el aparente respeto formal, el desprecio por las personas, de cómo una institución social tiene el poder total de infligir de maneras incluso incruentas un trato inhumano, de cómo opera la microfísica del poder represivo, no necesariamente a través de sus formalizaciones más escandalosas: los malos tratos, la tortura. De cómo la democracia es violentada para convertirla en otro nombre de la dictadura.
Esa nota periodística sobre la muerte de un hombre no se limita a describir una grabación de vídeo fantasmática. También desgrana nada menos que el expediente policial de un hombre muerto. Ese hombre, ‘informa’ la periodista, “vivía solo en una casa que había ocupado sin consentimiento de sus propietarios en Girona, y hacía unas semanas que había recibido una orden de desalojo”; ese hombre, “además, era conocedor del funcionamiento de los calabozos policiales, ya que en los últimos años había acumulado un buen número de detenciones por delitos diversos: amenazas, extorsión, tráfico de drogas, daños, lesiones, hurto, robo con violencia e intimidación, entrada en domicilio ajeno…”. ¿Nos dicen algo esos datos, en la frialdad de una burocrática enumeración policial, de cómo un hombre, pongamos, elige y al mismo tiempo se ve obligado a vivir? Pretendiendo ‘mostrar’ una verdad, ¿qué nos oculta una ficha policial travestida de información periodística sobre la manera en que se codifica socialmente al sujeto ‘diferente’? ¿Cuál es el interés por el que se quiere hacer pasar por delito las diversas formas que adopta la precariedad para poder sobrevivir en las metrópolis sometidas a la dictadura de los mercados y al desamparo de las clases trabajadoras por parte de los poderes públicos que dicen representarlas? ¿Cuál es la relación entre la representación de un hombre como ‘peligroso’ o ‘marginal’ y la justificación retrospectiva de su muerte violenta?
La filtración de datos policiales para ser publicitados con el fin de proteger actuaciones policiales y compensar el silencio mediático y político a propósito de la muerte de un hombre que se da por justificada, es ni más ni menos que una forma de fascismo. La representación pública de un hombre como sujeto peligroso, desviado, marginal y antisocial, incapaz por tanto de cuidarse a sí mismo, para encubrir además las responsabilidades que se derivan de su muerte cuando se encontraba bajo custodia de una institución explícitamente obligada a protegerlo por haberlo detenido, constituye el ejercicio de una violencia intolerable, de un desprecio tan ostensible por los valores democráticos, por los derechos fundamentales de un ser humano, que uno encuentra todas las palabras del mundo insuficientes para calificar ese espanto. Ese hombre que ha muerto, aun cuando no pudiera demostrarse el ejercicio de malos tratos o torturas físicas sobre su persona, ha sido manifiestamente violentado bajo custodia policial hasta el momento en que falleció, y tanto él como su familia, sus hijos y sus seres allegados siguen siendo objeto de violencia simbólica, política y administrativa después de su muerte. Ese hombre y el resto de esas personas han sido y continúan siendo víctimas de, por lo menos y hasta el momento, algunas de las acepciones que en la lengua castellana adopta la palabra ‘crimen’. Tenemos frente a nuestros ojos nada más y nada menos que un crimen de estado, cometido en una ciudad de un estado que se llama democrático.
Juan Pablo Torroija, ciudadano de nacionalidad argentina residente en España desde hace siete años, era padre de un hijo en Argentina y de una hija en España. Parece ser que es detenido el 11 de julio en una calle de Girona. Parece ser que es trasladado a una comisaría de la Policía Municipal. Parece ser que resulta gravemente herido bajo custodia policial. Parece ser que es trasladado al Hospital Trueta el mismo día de su detención. Parece ser que agoniza durante tres días hasta fallecer como consecuencia de las lesiones que sufrió durante su estancia en el calabozo. Es seguro que la Policía Municipal conocía su identidad y sus circunstancias porque presentó una denuncia por robo, parece ser que justo después de haberle detenido. Aun así, nadie fue avisado, ni de su detención, ni de los cargos de los que se le acusaba, ni de las circunstancias bajo las cuales resultó lesionado, ni de su traslado a un hospital público, ni de su agonía, ni de su fallecimiento. Ni sus familiares, ni sus personas allegadas, ni el Consulado de la República Argentina. Un reciente amigo de Juan Pablo es visitado el día 13 de julio por una persona anónima, quien alterada le informa del destino de Juan Pablo, indicándole que, tras haberse enfrentado a la policía, ha sido severamente maltratado. El amigo alcanza a visitar a Juan Pablo en el hospital y afirma que, a su parecer, mostraba signos de haber sido golpeado en varias partes del cuerpo. Sabemos que Juan Pablo muere el día 14 de julio, solo. Sabemos que es trasladado a la funeraria Mémora, siendo puesto su cadáver a disposición del Juzgado nº 1 de Girona. Sabemos que 14 días después de su fallecimiento, un amigo español viaja a Girona a visitar a Juan Pablo, y entonces conoce informalmente las circunstancias generales de su muerte. Sabemos que este amigo avisa a la excompañera de Juan Pablo, madre de su hija española, la cual a su vez avisa a su familia argentina. Sabemos que familiares y personas allegadas a Juan Pablo toman urgentemente la iniciativa, siendo recibidos y amparados por el Director de Asuntos Consulares de Argentina, publicitando de inmediato los datos de que se disponían y planteando algunas hipótesis sobre la oscuridad que rodea la detención y muerte de Juan Pablo. Sabemos que los medios de comunicación argentinos se hacen inmediatamente eco de la denuncia formal presentada mediante abogado en un juzgado de Girona, y que los medios españoles y catalanes, con excepción de un par de medios de la prensa libre vinculada a los movimientos sociales, no informan en absoluto. Nada en absoluto. Nada. El vacío. Sabemos que la madrugada del 2 de agosto se empieza a extender la versión policial, emitida por el Jefe de la Policía Municipal de Girona Josep Palauzié, de acuerdo con la cual Juan Pablo recibió un trato correcto, inopinadamente se ahorcó con su propia camisa colgándose de los barrotes de su celda, los policías en servicio lograron reanimarlo para trasladarlo al Hospital Trueta, poniendo acto seguido a disposición judicial una grabación en vídeo realizada por las cámaras de vigilancia internas de la comisaría, la cual avalaría el relato policial.
Sabemos que ni la familia ni nadie cercano a Juan Pablo ha sido contactado por la policía. Sabemos que nadie ha expresado oficialmente ninguna palabra del espectro semántico en torno a: ‘lamentación’, ‘disculpas’, ‘condolencias’. Sabemos que la Jueza del Juzgado de Instrucción nº 4 de Girona, Gemma Garcés Sesé, aseveró personalmente a los abogados querellantes que necesitaba tomarse un tiempo para estudiar el atestado y realizar la unificación de la causa. Sabemos que de manera casi inmediata, sin embargo, decretó el cierre de las actuaciones vinculantes, impidiendo así que la parte querellante, en representación de la hija de Juan Pablo, tuviera acceso a las pruebas, y sin aceptar ningún tipo de acusación popular.
Un ciudadano argentino ha muerto en España después de haber sido ‘desaparecido’ bajo custodia policial. Solo esa imagen estremece por su profundidad histórica. Yo soy ciudadano español y siento vergüenza e indignación por la manera en que un hombre ha muerto. También yo tengo una hija y un hijo en Argentina y en España, también tengo antecedentes policiales y penales por luchar por un mundo mejor y por mi modo de vida: mi indignación y mi furia son las de un igual a Juan Pablo. No reconozco a las autoridades de un estado, que se califica de democrático, el derecho a situarse por encima de nuestros derechos a la dignidad, a ver preservada nuestra integridad física, a ser informados de manera fidedigna. Yo acuso a los agentes y responsables policiales de haber cometido ya cuando menos el crimen de atentar contra la dignidad y los derechos de Juan Pablo Torroija, y a los responsables judiciales de haber cometido el crimen de atentar contra el derecho a la defensa y a conocer la verdad de manera detallada y fundamentada que asiste a los familiares y las personas allegadas a Juan Pablo. También yo creo que en este país hay indicios de estar deslizándonos hacia un nuevo tipo de dictadura. Pongamos que un hombre ha muerto. Se llamaba Juan Pablo Torroija. Su nombre se conoce y no se olvida. También sabemos quiénes tenían la responsabilidad de que continuara con vida. Se exige justicia.[/SPOILER]